Lord Carnarvon consultaba periódicos y despachos. La situación evolucionaba mal. Los submarinos alemanes conseguían organizar el bloqueo de Inglaterra y las ofensivas aliadas, mal preparadas, no obtenían ningún éxito de envergadura. Entre la oleada de malas noticias, la carta de Howard Carter le había proporcionado algo de luz. El Valle…, el conde, ahora, soñaba en él. Representaba un paraíso inaccesible donde la locura de los humanos se extinguía al pie de las moradas de eternidad.
—¡Querido! Me prometiste no levantarte.
Lady Al mina, enojada, rogó a su esposo que volviera a la cama.
—Necesito trabajar un poco.
—Cuando se sufre una pleuresía se necesita, sobre todo, descanso y calor.
—No estoy enfermo.
—¡No eres razonable! Cuida tu salud.
El criado interrumpió la discusión.
—Un pliego urgente, señor conde.
—¿Quién lo envía?
—El ministerio.
Carnarvon leyó el documento; aterrado, se derrumbó en un sillón.
—¿Qué ocurre? —preguntó su esposa.
—Los turcos y los alemanes acaban de atacar el canal de Suez. Mañana, invadirán Egipto.
Howard Carter terminó el inventario de los objetos descubiertos en la tumba de Amenhotep III y despejó por completo su interior, allí, como en muchos otros lugares. Davis se había limitado a un somero trabajo. Gracias a una exploración meticulosa y sistemática. Carter había encontrado cinco depósitos de cimientos intactos, ante la tumba; centenares de herramientas en miniatura estaban apilados en pozos practicados en la piedra calcárea, mezclados con arena y recubiertos de cascotes. Sorprendentemente, las inscripciones no mencionaban a Amenhotep III, sino a su padre Tutmosis IV, que servía así de umbral y cimientos para su hijo.
Los rumores del ataque germano-turco contra el canal de Suez apenas llegaron a sus oídos. No dudaba de su victoria y supo, sin sorpresa, que las tropas británicas habían rechazado al invasor y proseguían la lucha en el Sinaí y en Palestina.
Mientras las comunicaciones marítimas estaban interrumpidas y la poca venta, junto a la caída del precio del algodón de exportación, condenaban Egipto a la miseria. Carter se había sumido, resueltamente, en un ininterrumpido diálogo con el Valle de los Reyes. En adelante, sería su única preocupación y su única razón de ser.
A finales de febrero de 1915, exhumó los pobres restos del mobiliario fúnebre de la reina Tiyi, ilustre esposa de Amenhotep III y, tal vez, madre de Tutankamón; Carter tema en sus manos dos estatuillas de alabastro con la efigie de la soberana cuando supo la muerte de Theodore Davis, tan enamorado de aquella gran dama.
El americano no había sobrevivido demasiado a su abandono del Valle. Más exigente que la más celosa de las amantes, imponía a sus enamorados una fidelidad absoluta.
Howard Carter olvidó el mundo exterior. Mientras los países de Europa se desgarraban entre sí, escribió a los conservadores de museos para establecer un catálogo de los objetos descubiertos en las tumbas reales, reunió obras y artículos consagrados al Valle, leyó los relatos de viajes de los primeros exploradores y estudió los antiguos mapas.
No se le escapó nada de lo que había ocurrido en el paraje; interrogó a numerosos habitantes de Gournah, discutió con los ladrones, cotejó montones de informes sobre excavaciones. Día tras día, fue aguzando su instrumento de trabajo: un inmenso mapa del Valle de los Reyes donde se localizaban todas las tumbas. Respiró a) ritmo del Valle, se hizo sensible a sus menores pulsaciones, acechó sus más íntimas reacciones.
Carter estaba muerto para sí mismo; en su matrimonio de amor con el misterio, había ofrendado su propio ser.
