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Los techos de cedro estaban adornados con centenares de motivos que dibujaban, en la madera, suras del Corán; aquel trabajo, de extremada finura, había exigido la cooperación de una decena de escultores que se habían consagrado a la tarea durante más de cincuenta años.

—¿Le gusta mi casa, señor Carter?

—La admiro.

Ahmed Bey Kamal, sensible al cumplido, pegó su ojo derecho al catalejo astronómico que le permitía observar la salida de la luna del ramadán.

—Esta vieja casa es propicia al recogimiento; por eso he reunido en ella los libros y documentos heredados de mi familia.

Ahmed Bey Kamal era un erudito modesto que se complacía en el estudio de documentos raros; poco hablador, abría su puerta con parsimonia.

—¿Por qué ha venido usted a turbar mi soledad, señor Carter?

El británico vaciló; en ciertas circunstancias, la sinceridad se confundía con la grosería. Pero no sabía mentir.

—Afirman ciertos rumores que está usted a punto de publicar una obra sorprendente.

Su título exacto es: El libro de las perlas enterradas y del precioso misterio sobre indicaciones, escondrijos, hallazgos y tesoros. Afirman los rumores que es usted un desvalijador de tumbas.

Carter se levantó, ultrajado.

—Soy arqueólogo y deseo resucitar a un olvidado faraón. ¿Es acaso una infamia?

El tono de Ahmed Bey Kamal se suavizó.

—¿Qué desea usted saber?

—¿Menciona el libro la existencia de una tumba real cuidadosamente disimulada?

El erudito consultó su manuscrito.

—La tradición habla de una tumba oculta en la montaña; quien llegue al lugar tendrá que hacer fumigaciones y cavar el suelo. Descubrirá una placa provista de una anilla de bronce; tras haberla levantado, bajará a un subterráneo y cruzará tres puertas. La tercera da a una gran sala donde hay doce armarios llenos de piezas de plata, armas y objetos preciosos. Ante el más alto, una piedra preciosa ilumina como una lámpara encendida; a su lado, una llave. Quien la utilice para abrir el armario conocerá una celestial alegría: se le aparecerá un rey tendido en un lecho de ébano, adornado de oro y con perlas incrustadas. Junto al cuerpo, todas las riquezas de Egipto.

Las manos de Carter temblaban.

—¿Es más preciso el manuscrito?

—Mucho me temo que no.

—¿Ni la menor indicación geográfica? ¿El nombre del faraón?

Ahmed Bey Kamal movió negativamente la cabeza.

Carter instaló su casa de excavación en una plataforma que dominaba una encrucijada de caminos, a veinte minutos a pie del Valle de los Reyes: cuadrada y construida en ladrillo, la modesta morada daba al paraje de Dra Abu el-Naga. Tumbas y templos, construidos en el desierto, guardaban la memoria de desvanecidos fastos; los campesinos respetaban el lindero de los cultivos como una frontera sagrada.

El arqueólogo se levantaba temprano; salía de su alcoba, con el techo en forma de cúpula, y empujaba la puerta, una pieza auténtica procedente de un cottage inglés y provista de una cerradura de Suffolk en la que tenía entera confianza. Tras haberse alimentado con frutos secos, té, una torta y un amanecer del que nunca se saciaba, Carter caminaba hasta Deir el-Bahari, elegido como primer paraje de las «excavaciones Carnarvon».

Aquella mañana, en el décimo día de trabajo, comenzaba de nuevo la lenta letanía de los porteadores de cestos llenos de escombros; por orden de Carter, cavaban, limpiaban y vertían los restos en un lugar apartado. Carnarvon llegó a media mañana; apoyado en su bastón, con la mano diestra en el bolsillo de su traje gris, observó el vaivén de los obreros. Con un rigor militar, Carter resumió los trabajos de la víspera.

—Este país nunca carecerá de polvo.

—Ni de tumbas, lord Carnarvon. Creo que nos estamos acercando.

—¿Una sepultura ya?

—¿No exige usted resultados?

—He aprendido a ser paciente. ¿Debo confesarle que me sorprende usted?

—No sea demasiado optimista; acabamos de despejar la entrada. ¿Puedo rogarle que entre, como propietario, en una tumba intacta?

El panteón albergaba varios sarcófagos; uno de ellos, de un blanco brillante, estaba cubierto por un velo. A sus pies, una corona de flores. Carnarvon, conmovido, la recogió.

