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El 30 de junio de 1916, dos años después de haber abandonado Egipto, Gaston Maspero presidía la sesión de la Academia de Inscripciones y Buenas Letras, de la que era secretario perpetuo. Pensaba en aquellos años maravillosos consagrados al estudio de los monumentos y a la organización del Servicio de Antigüedades; apenado por el recuerdo de su hijo muerto en el campo de batalla, rememoraba también al más insumiso de los arqueólogos, aquel Howard Carter obsesionado desde su adolescencia por un sueño insensato. Sin duda se equivocaba; pero ¿cuántas veces Egipto había desvelado sus misterios a hombres de aquel temple?

De pronto, desfalleció.

—Queridos colegas —dijo con voz temblorosa—; les ruego que me excusen…, no me encuentro muy bien.

Momentos más tarde, Gaston Maspero había muerto.

En el otoño de 1917, lord Carnarvon pudo dar por fin largos paseos por el parque de Highclere. Bajo los cedros del Líbano, tuvo la seguridad de que los Aliados ganarían aquella guerra interminable. A fines de 1916, la ofensiva alemana había terminado fracasando en Verdún; 360.000 hombres habían muerto en el bando francés, casi los mismos en el bando enemigo.

Cuando, el 6 de abril de 1917, Estados Unidos declaró la guerra a Alemania, el conde no había dudado ya del resultado final.

Egipto sufría. Ciertamente, no estaba ya amenazado por el enemigo; las fuerzas inglesas, que seguían siendo dueñas de la antigua tierra de los faraones, se apoderarían pronto de Bagdad y Jerusalén. Pero la economía de guerra sumía al pueblo en la angustia; una enorme inflación producía privaciones cada vez mayores. Los ingleses habían echado mano a los organismos de producción y suscitaban un sentimiento de revuelta que los militares no apreciaban en su justa medida; en un país donde, debido al conflicto y la miseria, se producían más muertes que nacimientos, podían temerse las mayores convulsiones.

Sin embargo, Carnarvon había tomado una decisión. Pese a los consejos y a las advertencias, el conde alentaba a Carter a iniciar la campaña de excavaciones cuyo plan le había propuesto en 1914.

Mientras Europa, inquieta y fascinada, asistía al derrumbamiento del régimen de los zares y a la revolución bolchevique. Carter, indiferente a los acontecimientos ajenos al Valle, cruzaba el Nilo y desembarcaba en la orilla de Occidente. Protegido por la cima rosa y azul cuando amanecía, dorada a mediodía, roja y naranja al ocaso, el arqueólogo se lanzaba a la aventura en la que soñaba con un deseo cada vez más ardiente: la inauguración de su primera campaña de excavaciones.

Carter subió hacia la casa que ocuparía, en la cima de una colina que dominaba el Nilo y daba al Valle; al pie, una destartalada fuente. Abrió la puerta con una llave de madera, tras haber subido los peldaños de una escalera de mármol. En su interior, un reloj de péndulo británico, un piano, numerosos almohadones, esteras, alfombras, una lámpara de petróleo, un brasero, un homo de adobe para el pan y una bañera metálica; es decir, la comodidad necesaria. Algunos agujeros en el techo exigirían reparación; pero había una tarea más urgente: elegir un reís, un jefe de equipo valeroso y competente.

Llamaron; Carter abrió.

—Tú…, Ahmed Girigar, amigo mío.

—He sobrevivido y estoy dispuesto a trabajar con usted.

—La suerte vuelve a sonreírme.

—Será conveniente organizar su existencia aquí; necesitará un secretario, un palafrenero, un cocinero, un portero, un aguador, un…

—No, Ahmed; no necesito ayuda.

—Eso no es muy conveniente; como no conseguiré que cambie de opinión, me encargaré de usted. Será inútil que intente disuadirme: soy tan tozudo como usted.

Ambos hombres se dieron un abrazo.

—Desde esta misma noche, guarde cuidadosamente su ropa y, sobre todo, no lo haga del revés. Los demonios nocturnos entrarían en ella y le impedirían levantarse.

E’ shams, effendi! ¡El sol, señor!.