A comienzos de la primavera de 1916, lord Carnarvon, elegido presidente del Camera Club, albergaba una nueva esperanza: la de ir por fin al frente como consejero del Royal Headquarters Flying Corps en el departamento de fotografía aérea. Ciertamente, no combatiría con las armas en la mano pero, detectando la presencia enemiga en el terreno, podría facilitar los avances aliados mientras proseguía la terrorífica batalla de Verdún, donde los franceses conseguían bloquear, al precio de decenas de miles de muertos, la ofensiva alemana.
Egipto, cuya moneda había sido vinculada a la libra esterlina, parecía escapar al caos, aunque la población sufriera cada vez más privaciones. Era necesario que aquella guerra, la más bárbara y destructora jamás entablada en la historia de la humanidad, terminara enseguida; Carnarvon estaba dispuesto a ofrecer su vida para salvar a miles de jóvenes enviados al matadero.
Una vez más, su salud flaqueaba. Sólo tres días después de su alistamiento, se vio obligado a regresar a Highclere. Deprimido, al borde de la desesperación, recibió el afecto de su esposa y de sus hijos, pero fue la misiva de Carter lo que le serenó: su lejano amigo acababa de realizar una hermosa hazaña.
En un Luxor desierto, vacío de personalidades y de oficiales, el menor acontecimiento adquiría considerables proporciones. Cuando comenzaron a correr los rumores que anunciaban el descubrimiento de un fabuloso tesoro en un lugar del desierto, muy cerca del Valle, las imaginaciones se inflamaron. Si los veleidosos se limitaron a soñar, los desvalijadores profesionales quisieron verificar los rumores y, sobre todo, apoderarse de aquellas riquezas.
Dos bandas rivales, tras haber hecho hablar a los indicadores que cedieron ante las primeras torturas, llegaron simultáneamente al lugar deseado; la pelea fue violenta y corrió la sangre. Asustados por la idea de que el conflicto degenerase hasta inflamar la orilla oeste, los ediles avisaron a Carter. Éste no vaciló ni un instante; enroló a una decena de obreros que habían escapado al reclutamiento. Aunque la noche caía ya, no aplazó la expedición. Fue necesario avanzar por un terreno difícil hasta llegar a una grieta al fondo de un vallecillo, a más de cien metros de altura, entre abruptas paredes.
Carter dio con una cuerda que pendía en la grieta; aguzando el oído, percibió unos ruidos fáciles de interpretar: los ladrones estaban trabajando. El inglés decidió no arriesgar la vida de sus compañeros, cortó la cuerda de los desvalijadores y colocó otra, por la que bajó haciendo rappel. Llegado al fondo del sepulcro, setenta metros por debajo de la entrada, se introdujo por un corredor descendente y dio con ocho hombres armados, que le miraron asustados.
—Podéis elegir —les dijo en árabe—. O subís con mi cuerda y desaparecéis u os quedáis aquí y morís.
Los desvalijadores vacilaron; conocían la reputación de Carter y sabían que no retrocedía ante nadie. Uno tras otro, fueron subiendo y abandonaron sus antorchas.
El arqueólogo se quedó solo. Por fin tuvo tiempo de pensar en la sorprendente situación de aquella tumba tan bien oculta; sin duda alguna debía albergar un tesoro que todos los ladrones de Gournah ambicionaban. Carter penetró por un corredor de 16 metros de largo que concluía en una estancia cuadrada; giró en ángulo recto y tomó un segundo corredor muy pendiente que llevaba a una cámara funeraria llena de escombros. Los desvalijadores habían excavado un túnel por el que Carter se introdujo reptando.
Tutankamón… ¿Estaría el nombre tantas veces esperado inscrito en el sarcófago?
Fueron necesarios veinte días para dejar el sepulcro al descubierto; Carter había hecho instalar un sistema de poleas y una red con los que bajaba hasta el sepulcro. Ningún tesoro, ningún objeto precioso, sólo un sarcófago de gres dedicado a «Hatshepsut, soberana de todos los países, hija de rey, hermana de rey, mujer del dios, gran esposa del rey, dueña de los dos países». Acababa de descubrir otra sepultura de la reina Hatshepsut, excavada para aquella gran dama antes de que se convirtiera en Faraón.
Tutankamón seguía siendo inaccesible; pero el Valle seguía hablando.