—Significa que el muerto ha tenido éxito en su resurrección —precisó Carter.

—Yo comienzo a tener éxito en la mía.

Carter espoleó a su asno y entró al galope en el Valle de los Reyes. 1907 comenzaba muy mal, porque el equipo de Theodore Davis presumía de haber descubierto una tumba extraordinaria. Cuando aquel tipo de noticias circulaba, Carter acudía enseguida al lugar.

Davis, con su polvoriento traje, estaba ante la entrada. Bien plantado sobre sus cortas piernas, con su conquistador bigote, apostrofó al intruso.

—Si no estoy mal informado, Carter, usted no es ya inspector del Servicio. Su presencia aquí no es obligatoria; ¿ignora usted que Weigall le ha sustituido?

—Es un incapaz. ¿A quién pertenece la sepultura?

La redonda cara del americano se iluminó con una sonrisa.

—Amo a las reinas y las reinas me aman. Mire, querido amigo, mire.

Nerviosamente, el antiguo abogado apartó los restos de piedra y se inclinó para entrar en un corredor donde yacían unos paneles de madera cubiertos de oro fino.

—Estas piezas están muy deterioradas; será necesario restaurarlas enseguida. De lo contrario, se convertirán en polvo.

—Adelante, Carter; hay algo más interesante.

En el suelo de la cámara funeraria había un ataúd de oro. Incrustado de piedras semipreciosas, no tenía ya rostro. Se había procurado impedir cualquier identificación.

—Es la reina Tiyi, la real esposa de Amenhotep III y madre de Akenatón, el herético. El más hermoso hallazgo nunca efectuado en el Valle.

—Conclusión apresurada, señor Davis. Es preciso anotar la posición de los objetos, fotografiar, no olvidar detalle alguno…

—Yo soy el patrón aquí, y es mi tumba. Lárguese.

Carter dio a la tumba el número 55. Pese a sus consejos, Davis había realizado la excavación de un modo desastroso. Ningún informe arqueológico, ninguna tentativa de restauración y, coronándolo todo, una «limpieza» antes de hacer fotografía. Puro vandalismo oficial, que Maspero y sus inspectores olvidaban sancionar.

Cuando un ladronzuelo de Gournah le ofreció un bote lleno de hojas de oro y una parte del collar de oro de la momia. Carter supo que tenía al alcance una hermosa revancha. Compró los objetos a buen precio y se dirigió a casa de Davis, turbándole la siesta.

—¡Me molesta usted. Carter!

El inglés depositó las preciosas reliquias a los pies del americano.

—Está en venta.

—¿De dónde lo ha sacado?

—Algunos miembros de su equipo le roban y desvalijan las tumbas que están excavándose. Le traigo sus bienes.

Davis encendió un cigarrillo y se quemó el índice olvidando apagar la cerilla.

—¡Se…, se lo compro!

—No me atrevía a esperarlo… Su contribución será bienvenida.

Cuando Carter dio media vuelta, el americano intentó retenerle.

—Cuento con su discreción.

—¿Por qué?

—Mi reputación… La de mi equipo…

Carter se volvió y miró fijamente a su interlocutor.

—Exijo la verdad. ¿Quién está en el sarcófago?

Davis apretó los puños.

—Los expertos se contradicen. Para los unos, se trata de un cuerpo de hombre, para los otros, de mujer… Estoy seguro de que es la reina Tiyi.

Carter tomó a Davis por las solapas de su chaqueta.

—¿Existe una prueba, una sola, que permita identificar a Tutankamón?

—¡Suélteme, Dios del cielo! ¡No, le juro que no!

Carter soltó su presa.

—¿Callará? —preguntó el americano con voz quebrada.

—Le desprecio, Davis.

Carnarvon se sacudió el polvo de su traje y posó.

—¿Estoy bien?

—Perfecto, señor conde —estimó Carter—. Cuando tenga demasiado calor, avíseme.

—Tal vez no tenga tiempo. Si caigo, sabrá que me he desvanecido. Susie nos avisará.

Sentado ante su caballete, el inglés hacía el retrato de su patrón en el paraje de Deir el-Bahari, junto a la segunda tumba que acababa de descubrir para el castellano. Según Carnarvon, sólo se trataba de una especie de establo en el que un pequeño terrateniente había almacenado sus libros de cuentas y protegido a su asno del sol; pero ¿no eran, acaso, unos prometedores comienzos?