La sala trasera del café estaba llena de humo y hedía a ajo; Carnarvon se sentó a una mesa en la que dos clientes habían abandonado sus tazas de café. El aristócrata, con su chaqueta de sarga azul y su pantalón arrugado, no se parecía a un turista acomodado. Pidió té a la menta, que no pensaba consumir, y aguardó la llegada de Démosthène.
El coloso barbudo seguía fiel a su sombrero blanco, a su levita negra y a su pantalón rojo. Un camarero le sirvió enseguida un licor a base de semillas de cáñamo y cubrió la puerta con unas cajas.
—Ya estamos tranquilos, lord Carnarvon.
—¿Por qué deseaba verme con tanta urgencia?
Démosthène bebió un trago de su droga favorita, sus manos temblaron. Sus hinchados párpados acentuaban su aspecto enfermizo.
—Porque está usted en peligro de muerte.
—Desagradable noticia. ¿Hipótesis o certidumbre?
—Molesta usted, señor conde. A algunos egipcios de alto rango no les gustan demasiado sus intervenciones, y a algunos ingleses con intereses financieros en el país, menos aún.
—Siempre te traicionan los tuyos, querido Démosthène. ¿Ha tenido noticias de intenciones más… precisas?
—No, sólo persistentes rumores; eso merece un bakchish, ¿no?
—Sin duda alguna.
Un fajo de libras esterlinas cambió de manos.
—La comisión será más consistente si sus informaciones son más completas.
—Imposible, señor conde. Mi miserable piel me importa mucho; le he avisado porque me es usted simpático. Ahora es su tumo.
Démosthène apuró su copa y salió del café titubeando.
A la misma hora, en una casa de adobe de Gournah, Howard Carter tomaba café con uno de los gaffirs del Valle de los Reyes que Davis había contratado para vigilar su última excavación.
El hombre, de unos cincuenta años, era uno de los más temibles ladrones del clan Abd el-Rassul, que le ofrecía una protección eficaz. Gracias a su apoyo, el gaffir podía poner en circulación algunas piezas hermosas que los arqueólogos desdeñaban.
—¿Dónde está Davis?
—Explora rincones desconocidos del Valle.
—¿Con éxito?
—Cada vez está más rabioso; Dios le ha arrebatado la suerte. ¿Desea usted adquirir estas piedras?
El gaffir desplegó un gran pañuelo. Aparentemente, sardónices y cornalinas grabados; en una de ellas, una escena de jubileo mostraba a Amenhotep III, padre o abuelo de Tutankamón, y a su esposa Tiyi bajo las formas de una esfinge alada.
Para Carter, comenzaba lo más difícil: la negociación duraría varias horas.
Carnarvon examinó el pequeño tesoro que Carter le ofrecía; tener aquellas joyas antiguas en la palma de la mano, sopesarlas, tocarlas con la yema de los dedos le procuraba un auténtico placer.
—Felicidades, Howard. ¿Un tesoro de Amenhotep I?
—Lamentablemente, no. Pero procede del Valle.
El conde frunció las cejas.
—Según creo, no tenemos derecho a excavar allí.
—Comprar no está prohibido.
—¿Y Davis lo permite?
—Davis está muy deprimido: ningún descubrimiento desde hace dos años, malas publicaciones, un equipo que se disloca. Creo que está a punto de abandonar.
Carnarvon retorció algunos pelos de su mostacho.
—Si le comprendo bien, la operación «Valle de los Reyes» ha comenzado ya.
Carter sonrió.
—El ideal es el único fuego que no se apaga nunca; deme los medios para alcanzarlo y le convertiré en un hombre colmado.
—Curiosas frases, Howard; ¿no soy yo el millonario?
—Olvida usted que Tutankamón y sus tesoros estarán pronto al alcance de mi mano.
—¿Y su famosa tumba de Amenhotep I?
—Le sigo el rastro.
Theodore Davis irrumpió en el despacho donde Maspero hablaba con lord Carnarvon; el egiptólogo francés se levantó.
—¿Qué significa esta intervención, señor Davis?
—¿Por qué está aquí el conde de Carnarvon?
—Mis citas sólo me incumben a mí.
—Voy a decírselo, Maspero: Carnarvon quiere obtener la concesión del Valle de los Reyes y despojarme de mi excavación.
—¿Y si fuera cierto? Es usted un hombre de edad y fatigado ya, señor Davis; tantos años pasados en el Valle han agotado su curiosidad.
El redondo rostro de Theodore Davis se puso rojo de cólera.
—Ese maldito Carter actúa a través de usted… Quiere el Valle pero no es lo bastante rico para comprarlo. Tenga la seguridad de que nunca lo obtendrá.
Maspero intentó mostrarse conciliador.
—¿Y qué importa eso? No hay ya nada que encontrar allí; sus excavaciones lo han demostrado definitivamente.
—No importa; no quiero que Carter toque un solo guijarro del Valle.
—¿Por qué tanto odio? —interrogó Carnarvon.
La pregunta sorprendió a Davis. Encendió un cigarrillo y paseó de un lado a otro.
—Porque… ¡Porque es Howard Carter!
—No es una gran razón —consideró Maspero.
—Perturba el sistema, trastorna las costumbres, se empeña en seguir las huellas de un rey sin interés alguno y de una tumba que no existe. Ese tipo tiene un carácter imposible… Cree que el Valle le pertenece desde siempre. Es un caso para el psiquiatra.
—¿Y si tuviera razón? —sugirió Carnarvon.
Desconcertado, el americano dio un puñetazo en la mesa.
—Mientras yo viva. Carter no dará ni un solo golpe de pico en el Valle. No tiene usted derecho a reclamar mi concesión, señor Maspero.
—Es cierto, pero…
—Ninguna de las tumbas que he excavado lo ha sido de un modo definitivo. Así pues, volveré a empezar; ¿quiere usted ciencia? ¡La tendrá! Registraré, metro a metro, mis sepulcros. Entonces, Carter comprenderá que nunca abandonaré el lugar.
Davis salió de la oficina dando un portazo.
—Lo siento —dijo Maspero—; esperaba una mayor comprensión.
—¿Qué puede hacerse?
—Desgraciadamente, nada. El Valle pertenece a Davis.