Carter se estremeció al examinar el antiquísimo plano de una tumba real, trazado por la mano del maestro de obra que la había construido. El texto jeroglífico y las leyendas evocaban la «morada del oro» donde reposaba el cuerpo de luz del faraón; animada por los colores de los frescos y la presencia de la enéada divina, albergaba un sarcófago protegido por algunas capillas. ¿Cómo imaginar los tesoros acumulados si todas las tumbas del Valle habían sido violadas?
Todas, salvo una.
Carter había interrogado a los vendedores de antigüedades, desde los pequeños ladrones de Gournah hasta los anticuarios que tenían establecimiento abierto. Ninguna pieza del mobiliario fúnebre de Tutankamón había circulado; por lo tanto, nadie había desvalijado su Sepultura.
El arqueólogo dormía poco; pensaba en el trabajo del día siguiente, en una mejor utilización de la estaca y el cordel, al modo de los antiguos, para respetar proporciones y distancias entre los monumentos y comprender mejor los dispositivos del Valle. Día tras día, tenía que aprender a pensar como el arquitecto egipcio, a vivir como él el alma de la piedra.
Sentado en la terraza de la casa de excavación, Carter descubrió a un extraño personaje que trepaba por el sendero mientras el sol declinaba. El coloso barbudo sufría; los últimos rayos hacían brillar el rojo de su pantalón. Su siniestra levita negra suscitaba la imagen de un depredador que buscara su presa. Jadeante, se inmovilizó a pocos metros de Carter.
—Me gustaría hablar con usted.
—Le he visto alguna vez en Luxor… ¿Quién es usted?
—Démosthène, vendedor de antigüedades.
Carter ofreció asiento al visitante vespertino.
—¿Quiere beber?
—Algo que sea fuerte.
—Lo siento, sólo tengo agua.
—Qué le vamos a hacer.
—Tengo trabajo, señor Démosthène; ¿puede exponerme las razones de su visita?
—Aquí todo está tan tranquilo y apacible… Nadie diría que está usted en peligro.
Carter se arregló su pajarita.
—¿Amenazas?
El coloso, bonachón, protestó.
—Más bien informaciones confidenciales. Usted no sólo tiene amigos.
—No me sorprende.
—Yo soy un amigo; puede confiar en mí.
—¿De qué peligro me estaba hablando?
Démosthène pareció molesto.
—Perjudica usted a los pequeños y a los grandes comerciantes… Su equipo de obreros es incorruptible, su reis sólo ve por sus ojos y el Valle ha quedado cerrado para los negocios. Es una situación muy embarazosa, señor Carter. Si nos pusiéramos de acuerdo, le evitaría muchas molestias.
—No consigo ver clara su posición… ¿Desea que le contrate como porteador?
Démosthène frunció el entrecejo.
—Así no se librará de mí. Carter. Tiene usted que venderme algunos objetos; luego yo lograré que la competencia calle.
—La moral científica me lo prohíbe.
—La arqueología nunca ha tenido moral. Todo se compra y todo se vende.
—Salvo yo, caballero. Tenga la amabilidad de bajar por el sendero a toda prisa; aunque no boxeemos en la misma categoría, puedo apostar sin embargo por mi rapidez y la precisión de mis golpes.
Démosthène retrocedió.
—Se equivoca usted, Carter; en este mundo, la integridad nunca gana.
—No es necesario esperar para comenzar algo, ni tener éxito para perseverar.
—Ya cambiará usted.
Los obreros se postraron mirando a La Meca, tocaron el suelo con la nariz y la frente y pronunciaron las palabras rituales: «Dios es el más grande, alabo Su perfección»; luego lanzaron una mirada por encima de sus hombros para venerar a los ángeles caídos.
Un hombre alto, refinado y elegante, con un rostro de antigua belleza adornado por una cabellera, un bigote y una barba blanca, aguardó que la plegaria finalizara antes de atravesar la excavación y saludar a Howard Carter.
—Le felicito, es usted muy tolerante.
—Temo que no nos hayan presentado.
—Le conozco bien, señor Carter; mi ilustre predecesor, Gaston Maspero, me habló con frecuencia de usted.
Carter se puso rígido. El hombre de ojos vivaces, hundidos en sus órbitas, era pues el nuevo director del Servicio de Antigüedades, Pierre Lacau, de cuyo reciente nombramiento se había enterado ya. Corrían sobre él numerosos rumores; instrumento ciego de los jesuitas, apasionado por la administración y los reglamentos, erudito de excepcional memoria, leía los más arduos textos con desconcertante facilidad. Untuoso, meticuloso, de inalterable calma, no se parecía en absoluto a Maspero, que, sin embargo, le había designado como su sucesor a causa de su competencia técnica.
Carter supo enseguida que Lacau sería un temible enemigo. De buenas a primeras, su frialdad le repelió.
—Me han dicho que había iniciado usted una vasta campaña.
—Usted mismo puede comprobarlo, señor director.
—¿Con qué objetivos?
—Hacer hablar al Valle.
—¿Cree usted que existe una sepultura intacta?
—Hay indicios.
—Si se produce un hallazgo, tendrá que avisarme inmediatamente.
—Elemental cortesía.
—No, querido colega: obligación profesional. Mi posición es… muy delicada.
—¿Por qué?
—Maspero era un hombre generoso, demasiado generoso… No niego su autorización, pero los tiempos cambian y debo velar por las riquezas que brotan del suelo egipcio.
—Sea más claro.
—Bueno…, el reparto de piezas históricas me parece una herejía. El contenido de una tumba real, intacta o desvalijada, debe pertenecer al Servicio.
—Lord Carnarvon invierte mucho dinero en las excavaciones que dirijo; se le prometió una compensación en forma de obras de arte.
—Cierto, cierto… Pero esa deplorable costumbre debe terminar. Incluso las piezas repetidas permanecerán en Egipto.
—¿Y qué piensa concederle al conde?
—El prestigio, claro… El prestigio, señor Carter. Y es mucho ya.
—Temo que no le satisfarán demasiado sus futuros reglamentos.
—Futuros…, pero muy pronto en vigor. Cuento con usted para que se apliquen de modo escrupuloso.
—¿De lo contrario?
La mirada de Pierre Lacau se volvió incisiva.
—No tiene usted buena prensa entre los egiptólogos, señor Carter; le consideran demasiado independiente, revolucionario incluso…, y su andadura parece más bien caótica. Nadie niega su competencia, aunque sus proyectos parecen un poco… extravagantes.
—¿Le ha intrigado mi carrera?
—Tengo listas y redacto fichas, muchas listas y muchas fichas; es el único método científico que permite estar informado.
—Usted nunca me hubiera dado esta concesión, ¿verdad?
—Gaston Maspero se mostraba demasiado liberal con los arqueólogos extranjeros, pero lo hecho hecho está. Lo importante será respetar los nuevos reglamentos. Estoy convencido de que nuestra colaboración resultará fructífera. Hasta pronto, señor Carter.