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Carnarvon siguió los consejos de Kitchener, que le rogaba abandonar Egipto inmediatamente y regresar a Highclere para transformar su inmensa propiedad en hospital de campaña. De regreso a sus tierras, el conde advirtió que 253 personas dependían, más o menos directamente, de él; su primer deber era asegurar su subsistencia. Lady Almina, feliz al recuperar a su marido, pero preocupada por el porvenir, temía la falta de víveres; el conde ordenó pues que las patatas siguieran en los campos, el trigo en los graneros y transformar los pastos en tierras arables. Estableció personalmente un plan de racionamiento y, solemne, se dirigió a su gente para que evitaran toda rapiña, so pena de verse excluidos definitivamente de la propiedad.

Cuando llegaron los primeros oficiales heridos. Highclere estaba listo para recibirles. Carnarvon pensaba en Egipto, en el loco sueño de Carter quebrado por una guerra mundial, en aquel Valle que se les escapaba una vez más; pero apartaba esas emociones para concentrarse en una sola tarea; luchar contra la barbarie alemana, que amenazaba toda Europa.

El taxi se detuvo ante la escalinata de Highclere; lady Almina intentó retener a su marido.

—Es una verdadera locura, querido; renuncia a partir, te lo suplico.

—Quiero combatir.

—Tu estado físico es malo y has superado ya la edad militar; el ejército no puede aceptar tu cooperación.

—Tengo cita en el Ministerio de la Guerra; gracias a mi conocimiento del francés, seré un excelente oficial de enlace. Mi amigo, el general Maxwell, me llevará al frente.

—¿Te olvidas de tu hijo y de tu hija?

—Ni un solo instante; ellos nunca admitirían que su padre se negara a combatir.

Carnarvon besó a su esposa y se sentó en el asiento trasero del vehículo.

No lejos de Londres, un dolor lacerante le perforó el vientre; con la frente sudorosa y los labios crispados intentó resistir. El sufrimiento fue más fuerte. Despechado, furioso contra sí mismo, pidió al chófer que le devolviera a Highclere, donde su esposa le recibió con la más dulce ternura. El conde, decidido a marcharse rápidamente, aceptó descansar algunos días.

Una semana más tarde, reapareció el mismo dolor, más violento todavía. Los soldados heridos habían sido evacuados y el castillo estaba desierto. Por los síntomas, Almina identificó un ataque de apendicitis aguda; consiguió obtener un coche y, con la ayuda de un criado, acompañó a su marido a la capital. En el hospital, diagnosticaron una peritonitis. Carnarvon, casi inconsciente, fue llevado enseguida a la sala de operaciones.

—Ignoro si su marido sobrevivirá —declaró el cirujano.

—¿Se llama usted Howard Carter?

—Exacto.

Al oficial superior no le gustaban demasiado la orgullosa actitud de aquel personaje vestido con un chaquetón y un pantalón de franela; se parecía a un aristócrata acostumbrado a vivir lejos de las realidades del mundo.

—No tiene ya la edad de ir al frente y combatir, señor Carter, pero puede todavía servir a su país.

—Estoy a sus órdenes.

—Se le nombra mensajero del rey y cumplirá estas funciones en Oriente Medio; el Foreign Office le confiará distintas misiones.

—Como guste.

—Ésa no es una respuesta de soldado.

—Soy arqueólogo.

El oficial superior hizo constar un comentario en la columna reservada a la administración militar: «Espíritu independiente, tendencia a la indisciplina. Debe vigilarse».

El 18 de diciembre de 1914, Inglaterra decretó que Egipto no era ya vasallo de Turquía, aliada de los alemanes sino protectorado británico. El 19, el khedive Abbas II Hilmi, de excesivas tendencias nacionalistas, fue depuesto y sustituido por Husayn, que, pese al rimbombante título de sultán, obedecería las órdenes del alto comisario inglés. El Cairo se convertiría en una importante base operacional y el esfuerzo de guerra se impondría, sin miramientos, a la población egipcia. Si era necesario, se aplicaría la ley marcial.

