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Carnarvon se miró en el enorme espejo. Sentado en un confortable sillón, con el pecho cubierto por una inmensa toalla blanca, vio cómo el barbero se inclinaba hacia su mejilla izquierda, la cubría de espuma y levantaba una navaja inglesa que había afilado sobre el cuero.

—¿Está enfermo Ibrahim?

—Un resfriado, señor conde. Yo le sustituyo.

El barbero tenía la mano segura. La hoja se deslizó por la mejilla y la espuma cayó en la bacía de fabricación inglesa también.

—Hace fresco, está mañana.

—No está usted obligado a darme conversación, amigo.

El barbero extendió la espuma por la mejilla derecha.

—No estoy seguro de que el nombramiento de lord Kitchener como cónsul general sea apreciado por los egipcios. Es un hombre duro, que no comprenderá las aspiraciones de nuestro pueblo.

—¿Es usted especialista en política internacional?

La hoja se apoyó en la garganta.

—Debiera usted escucharme, señor conde.

—¿Por qué?

—Porque esta navaja es un arma temible y está usted indefenso.

—La pistola que apunta a su abdomen demuestra lo contrarío; no haga ningún movimiento en falso.

—Seré más rápido que usted.

—El porvenir lo dirá; le escucho.

La hoja se había inmovilizado. La voz del barbero se hizo más sorda.

—Si es usted amigo de Egipto, señor conde, aconseje a Kitchener que no emprenda una represión contra los partidarios de la independencia.

—Me atribuye usted poderes que no poseo.

—Inténtelo, de todos modos; su influencia es considerable. Si lucha a nuestro lado, evitaremos un baño de sangre. De lo contrarío…

La hoja de la navaja desgarró la piel.

—Tenga cuidado, amigo; se está usted extraviando.

La presión cedió.

—¿Quién le envía?

—El pueblo, señor conde. No lo olvide.

El falso barbero se retiró.

Carnarvon se quitó la toalla blanca y acarició sus mejillas impecablemente afeitadas. Si seguían molestándole, tendría que conseguir el arma de fuego que había simulado con los dedos índice y corazón.

En 1912, que iba a ser el año del naufragio del Titanic, Egipto se había vuelto inglés. La vieja tierra de los faraones pertenecía ahora a Gran Bretaña. La operación se había llevado a cabo sin aparentes traumas, gracias a algunos hombres dialogantes entre los que figuraba el quinto conde de Carnarvon.

Howard Carter tenía otras preocupaciones. Daba los últimos toques a un libro que firmaba junto a su patrón. Cinco años de exploraciones en Tebas. La obra demostraba a los especialistas que su colaboración con el millonario británico había producido un trabajo serio, aunque poco espectacular. Carter, con orgullo, ofreció el volumen a Maspero.

—Excelente, Howard; me satisface verle de nuevo como conquistador. Le echo de menos.

—¿Por los robos?

—Exactamente.

—Desvalijan las tumbas, cortan los bajorrelieves, rompen estatuas para poder transportarlas mejor… Las bandas organizadas son cada vez más activas, ésa es la triste realidad. Los clientes son numerosos y ricos.

—¡Lo sé! —clamó Maspero—. Usted habría podido poner fin a ese tráfico. A mi alrededor sólo hay corrupción y laxismo. Por eso he tomado la decisión de proponer una ley contra las excavaciones clandestinas.

—¿Cree que será eficaz?

—Haré vigilar los enclaves y la mano de obra de las excavaciones; a menudo, las medidas más sencillas son las más efectivas.

—Cuente conmigo para ayudarle.

Ambos hombres se estrecharon la mano.

Theodore Davis tuvo un violento acceso de cólera, trató a sus colaboradores de incapaces e imbéciles y, luego, se refugió en su habitación. Nadie se atrevió a entrar en la casa de excavación donde, desde hacía dos temporadas, reinaba una atmósfera siniestra.

Davis no conseguía ya descubrir tumbas intactas. Debía limitarse a limpiar sepulturas conocidas desde mucho tiempo atrás y resolver cuestiones arqueológicas sin interés alguno. Él, el más ilustre de los comanditarios, se estaba convirtiendo en el hazmerreír de sus adversarios y de sus colegas; los miembros de su propio equipo comenzaban a criticarle. Cada día surgían peleas por cualquier cosa; la época de los grandes éxitos quedaba muy lejos. Pero ¿podía renunciar un Theodore Davis?