Ahmed Girigar traía el café y una pipa para que Carter se levantara con buen pie. El arqueólogo estaba tan impaciente que tragó su desayuno demasiado deprisa. Tras un rápido aseo, montó en el asno que le llevaría al Valle. El nuevo dueño del paraje había cuidado su aspecto para aparecer, por primera vez, ante sus obreros: traje de lana de tres piezas, pajarita a lunares, pañuelo de bolsillo blanco, sombrero de ala ancha y boquilla. Ahmed Girigar se había mostrado a la altura de su reputación: una larga procesión de portadores de cestos aguardaba órdenes a la entrada del Valle. No se habían quitado todavía su galabiehs, cantaban y hablaban en voz muy alta.

—Hemos acordado seis días de trabajo a la semana —dijo el reis—, descanso el viernes. ¿Dónde quiere cavar?

Carter pensó en el plan abandonado que había recogido en la casa de excavación de Davis, transformada en almacén de antigüedades; gracias a las notas del equipo del americano, había completado su propio plan, había reflexionado largamente y había tomado una decisión: abriría una excavación en el lugar donde Davis había detenido sus exploraciones, es decir en el triángulo definido por las tumbas de los reyes Ramsés II, Merenptah y Ramsés VI. Estaba convencido de que, en las montañas de escombros acumuladas durante las precedentes excavaciones, encontraría numerosos objetos destinados a la colección privada de Carnarvon y, tal vez, algunos indicios que le orientaran hacia la tumba de Tutankamón.

Carnarvon, sensible a los argumentos de Carter, estuvo de acuerdo. Saber que la más hermosa y loca empresa de su existencia se iniciaba en lejanas tierras, bajo el sol de los dioses, le devolvió el vigor; en la tormenta, el horizonte se aclaraba.

Una intensa emoción se apoderó de Howard Carter cuando vio ponerse en marcha la larga fila de obreros en ropa interior, unos llenando de escombros capachos y cestos, otros vaciándolos; un aguador, con el odre al hombro, iba de trabajador en trabajador. Algunos cantos acompasaban la lenta y regular maniobra, vigilada por el reis cuyas órdenes eran seguidas al pie de la letra. Con los pies desnudos, el cuerpo cubierto de sudor, aquellos hombres ganaban unos pocos peniques diarios y se consideraban bien pagados; los más experimentados utilizaban picos para atacar las colinas artificiales. Carter había obtenido un pequeño ferrocarril del servicio de Antigüedades, huérfano todavía tras la muerte de Maspero; por los raíles prefabricados, los obreros empujaban la vagoneta abierta y basculante. La pequeña vía férrea podía desplazarse fácilmente según las necesidades de la excavación y, facilitaba la evacuación de los escombros fuera del área estudiada y, sobre todo, fuera del propio Valle, hacia un lugar explorado ya. Cascotes, restos, bloques rechazados… Eso era lo que asustaba a Carter. Sus predecesores sólo se habían preocupado por cavar a toda prisa y a ciegas, sin interesarse por la limpieza del Valle, lleno ahora de masas de tierra y pedruscos.

El primer mes de trabajo fue muy penoso; frío al amanecer, terrible calor a mediodía, polvo que se pegaba a la ropa y a la piel. Un cálculo aproximado no hizo retroceder a Carter; sería preciso desplazar varios centenares de miles de metros cúbicos de arenas y escombros para conseguir una hazaña que ningún arqueólogo había intentado antes: llegar a la propia roca, el suelo mineral del Valle, y asegurarse así de que no se le escapaba la entrada de tumba alguna.

En cuanto aparecía un objeto, en cuanto un fragmento antiguo emergía del magma, Carter anotaba su descripción en la primera lista exhaustiva que ningún arqueólogo había pensado establecer de modo tan preciso. Los ostraca, fragmentos de calcáreo que servían de borrador para los aprendices de escriba, no incluían, por desgracia, ninguna indicación sobre Tutankamón.

A comienzos de 1918, la excavación parecía ya perfectamente organizada; pero Ahmed Girigar mostraba una expresión preocupada. Carter le interrogó.

—Algunos obreros quieren interrumpir el trabajo.

—¿Por qué?

—Está usted demasiado presente… Por lo general, los arqueólogos no están tan a menudo ni tanto tiempo sobre el terreno.

—Se acostumbrarán. ¿Qué más?

—Los objetos… Suelen coger algunos para revenderlos. Sus colegas fingían no verlo.

—Yo soy diferente; que renuncien a robar.

—Tendremos que negociar.

—Imposible, Ahmed.

—En tal caso, auménteles el sueldo.

—Fija tú mismo la suma y anúnciales la buena noticia.