Convocado a las 8.30 h, Carter llegó pasadas las 11. El oficial superior le apostrofó con vehemencia.

—¡Es intolerable, señor Carter! No ha cumplido usted ninguna de las misiones que le han sido confiadas y se burla de las autoridades.

—Recibo consignas absurdas.

—¿Cómo se atreve…?

—Los funcionarios que las distribuyen están encerrados en su oficina y olvidan asomar las narices por la ventana.

—La disciplina y la obediencia son las virtudes principales del soldado; no tiene por qué criticar las órdenes. Espero sus excusas.

—Reconozca, más bien, sus errores. Luego cumpliré mi misión a mi modo y como sea conveniente.

El oficial superior se levantó.

—Está usted destituido, Carter.

Algunos meses después del comienzo del conflicto, no había vencedor. En Europa se iniciaba una interminable guerra de trincheras en la que los soldados morían en abominables condiciones; en Oriente, los turcos habían bloqueado los estrechos. Con libertad de movimientos, Carter había regresado a Luxor, donde distribuía su tiempo entre Raifa y sus visitas a las tumbas reales. El risueño Egipto se sumía en la tristeza y la angustia; la mayoría de las excavaciones estaban cerradas, muchos jóvenes arqueólogos caían en el campo del honor, lejos del sol del Alto Egipto y de sus luminosas piedras.

Carter pasaba largas horas solitarias en el Valle, en aquel Valle que le pertenecía y que no podía excavar con las manos desnudas. El desaliento le vencía; sin la presencia de Carnarvon, sin su conquistadora magia, se sentía abandonado. ¿Por qué se mostraba tan cruel el destino? Cuando se disponía a degustar el fruto ansiado durante tantos años, éste le era brutalmente arrebatado.

Algunos auguraban que la guerra duraría diez años, tal vez más, que Egipto sería invadido por las hordas turcas y alemanas, que los monumentos serían arrasados y las tumbas servirían como depósitos de municiones.

Una fresca mañana de diciembre, Carter pensó en renunciar. Escribiría una larga carta a Carnarvon explicándole que el Valle se le negaba para siempre. Con el corazón en un puño, entró por milésima vez en la inmensa tumba de Seti I y se dejó cautivar por las escenas rituales y los textos esotéricos que cubrían sus paredes. Dioses y diosas le recibieron, pronunciando las palabras de vida grabadas en la piedra, a medida que su mirada se posaba en los jeroglíficos. Sin advertirlo. Carter se identificó con el sol que se zambullía en el otro mundo y afrontaba los misterios de las cámaras ocultas con la esperanza de renacer; el astro moribundo atravesaba doce terroríficas regiones donde reinaban tinieblas, agresivos genios, una serpiente decidida a destruir la luz. El viajero cruzó las puertas y pasó sobre el profundo pozo del que ascendía la energía de las edades primigenias; leyó, en las paredes, el Libro del día y el Libro de la noche, recitó las fórmulas de la apertura de la boca.

Penetró en la sala del oro donde reinaban el alma del sol y el espíritu del faraón, su mensajero, resucitado en el sarcófago; el de Seti I, transportado a Inglaterra, había dejado un vacío cruel. Carter se juró no desnaturalizar nunca una tumba robándole su corazón, esa piedra de regeneración que Egipto no denominaba ataúd sino «proveedor de vida». Levantando los ojos, admiró las representaciones de la diosa del cielo, de los astros, de los planetas y los decanatos; que vencía la muerte, regresaba a la luz de la que había salido y se confundía con el propio origen del universo.

Conmovido, Carter escribió a Carnarvon:

«De un superficial estudio de la mitología y de la religión egipcia podría deducirse que hemos hechos progresos. Pero si tenemos la capacidad de admirar y comprender su arte, perdemos cualquier sensación de superioridad. Nadie dotado de sensibilidad negará que el arte egipcio corporificó lo esencial Con todo nuestro progreso, somos incapaces de percibirlo. Egipto es el horizonte de eternidad, el Valle posee el secreto. Por ello debemos continuar. Permanezco aquí y le espero».