Carnarvon y Carter cenaron en el Luxor Hotel; el otoño de 1907 era suave y luminoso.
—El pichón está algo duro, querido Howard, y a usted le falta apetito. ¿Acaso se lo ha hecho perder el Valle de los Reyes?
—Davis es un iconoclasta.
—Su reputación no deja de aumentar; una tumba inédita por año es un buen resultado.
Carter plantó su cuchillo en el pichón asado; temía que, a aquel ritmo, el americano diese por casualidad con la tumba de Tutankamón y la destrozara con su habitual desenvoltura.
—Davis acumula gran cantidad de escombros y no tiene respeto alguno por el arte egipcio. Si sigue así, acabará destruyendo el enclave.
—¿Por qué no solicitamos la concesión del Valle?
—Maspero no nos la concedería nunca; Davis paga muy bien y obtiene excelentes resultados.
—Sigue usted obsesionado por Tutankamón… Por cierto, ¿qué significa su nombre?
—«Símbolo viviente del dios oculto».
—Viviente, es alentador, oculto, es molesto. ¿Durante cuánto tiempo reinó?
—Nueve o diez años.
—¿Casado?
—Con una hija de Akenatón.
—¿Hijos?
—Probablemente no.
—¿Acciones brillantes?
—No se conoce ninguna, salvo la estela descubierta por Legrain hogaño. Tutankamón se presenta como un monarca poderoso, justo y generoso.
—Las alabanzas clásicas. ¿Por qué ha desaparecido de la historia?
Carter tropezaba con ese insoluble problema.
—Estoy seguro de que descansa en el Valle.
—Sin apartarle de su ideal, querido Howard, me gustaría que pensara más en nuestra exploración común; estoy impaciente por ver algunas estatuas hermosas en los pasillos de Highclere.
Mientras su arqueólogo dirigía la maniobra, el conde de Carnarvon se entrevistaba, en un salón del Winter Palace, con un envarado personaje llegado de Londres como turista. Su pertenencia al Foreign Office, ostentosamente lucida de ordinario, sólo era conocida por su interlocutor. La entrevista que había solicitado estaba justificada; en una aldea del Delta, algunos oficiales ingleses que cazaban pichones se habían equivocado de blanco y habían matado a una anciana campesina. El incidente había provocado un motín, seguido por una severa represión. Por lo general, la calma se restablecía enseguida; pero esta vez, las reacciones populares se endurecían y las relaciones entre el gobierno egipcio y la administración británica se envenenaban. Mustafá Kamil, un periodista de formación francesa, y anarquista por lo tanto, se había empecinado en reorganizar un Partido Nacional que predicaba la evacuación de las tropas inglesas. Afortunadamente, había muerto antes de sembrar mayor agitación.
La evocación de aquellos acontecimientos no dejó indiferente a Carnarvon. Por su parte, Susie enseñaba los dientes.
—Estos dramas son el preludio de graves trastornos —profetizó.
—Lord Cromer, nuestro alto comisario, ya ha restablecido el orden.
—Con una inaceptable violencia, que engendrará más violencia.
—¿Cree usted que su acción…?
—Cromer es un obtuso y no comprende en absoluto la evolución de este país. Su marcha sería una noticia excelente.
—Esa hipótesis ha sido considerada ya en las alturas. Como experto…
—Estoy muy a favor.
—¿Y qué aconseja luego?
—Aflojen las riendas.
—El laxismo no es una política.
—La represión tampoco.
El emisario, turbado, abrevió sus vacaciones. La situación resultaba más peligrosa de lo que había imaginado.
Los ayudantes de Theodore Davis llamaron a su patrón. Tras haber despejado una sepultura llena hasta el techo de barro seco, resultado de las lluvias torrenciales que caían a veces sobre el Valle, acababan de extraer de su ganga una figurilla desprovista de inscripciones y un cofrecillo de madera. Aunque estuviera roto, el americano debía sacar de él las hojas de oro que contenía.
Davis hizo una mueca. Una tumba minúscula, un modesto tesoro… Reuniendo los fragmentos de hojas de oro, vio aparecer un faraón en su carro, luego el mismo rey rompiendo la cabeza de un libio con su maza mientras su esposa le alentaba.
—Mediocre —afirmó—. ¿Qué significan los jeroglíficos?
Nadie era capaz de descifrarlos.
—Podríamos pedir ayuda a Carter —propuso uno de los asistentes.
Davis no vaciló; como había prometido al inglés advertirle de los descubrimientos más importantes para preservar un entente cordiale, lo mejor era avisarle enseguida. Además, traduciría el texto.
Howard Carter acudió. Al contemplar las hojas de oro, identificó enseguida un trabajo de la decimoctava dinastía; su voz se quebró cuando leyó el nombre del faraón guerrero y cazador.
—Tutankamón…
Por décima vez, Carter explicó a Carnarvon que la estatuilla, la caja de madera y las hojas de oro habían sido robadas de la tumba de Tutankamón antes de ser depositadas en una tumba abandonada, a la que el arqueólogo dio el número 58.
—Tutankamón y su esposa, ante mis ojos, espléndidos, resplandecientes… ¡Esta vez no hay duda alguna! El rey está en el Valle. Y Davis, ese incapaz, está acercándosele.
—No quisiera aguar sus convicciones, Howard, pero esos objetos de oro prueban, más bien, el robo de una tumba real que su preservación. A mi entender, es un indicio desastroso.
—¿Cómo…, cómo se atreve a utilizar ese argumento?
—Temo tener razón.
—Rechazo esa razón.
Durante las jornadas que siguieron a esa entrevista, que terminó bruscamente, Carter demostró un ardor que agotó a sus obreros; los canastos se llenaban y vaciaban en vano. Tras unos prometedores comienzos, la misión se había estancado. Cuando la emprendía con la parte baja de una colina, donde los montones de restos calcáreos permitían esperar una sepultura recubierta, Carter topó con un guasón Theodore Davis. Con el sombrero encasquetado, el pañuelo blanco resaltando sobre su traje negro, el americano se bamboleaba como si estuviera ebrio. Carter enderezó su pajarita y plantó cara. Davis se divirtió dibujando círculos en la arena con su bastón.
—Es usted un buen tipo, Howard; supo mantener la boca cerrada y yo cumplo mis compromisos.
—¿Una nueva tumba?
Feroz, el americano sonrió.
—Excelente intuición.
Una gota de sudor corrió por la frente de Carter.
—¿Intacta?
—Más o menos.
—¿Un rey?
—Éste.
Davis se sacó del bolsillo un pedazo de tejido en el que se leía: «Tutankamón, año 6». Poco a poco, el misterioso faraón salía de la oscuridad.
—¿De dónde procede esa tela?
El americano levantó su bastón, como un director de orquesta.
—¿No lo ha entendido todavía? De la tumba de Tutankamón, naturalmente.
—¡Imposible! —aulló Carter, dolorido hasta el alma.
—¡Vamos, querido colega! Tiene que rendirse a la evidencia. Venga a visitar su famosa tumba; yo le precedo.