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Davis, súbitamente despierto como en su mejor edad, llevó a Carter hasta la colina situada sobre la tumba de Seti II. A la entrada de «su» nuevo hallazgo, montaban guardia unos obreros.

El inglés, tan nervioso como intrigado, contuvo unas lágrimas de desesperación.

—Entre, Howard, y véalo usted mismo.

Carter avanzó; aceptando la invitación del americano, certificaba su éxito. Lo que vio le dejó asombrado.

—¡Pero… si es un simple escondrijo!

—En apariencia —respondió Davis—. Sea más científico, querido colega.

Carter entró en la pequeña estancia excavada en la roca; no medía mucho más de un metro de lado y su altura apenas llegaba a dos metros. En el suelo, vasijas y bolsas.

—No es una tumba real —consideró Carter, aliviado.

—¡Claro que sí! Examine la tapa de esta jarra.

El inglés leyó los jeroglíficos: el modesto objeto había sido sellado con el nombre de Tutankamón.

—Extraigamos juntos la conclusión —propuso Davis—: Acabo de descubrir la tumba del pequeño monarca y de resolver así un irritante enigma.

Carter se indignó.

—¡Su posición es estúpida! Es un escondrijo, Davis, y nada más. ¡Ninguna tumba real se parece a esto!

—Cálmese y reconozca su derrota; ¿no es el fair-play una especialidad británica?

—¿Dónde está el sello de la necrópolis real? ¿Dónde está el sarcófago? Si sigue defendiendo sus tonterías, los más ignorantes egiptólogos se reirán en sus narices. Déjeme examinar el contenido de las jarras.

Davis convirtió su cuerpo en una muralla.

—Ni hablar. Venga mañana a la recepción que organizo en mi casa de excavación y conocerá, por fin, el tesoro de Tutankamón.

Davis no se había reído de tan buena gana desde hacía veinte años.

Las habitaciones de la casa de excavación habían sido barridas, el despacho y el almacén de antigüedades ordenados, la cocina y el comedor fregados con gran profusión de agua, sin consideración alguna por el precioso líquido. El equipo de Davis, al completo, se mantenía firme ante la oficina del guarda.

El americano fumaba cigarrillo tras cigarrillo paseando de un lado a otro. Con un papirotazo, se limpiaba la ceniza que no dejaba de caer sobre su traje negro. El sucesor de lord Cromer, sir Eldon Gorst, cónsul general de Inglaterra, se estaba retrasando ya más de media hora.

Howard Carter se mantenía algo aparte; fue el primero que vio la calesa ascendiendo lentamente por el camino. Theodore Davis corrió al encuentro del dueño oficioso de Egipto; con su cooperación, se convertiría en el más célebre de los arqueólogos y podría trasladar a Estados Unidos las más hermosas piezas arrancadas al desierto.

Davis presentó los miembros de su equipo al ilustre visitante, evitó a Carter, e hizo el elogio de un personaje que el británico veía por primera vez.

Herbert E. Winlock, conservador adjunto del departamento de egiptología del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, venía a negociar la compra de antigüedades. Casi calvo, muy bajo, con la mirada vivaz, se movía sin cesar; algunos de sus colegas le comparaban a un gnomo y temían su espíritu crítico y sus acerbas salidas. Con buen humor, Winlock alabó las excelentes relaciones entre su país e Inglaterra y deseó que el almuerzo satisficiera el paladar de su huésped.

Davis, Winlock y el cónsul general intercambiaron muchas trivialidades en la mesa de honor, colocada en el exterior de la casa de excavación, mientras Carter, sin apetito, mordisqueaba algunos bocados con los miembros del equipo americano. En cuanto el ágape terminó, Davis hizo traer las jarras y las bolsas depositadas en la tumba de Tutankamón, que había descrito a sir Eldon Gorst sin obligarle a una visita muy poco interesante.

El excavador americano se lanzó a un embrollado discurso en el que presumía de ser el primero en desvelar un antiguo tesoro ante un personaje oficial cuya cultura le permitiría apreciar el acontecimiento en su justo valor.

Davis quitó la tapa de la primera jarra, sellada con barro seco y pedazos de papiro; sacó una pequeña máscara pintada de amarillo para imitar el color del oro. Brotaron algunos aplausos. Alentado, Davis vació una segunda jarra; sólo contenía vendas de tela. El americano pasó luego a una tercera jarra de la que sacó fragmentos de huesos de pájaro y otros animales pequeños. Molesto, prosiguió a un ritmo acelerado. El botín era miserable: restos vegetales, fragmentos de alfarería, trapos, collares de flores, natrón. Ninguna joya de oro.

—La arqueología es un arte —dijo el cónsul general—; unas veces lleva al éxito, otras al fracaso. Sin duda, señor Davis, la próxima vez será más afortunado; sólo recordaré algo de mi visita: la comida ha sido correcta.

Cuando la calesa hubo desaparecido tras una nube de polvo, el americano arrojó su sombrero al suelo y lo pisoteó.

El sol se ponía tras la casa de excavación abandonada por Davis y su equipo. Herbert E. Winlock se inclinó sobre el pobre tesoro que sir Eldon Gorst había despreciado.

—¿Piensa comprar esos despojos? —preguntó Carter.

—No soy su enemigo y aprecio su trabajo. A Davis sólo le gusta el gran espectáculo, esos miserables objetos cuentan una historia. Usted puede comprenderla.

Intrigado, Carter se arrodilló junto a Winlock.

—Mire bien… Esas vendas debieron de ser cortadas durante la envoltura de la momia real. Con estos trapos, un sacerdote limpió el cuerpo. El natrón era utilizado durante la momificación; mientras se celebraba la ceremonia, se rompían unas jarras para aniquilar mágicamente las fuerzas de las tinieblas.

—El entierro de Tutankamón… Ésta es la prueba.

—Eso creo; las inscripciones que subsisten nos ofrecen una indudable identificación.

—¿Y lo demás?

Winlock reflexionó, sopesó algunas osamentas.

—¿No se tratará de restos de una comida? Durante el banquete celebrado por los participantes en los funerales, éstos comían aves.

Carter contempló con nuevos ojos los collares florales, las ramas de acacia y las flores de aciano.

—Los ornamentos vegetales intervenían obligatoriamente en el ritual…

—Ni siquiera falta el último detalle.

Winlock mostró una escoba de caña.

—Cuando el banquete hubo terminado, un sacerdote utilizó este objeto para borrar las huellas de los pasos de los invitados y abandonar la tumba al silencio eterno.

El poniente aureoló de rosa anaranjado las cercanas colinas del Valle de los Reyes.

—Un descubrimiento único. Carter: los restos de la última comida en honor de su Tutankamón. Me los llevo a Nueva York y demostraré la validez de nuestra hipótesis.

—¿Ha dicho usted… nuestra?

—Empecínese, amigo. Ahora es ya seguro que Tutankamón fue enterrado en el Valle.