Howard Carter hojeó la obra de Davis, soltó una carcajada y la arrojó por la ventana de la habitación del hotel donde lord Carnarvon le ofrecía el té.
—Desapruebo su gesto, Howard. Por una parte, podría usted herir a un inocente; por la otra, un libro merece más respeto.
—¡Eso no es un libro sino un montón de estupideces! ¿Ha visto el título? ¡La tumba de Tutankamón! Ese estúpido americano se empecina. Y no es eso todo: ¡Ha obtenido la colaboración de Maspero!
Carnarvon degustó un buñuelo de pasable calidad.
—El director del servicio se ha limitado a redactar unas páginas sobre la vida de Tutankamón, es decir, sobre la nada.
—De todos modos, deseo verle y decirle lo que pienso.
—Su té se está enfriando.
—La mentira es insoportable.
—La humanidad también, Howard.
—Davis es un coloso con los pies de barro. A Gorst no le gustó demasiado su frustrada puesta en escena; no se molesta a un cónsul general para enseñarle una máscara de yeso y unos trapos viejos. Si el americano no sigue descubriendo, por lo menos, una tumba al año, su crédito puede verse menoscabado.
Los círculos científicos despreciaban a Carter y detestaban a Davis. Reprochaban a este último el carácter apresurado de sus publicaciones y la ridiculez de su reciente obra; evidentemente, no podía tratarse de una tumba real, ni siquiera la del oscuro Tutankamón. En opinión general, el americano había dado un paso en falso.
Carter dirigía con entusiasmo su propio equipo; ningún éxito notable coronaba sus esfuerzos. Ciertamente, había exhumado una tablilla de madera cubierta de un texto que relataba la guerra de liberación librada por el rey Kamose contra los hicsos, invasores asiáticos que habían ocupado el país al final del Imperio Medio. El valor histórico de aquella modesta reliquia, a la que Carter denominó «tablilla Carnarvon», divirtió por algún tiempo al dueño de Highclere; distribuía su tiempo entre breves estancias en la excavación y largas citas con personalidades egipcias. «Lordy» iba convirtiéndose poco a poco en un personaje clave del país; todos apreciaban su sentido de la diplomacia, su capacidad para escuchar y su conocimiento de los expedientes. El Foreign Office, que chocaba a veces con la independencia de espíritu del quinto conde de Carnarvon, se alegraba sin embargo de su franqueza y su lucidez.
A algunos miembros del gobierno de Su Majestad les satisfacía que un observador de su calidad vigilara las actuaciones del cónsul general; a veces los altos funcionarios destinados en el extranjero se creían tiranos.
La red de espionaje de Carter funcionaba a las mil maravillas. Gracias a los guardianes del Valle, a los que conocía desde hacía mucho tiempo, seguía paso a paso las excavaciones de un Davis cada vez más agitado. El americano no se recuperaba de su desastrosa actuación; como represalia, había despedido a varios miembros de su equipo y excavaba encarnizadamente cada montículo y cada falda de colina. Probaría, una vez más, que era el mejor y que sólo él era capaz de descubrir nuevas tumbas.
Terminaba febrero de 1908 cuando un gaffir, jadeante, advirtió a Carter de que el equipo de Davis estaba a punto de entrar en una sepultura no violada. El inglés abandonó su propia excavación y se dirigió apresuradamente al Valle.
Davis, con el cigarrillo en los labios, le miró desdeñosamente.
—¡Aquí está usted. Carter! Alégrese; esta vez ya tengo a su maldito reyezuelo.
El americano hizo traer unas hojas de oro halladas en el umbral del hipogeo. Carter leyó los nombres de Tutankamón y de su sucesor, Ay, cuya sepultura había sido identificada.
—Eso no demuestra nada.
—¡Ya verá!
Fueron necesarios tres días para quitar los restos de piedra que llenaban la vasta tumba real a la que se accedía por una amplia escalera. A medida que los obreros iban evacuando los escombros, Davis sacaba a la luz admirables pinturas murales con sus colores intactos; su brillantez y frescura podían hacer creer que acababan de pintarse. Pero el americano sólo veía un detalle: el nombre del faraón propietario del lugar, en el que no quedaba tesoro alguno. No se trataba de Tutankamón, sino de Horemheb.
