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—Lord Carnarvon no puede recibirle —dijo desdeñosamente la enfermera inglesa.

—¿Está enfermo? —preguntó Carter.

—Por favor, caballero. ¿Con qué derecho…?

—El de su principal colaborador.

La enfermera se encogió de hombros.

—Están prohibidas las visitas.

—Para mí no; anúncieme.

—Ni hablar.

Exasperado, Carter empujó a la cancerbero, abrió la puerta de la habitación y se plantó ante la cama donde reposaba Carnarvon. A su cabecera, velaba Susie.

—¡Salga inmediatamente! —aulló la enfermera.

Febril, con el rostro cansado, el conde se incorporó.

—Calma, señorita; estaba esperando al doctor Carter.

Ofendida, la mujer abandonó la lucha.

—¡Tengo una noticia formidable!

—¿La tumba de Amenhotep I, por fin?

—Mejor aún; ¡el propio Valle! Davis renuncia; es nuestro.

Con los brazos colgando, Carnarvon echó la cabeza hacia atrás.

—Temo que yo también tendré que abandonar.

—¿Qué le pasa?

—Tengo una infección extraña; los médicos no entienden nada.

—Confíe en mí.

Dos horas más tarde. Carter regresaba acompañado por Raifa. La enfermera les dirigió una mirada dubitativa, pero no se atrevió a intervenir.

Carnarvon se sentía demasiado débil para protestar; Raifa le hizo beber agua en la que había soplado un derviche, le frotó la frente con hierbas olorosas y puso sobre su pecho un amuleto que contenía una sura del Corán. Luego cerró las contraventanas, corrió las cortinas y, sin decir una palabra, salió de la habitación.

El conde degustó con apetito su segundo kebab y bebió una jarra de cerveza negra. Susie apreció el cordero asado.

—Recupero el apetito, querido Howard; su curandera es notable.

—Comprenda mi impaciencia… ¿Qué hay de su entrevista con Maspero?

—Nada.

—¿Cómo nada?

—Los deseos de Davis no se han hecho realidad. Oficialmente, conserva la concesión aunque no pretenda hacer trabajo alguno en el Valle.

—¿Y no se lo dijo a Maspero?

—A usted, y sólo a usted. El director del Servicio está convencido de que ha soñado.

—Le juro que…

—Es inútil, Howard; Davis le dio falsas esperanzas.

—Me pareció sincero.

—Es usted un gran arqueólogo pero un lamentable conocedor de la naturaleza humana; su adversario le echó el anzuelo.

—Estoy seguro de lo contrario; Davis está fatigado. Ya no tiene ganas de luchar contra el Valle.

—Deseemos que tenga usted razón.

Durante la temporada 1913-1914. Carnarvon estuvo muy ocupado en El Cairo; siguió de cerca la evolución política de un Egipto que, gracias a una ley orgánica, dispuso de una asamblea legislativa de sesenta miembros elegidos y veintitrés nombrados por el gobernador. Ciertamente, sólo poseía un poden el de crear nuevos impuestos indirectos; pero fue un paso hacia la independencia, cuyo campeón, Zaghlul, no vaciló ya en afirmar su convicción. Deseoso de evitar enfrentamientos directos, Carnarvon multiplicó las entrevistas confidenciales y favoreció los contactos entre los responsables de ambos bandos. Inglaterra se mostró al principio atenta y conciliadora; pero en 1914 la situación se degradó. Las autoridades británicas endurecieron su posición. Varios contingentes de soldados reforzaron la presencia militar extranjera; los cuarteles recibieron material moderno.

El pueblo murmuró. Las diferencias entre naciones europeas no le interesaban, pero los soldados extranjeros, armados de los pies a la cabeza, custodiaban los edificios públicos de las grandes ciudades y desfilaban por un país conquistado.

Carter permanecía indiferente a las convulsiones que se anunciaban. En la primavera de 1914, acudió a la casa de excavación de Theodore Davis para visitar al último de sus ayudantes que todavía trabajaba.

Henry Burton, apodado Harry, era inglés y tenía treinta y cinco años.

Vestido con unos estrictos trajes que su sastre londinense mandaba a «H. Burton, Tumbas reales, Luxor», tenía un rostro severo; nadie le había oído reír ni bromear. Meticuloso, maniático incluso, se empeñaba en que sus cabellos negros estuvieran cuidadosamente pegados a su plano cráneo y que su pañuelo de bolsillo conservara una inmaculada blancura.

Las presentaciones fueron glaciales.

