Muy atento a los informes de Carter, Carnarvon no tardó en reaccionar. Como el Servicio de Antigüedades, dirigido obligatoriamente por un francés, intentaba quebrantar su palabra, era conveniente practicar un canal de derivación. Se entrevistó pues, en Londres, con el director del Metropolitan Museum y le habló del porvenir de su colección privada. Por su fortuna, su conocimiento de Egipto y sus grandes proyectos, se consideraba al conde uno de los mayores coleccionistas del siglo. Reveló al americano que Carter y él habían comenzado a acumular un verdadero tesoro procedente de las excavaciones ya realizadas y de ásperas negociaciones con los comerciantes en antigüedades de la región tebana. No deseaban disponer de aquellos magníficos objetos, los más hermosos de los cuales pertenecían a princesas de la corte de Egipto; por lo tanto, propuso al Metropolitan Museum que los adquiriera con la mayor discreción. Era necesario, no obstante, convencer a Carter, y un hombre parecía el adecuado para la transacción: Herbert Winlock.
A finales de febrero de 1918, un número bastante elevado de turistas visitaba de nuevo la antigua Tebas, como si la guerra hubiera terminado. Sin embargo, el ejército alemán no doblaba la cerviz y algunos predecían nuevas y sangrientas ofensivas.
Howard Carter había progresado. Junto a la tumba de Ramsés VI, en el ángulo oriental, un agujero de treinta pies de profundidad daba pruebas de la incesante actividad de su equipo que, a costa de considerables esfuerzos, había alcanzado el lecho de la roca. Por primera vez era posible contemplar el suelo del Valle tal como era originalmente. Maldiciendo a los curiosos, que se asomaban a riesgo de romperse la cabeza, Carter hizo construir unos muretes de protección alrededor de la fosa.
Doce pies por debajo del nivel de la puerta de entrada de la tumba de Ramsés VI, hizo un enigmático hallazgo: losas de piedra cubiertas de ramas y caña que, sin duda alguna, eran casas de obreros construidas, sumariamente, sobre bloques de sílex. El arqueólogo exhumó algunos ostraca, uno de los cuales databa del reinado de Ramsés II, cuentas de cristal, fragmentos de hoja de oro y un jarrón conteniendo el cuerpo desecado de una serpiente, considerada como protectora del hogar.
Aquella instalación demostraba que los artesanos habían trabajado en la construcción de una tumba que, forzosamente, se ocultaba más abajo; exploradas las moradas, sería necesario seguir cavando.
Cuando se disponía a iniciar la nueva fase de su aventura. Carter recibió a un funcionario del Servicio de Antigüedades. Debido a la afluencia turística y sus consecuencias económicas, le rogaban que no impidiera el acceso a la tumba de Ramsés VI, una de las más hermosas y más visitadas del Valle.
La estación cálida se acercaba, los obreros estaban cansados… Carter aceptó interrumpir la excavación.
—Celebro verle, Howard.
—Lo mismo digo, Herbert.
Winlock y Carter almorzaron en la vivienda de la orilla de Occidente, desde la que el inglés contemplaba, con una alegría siempre en aumento, los mágicos parajes que le habían hechizado para siempre.
—¿Le interesa mi propuesta, Howard?
—He recibido instrucciones de lord Carnarvon y me ceñiré a ellas.
—Es usted muy obediente… Tengo la impresión de que la personalidad de Lacau no le sedujo demasiado y de que la guerra entre Francia e Inglaterra está a punto de reavivarse.
—No será por culpa mía.
—El Metropolitan Museum está decidido a adquirir los más hermosos objetos de la colección que está usted reuniendo para lord Carnarvon.
—Todos son magníficos.
—Pues bien, los compraremos todos. El conde ha hablado de collares, brazaletes, copas, escarabeos, espejos…
—Podrá usted examinarlos a su guisa.
—Tengo orden de negociar directamente con usted y mantener el secreto hasta que los objetos se expongan en el Metropolitan.
Ambos hombres sellaron el acuerdo levantando su copa.
—¿Y Tutankamón?
—Lamentablemente, no hay ninguna pista seria. Pero está ahí, muy cerca, lo intuyo.
El 21 de marzo de 1918, los alemanes lanzaron una formidable ofensiva en Picardía. Carnarvon, satisfecho al haber resuelto la situación material de Carter gracias a las comisiones que cobraría vendiendo, poco a poco, los objetos de su colección a los americanos, dudó de su lucidez cuando el enemigo avanzó en Flandes y hacia el Mame. La suerte de la guerra estaba decidiéndose.
En su casa de excavación, custodiada día y noche por hombres cuya honestidad garantizaba Ahmed Girigar, Carter había desplegado su mapa del Valle de los Reyes. Lo contemplaba durante horas, verificaba y volvía a verificar sus anotaciones, se aseguraba de que había situado correctamente los lugares donde se habían practicado grandes o pequeñas excavaciones. ¿Cómo escapar a una abrumadora realidad? Tendría que cavar en el más pequeño rincón, no dejar ni una pulgada de terreno sin explorar y, por lo tanto, dividir el Valle en sectores y no desdeñar ninguno.
Con el afecto de un padre. Carter vigilaba el Valle para evitarle molestias y depredaciones. Se aseguraba en persona de que los guardas cumplieran perfectamente su función y hacía giras de inspección inesperadas; la víspera, había expulsado a un americano que, con un bote de alquitrán en la mano, escribía su nombre en los muros de una tumba. Aquel vándalo y sus semejantes merecían la cárcel; antaño, degradar un monumento sagrado se consideraba el peor de los crímenes.
Con la primavera regresó la dulce Raifa, que, con la paciencia de las mujeres de Oriente, comenzó a reconquistar a su amante; pero le pareció más lejano, casi inaccesible, aunque su pasión parecía intacta. La egipcia dudó de su belleza; se preocupó más de su maquillaje, desplegó los artificios de la seducción, se mostró tierna como una novia del paraíso. Carter la quería, pero su espíritu estaba en otra parte. La mujer comprendió que su más temible rival, el Valle de los Reyes, se había apoderado del corazón de aquél a quien no renunciaba a liberar de tan absurdas cadenas. ¿Cómo podía un hombre hacer el amor con piedras, arena y tumbas?
Carter examinaba el emplazamiento de sus futuras excavaciones, cuando vio acudir presuroso a Ahmed Girigar. El reís no solía precipitarse; el asunto debía de ser grave.
—Venga enseguida.
—¿Qué ocurre?
—Un drama, en su casa… Ignoro los detalles.
Ambos hombres subieron hasta la casa de excavación. En el umbral, uno de los dos guardas limpiaba la sangre que manaba de la cabeza de su colega.
—Hemos sorprendido a un ladrón —explicó—. Había entrado por detrás; nos hemos peleado y ha conseguido huir.
—¿Le habéis identificado? —preguntó Carter.
—No.
—¿Dónde estaba?
—En la habitación grande; había comenzado a enrollar el mapa.
—Os agradezco vuestro valor.
—Malech —repuso el guardián, fatalista—. Que Dios aleje el mal.
Carter tenso, comprobó los daños. No habían robado nada y el mapa estaba intacto.
—Pagaré los indispensables cuidados al herido y quiero un guardia más detrás de la casa —le dijo al reis.
—¿Quién es el culpable?
—Es fácil adivinarlo; el documento sólo puede interesar a mis queridos colegas. Quieren intimidarme e impedir que continúe.
—¿Por qué habita el odio en el corazón de los hombres?
—Malech —repuso Carter.