Carter estaba radiante de júbilo.
Horemheb, general en jefe bajo el reinado de Akenatón, había seguido ocupando su puesto cuando Tutankamón había tomado el poder. Muy poderoso también durante los dos cortos años en que el viejo cortesano Ay se había convertido en dueño de las Dos Tierras, Horemheb había subido por fin al trono. La tumba número 55, atribuida a Akenatón, y la tumba de Ay no habían sido destruidas por Horemheb; ¿por qué entonces habría ejercido una ciega venganza contra Tutankamón? A menos que el joven rey se hubiera hecho culpable de una fechoría que justificara la desaparición de su nombre y la destrucción de sus monumentos.
Davis acumulaba las sandeces. No sólo no redactaba informes científicos sobre sus excavaciones, sino que, además, prohibía a sus ayudantes que los publicaran; cada vez se levantaban más voces contra los apresurados métodos del americano.
El invierno de 1909 había comenzado mal para Carnarvon. Cediendo a la petición de Carter, convencido de haber agotado el enclave de Deir el-Bahari, aceptó abrir una nueva excavación en el Delta, donde a veces se exhumaban espléndidas estatuas. Cruel fracaso y días perdidos, a causa de una estación fría y húmeda en las regiones donde los templos habían sido desmontados piedra a piedra: con el regreso el calor, el equipo había intentado trabajar cerca de Sais, pero una invasión de cobras se lo había impedido.
Mientras Carnarvon, tras numerosas entrevistas con políticos de El Cairo y Alejandría, regresaba a Inglaterra, Carter se dirigió a Luxor. No le había llegado mensaje alguno; sabía ya que, por primera vez, la temporada de excavaciones de Davis se había revelado por completo infructuosa. Desdeñando el centro del Valle, el americano había explorado en vano los torrentes y los acantilados que bordeaban el Valle por el oeste, antes de perderse en pequeños vallecillos, igualmente estériles.
Despechado, con el rostro huraño, Theodore Davis afirmaba a quien quisiera oírle que el Valle de los Reyes sólo ocultaba ya montículos de arena.
Lady Carnarvon veía, con temor, cómo se aproximaba el final del otoño de 1910. George Herbert pronto haría que le prepararan las maletas.
—¿Te ha gustado el concierto?
—¡Horroroso! El tal señor Stravinski y su Pájaro de fuego forman un jaleo que no tiene excesiva relación con la música. Todavía me zumban los oídos.
—Pareces cansado.
—La humedad me corroe. Es tiempo ya de marcharme a Egipto.
—Tu hija se quejará de nuevo de esa larga ausencia.
—Evelyn es sensible e inteligente; comprende mis verdaderas razones.
—No estoy tan segura.
—Ya verás… Algún día, compartirá mi amor por Egipto.
Lady Carnarvon dejó de luchar. Nadie era tan obstinado como su esposo.
Carter aguardaba a su patrón en el andén de la estación de Luxor. Por el brillo de sus ojos, el conde supo que su arqueólogo había obtenido un hermoso éxito. Hacía ya tiempo que ambos hombres evitaban las trivialidades y se comprendían con una sola mirada. Susie manifestó su alegría lamiendo las manos de Carter.
—¿Una tumba?
—La del fundador del Valle de los Reyes, señor conde. Me sumí en el estudio del Papiro Abbott y tengo la seguridad de que la sepultura de Amenhotep I está al alcance de la mano. Sería un descubrimiento fantástico.
—¿Ha olvidado a Tutankamón?
—Penetraremos en dos tumbas intactas.
—Qué optimismo. ¿Y qué le está frenando?
—Tengo ciertos contactos con unos informadores… Difíciles de manejar.
Carnarvon frunció las cejas.
—Dicho de otro modo, unos desvalijadores. Tenga cuidado, Howard; Susie se ha acostumbrado a su compañía y no le gustaría perderle de un modo brutal.