—Howard Carter, arqueólogo de lord Carnarvon.

—Henry Burton, fotógrafo de Theodore Davis; tenga la bondad de entrar.

En las paredes, fotografías de la esfinge, de las pirámides, de las tumbas y de paisajes ingleses en los que el verde césped se alimentaba de una generosa lluvia.

—La casa está un poco desordenada, no he tenido tiempo de arreglarla.

—Perdone esta visita intempestiva; he actuado por un impulso.

—Admitámoslo. ¿Desea usted visitar mi cámara oscura?

—Será un placer.

Carter admiró el material que Burton había instalado; sin duda alguna, era el mejor profesional que actuaba en Egipto.

—¿Puedo invitarle a almorzar, señor Carter? Acaban de entregarme unas salchichas de Oxford, un conejo con setas, cerveza alemana y bicarbonato de sosa.

La comida transcurrió en un ambiente más cordial. Burton reveló, no sin orgullo, que sus clichés se publicaban en el Illustrated London News y que pensaba unirse a la expedición del Metropolitan Museum en Deir el-Baharí.

—¿Volverá Davis a Egipto?

—No. Se ha retirado a su residencia de Newport desde donde me ha enviado sus instrucciones: excavar el área entre la tumba de Merenptah y la de Ramsés VI. He procedido a ciertos sondeos, inútilmente; no dispongo de los hombres ni del material indispensable. Es un combate de retaguardia…, la misión Davis ha terminado.

Carter dominó a duras penas su exaltación; Davis no le había mentido.

—¿Ha leído usted las últimas entregas del Daily Mail y de la Westminster Gazette? Las noticias son desastrosas, querido amigo. En la vieja Europa, las tensiones aumentan; espero que los gobiernos sean lo bastante prudentes como para evitar horribles conflictos.

—Ese mensaje de Davis… ¿Era el último?

—Sin duda alguna.

Un extraño ruido intrigó a los dos hombres. Primero, creyeron que se equivocaban; luego se rindieron a la evidencia: la lluvia, un verdadero diluvio, torrencial, caía con inaudita violencia sobre el Valle de los Reyes y formaba furiosos torrentes que arrastraban lodo y piedra. En menos de una hora, las tumbas de Ramsés II y de Ramsés III quedaron inundadas y obstruidas por los escombros.

—No tendré el tiempo de limpiarlas —declaró Burton, hundido—. Este lugar está maldito.

Carter meditaba a la entrada del Valle cuando dos hombres, de aspecto sombrío, se dirigieron a él. Uno de ellos, Mohamed Abd el-Gaffir, era uno de los informadores que afirmaba conocer el emplazamiento de la tumba de Amenhotep I. Se detuvo a un metro del arqueólogo y le mostró el contenido de su capacho: fragmentos de jarra de alabastro.

—Vendo —declaró con gravedad.

—¿Dónde has encontrado ese tesoro?

El desvalijador frunció el ceño; Carter tenía que ayudarle.

—¿La tumba que me habías prometido?

Abd el-Gaffir bajó los ojos.

—¿Tiene un pozo?

—Sí, en el centro.

—¿Profundo?

—Muy profundo.

Carter estaba exultante: ¡Se trataba de una tumba real!

—Llévame allí.

—Tendrás que pagar.

—Serás recompensado.

—Una cantidad por las jarras, otra por la tumba.

—De acuerdo.

Una breve negociación permitió fijar los precios, luego Abd el-Gaffir condujo a Carter por un sendero a pico, detrás de Dra Abu el-Naga. La sepultura había sido excavada en un vallecillo sombrío y aislado, algo apartado del Valle. Un bloque ocultaba la entrada; el arqueólogo y el ladrón lo movieron trabajosamente. El esfuerzo calmó a Carter, enfebrecido por la idea de penetrar en el sepulcro intacto de Amenhotep I, el creador del Valle de los Reyes.

Cuando la antorcha iluminó la tumba. Carter se reprochó su ingenuidad. Miles de fragmentos de jarras de cerámica y alabastro cubrían el suelo; Abd el-Gaffir y sus acólitos se habían entregado a un pillaje en toda regla antes de negociar aquel esqueleto. Amenhotep I no había escapado a la rapacidad de los buitres.

Despechado, Carter compró para Carnarvon las más hermosas piezas que Abd el-Gaffir conservaba en su posesión y mandó un informe a su patrón; insistió en la importancia arqueológica del hallazgo y en el hecho de que el conde de Carnarvon hubiera identificado el emplazamiento secreto de la última morada de un ilustre faraón.