Hacía quince días que Carter no tenía noticia alguna del Valle. Sólo los turistas recorrían el más célebre paraje donde toda actividad arqueológica parecía haber cesado. Sus informadores callaban; no tenía ya contacto alguno con los gaffirs que afirmaban conocer el emplazamiento de la tumba de Amenhotep 1.

Carter almorzó con Raifa en casa de su amigo pintor. Pese a su insistencia, la joven seguía negándose a posar; verse encerrada en su propio retrato le parecía peor que la muerte. Raifa no hablaba ya de matrimonio; se contentaba con la fidelidad de su amante, con algunos momentos de ternura robados a su trabajo y a su sueño, con un amor sincero que el tiempo no desgastaba. En invierno, no intentaba verle; Carter estaba consagrado a Carnarvon y trabajaba con un encarnizamiento y una constancia que asustaban a sus colegas. Cuando el calor se hacía insoportable, era necesario interrumpir la búsqueda sobre el terreno y entregarse a trabajos de inventario y archivo; entonces se hacía más accesible, aceptaba volver a verla, olvidarse un poco de libros, documentos e informes. Ella conseguía así llevarlo a largos paseos en los que, poco a poco, Carter iba confiándose, confesaba sus amarguras, sus dudas, sus esperanzas.

Su existencia transcurría así, al ritmo del Nilo; así iba tejiéndose su pasión ante la mirada de los genios de la orilla de Occidente.

—Pareces inquieto.

—Un poco cansado, Raifa.

—No te creo.

—Tienes razón, estoy inquieto.

—¿Qué temes?

—El Valle se burla de mí. Está ahí, al alcance de mi mano, y me rechaza. Sin embargo, sabe que lo conozco mejor que nadie; ¿está muerto, Raifa? ¿Ha entregado ya todos sus secretos?

El dueño de la casa les interrumpió.

—Un hombre pregunta por ti, Howard; asegura que es urgente e importante.

—¿Un vecino de Gournah?

—No, un europeo.

Carter pidió perdón a Raifa. El inesperado visitante era Theodore Davis; con el sombrero encasquetado hasta la frente, el negro traje desgastado, los pantalones de montar y las vendas de las pantorrillas polvorientas, casi inspiraba compasión.

—Perdone que le moleste… Quisiera hablar con usted.

Carter no estaba acostumbrado a tales consideraciones.

—Caminemos hacia la colina; estaremos tranquilos.

El sol estaba muy alto; el aire enrojecía las mejillas. Bajo sus pies crujía la arena, la grava y los restos calcáreos.

—Tengo setenta y cinco años, estoy enfermo y cansado; el Valle me ha agotado. Tal vez se venga de mí por haber desvelado todos sus misterios.

—Usted sabe que no es cierto.

—Usted sabe que sí lo es. Carter. Todas las tumbas reales han sido descubiertas.

—La de Tutankamón no.

—Un sencillo escondrijo para un reyezuelo. Las hojas de oro lo prueban. Pese a nuestra rivalidad, le estimo y puedo asegurarle, sin ningún doble sentido, que estoy convencido de ello. Tutankamón fue inhumado en aquella modesta tumba. Los ladrones deben de haber destruido el sarcófago y la momia. No se empecine en una búsqueda inútil; su talento merece algo mejor. Hay cincuenta parajes inexplorados esperándole.

—Tengo cita con Tutankamón y cumpliré mis compromisos.

—Como quiera… Yo le cedo el tumo.

Carter, estupefacto, se inmovilizó.

—He tomado la decisión de abandonar Egipto y renunciar a mi concesión. A mi edad, es conveniente descansar un poco.

A Carter le costaba contener su júbilo.

—¿El Valle…, el Valle está libre?

—Tenga un poco de paciencia; hay que cumplir ciertas formalidades. Pero, efectivamente, pronto lo estará.

El inglés cerró los ojos.

—¡Es…, es fabuloso!

—No se alegre tan deprisa. Por una parte, no tal vez no consiga usted sustituirme; por la otra, sólo obtendría un estuche vacío. El Valle ha entregado ya todos sus tesoros.

—Imposible.

—Yo le he avisado.