Poco después de las seis, Carter entró en el vestíbulo del Luxor Hotel. Maspero había insistido mucho para que saliera de su antro y acudiera a aquella cita, a la que le invitaba un tal lord Carnarvon. Según el director del servicio, aquel rico aristócrata contaba con él; Carter no creía ni una sola palabra. Sin duda seria uno de esos pretenciosos aficionados, ávidos de estatuas y momias, deseosos de recabar la opinión de un técnico sobre sus últimas adquisiciones. Carnarvon no sería mejor que Theodore Davis, cada vez más incompetente a medida que progresaban sus excavaciones en el Valle de los Reyes, sin la menor lógica.
Un hombre delgado, descamado casi, vestido con un traje azul, salió al encuentro del arqueólogo.
—¿El señor Carter, supongo? Soy el conde de Carnarvon.
Junto al aristócrata, un terrier de pelaje blanco y negro parecía hostil.
Carter inclinó algo la cabeza. Su interlocutor, con el rostro fatigado, se apoyaba en un bastón; con la mano diestra en el bolsillo de una chaqueta amigada, se expresaba con cierta dificultad. La parte baja del rostro mostraba las huellas de una antigua herida.
—Sentémonos, ¿le parece?
—Aprecio su compañía, pero me gustaría que nuestra entrevista fuera lo más breve posible; tengo trabajo.
—Le agradezco que me consagre algunos minutos de su precioso tiempo, señor Carter; espero no decepcionarle.
El Luxor Hotel era un enclave inglés en el que los turistas gozaban de los servicios de un médico y una enfermera, llegados de Londres, y podían jugar al billar tras haber circulado en bicicleta, con las posaderas apoyadas en un sillín británico.
El camarero sirvió dos vasos de oporto y un bol de agua para Susie.
—Es usted el mejor arqueólogo de su generación, señor Carter, y el que mejor conoce Egipto; es injusto que carezca de excavación.
—¿No está el mundo dirigido por la injusticia?
—Está usted muy amargado.
—Maspero, sin duda, le ha contado mi historia.
—El talento merece recompensa; ¿le gustaría trabajar conmigo?
—No lo creo.
Carnarvon mantuvo su tranquilidad.
—Debo confesarle que soy un tullido, señor Carter, antes de mi accidente automovilístico, recorría los mares y no retrocedía ante ninguna aventura. Ahora, soy incapaz de arreglármelas solo.
—¿Necesita a alguien para llevarle las maletas? En ese caso, me temo que no soy su hombre.
—No tiene usted un espinazo flexible.
—Cada vez está más rígido.
—Sin embargo, ¿acepta escucharme?
—Mis dictámenes no son gratuitos.
—No soy un turista; Egipto se ha convertido en la pasión que ilumina mi existencia. Paso aquí todos los inviernos; y cada invierno me gusta más.
—Lo celebro por usted.
—No me basta; estoy convencido de que numerosos tesoros siguen bajo tierra.
—Ya estamos… ¿Le divierte cavar agujeros?
—He comenzado a hacerlo, pero necesito un experto. Usted, Howard Carter.
—¿Cuál es su objetivo?
—La más hermosa colección privada de antigüedades egipcias. Mi castillo de Highclere es digno de albergar las obras maestras que broten de esta tierra inigualable; quiero lo mejor y lo más hermoso.
—La inversión sería enorme.
—Es más fácil obtener dinero que una estatua auténtica. He recorrido todos los comercios y sólo he encontrado falsificaciones o chucherías; desvalijar el Museo de El Cairo va contra mis principios, por lo tanto sólo me queda obtener una concesión.
—¿En qué lugar?
—En la orilla oeste. Cheik Abd el-Gournah, Deir el-Bahari…, un fracaso.
Carter sonrió.
—Simple falta de técnica, señor conde. La orilla de los muertos es salvaje, implacable, debe domesticarse, es necesario aprender su lenguaje, no turbar su serenidad.
—Se pone usted muy místico.
—Si no es capaz de comprender esto, regrese a Inglaterra. Egipto es un mundo secreto, con cuatro milenios de antigüedad. Somos intrusos, demasiado impacientes e ignorantes. Olvide su colección.
Carter se levantó.
—¿No bebe oporto? Es un excelente caldo.
—La vida en la excavación no es agradable; contraje una enfermedad de estómago y ya no bebo alcohol antes de cenar.
—En eso vamos a entendernos; mi médico me lo ha prohibido. ¿Podríamos hablar a orillas del Nilo? Perdone mi lentitud: arrastro una pierna.
Lord Carnarvon estaba ya de pie; Susie aceptó el paseo.
Caminaron por la orilla del dios río.
—Conozco su pasión, señor Carter.
Aquel ataque le sorprendió.
—¿Ha investigado sobre mí?
—Nunca contrato a la ligera a un colaborador. Su colega Georges Legrain acaba de exhumar un documento que debiera interesarle: una estela cuyo texto se debe al rey Tutankamón. El monarca desconocido afirma que ha regresado a Tebas, después de la herejía, y que ha restablecido los cultos tradicionales para devolver la felicidad y la prosperidad.
Se hizo un largo silencio mientras avanzaban lentamente. Aquellas revelaciones confirmaban, de modo definitivo, la existencia del faraón Tutankamón que algunos egiptólogos seguían negando. Se presentaba, incluso, como un poderoso monarca, capaz de gobernar y de hacerse obedecer.
—La tumba de Tutankamón… es su obsesión, señor Carter. En Luxor todos lo saben, pero todos se burlan de usted.
—¿Y usted ladra con los demás perros?
—Acepte trabajar conmigo: buscará usted su tumba y hermosos objetos para mi colección.
—Utópico proyecto.
—¿Por qué?
—Porque mi tumba se oculta en el Valle de los Reyes y la concesión pertenece a Theodore Davis.
—Simple hipótesis, querido amigo; tal vez Tutankamón se oculte en otra parte. Sin duda por ello su última morada no ha sido identificada todavía.
Carter temía escuchar aquellas palabras.
—Nuestra vida sólo tiene sentido si se orienta hacia lo imposible. Para usted, es un rey desaparecido; para mí, son obras maestras enterradas. Si aliáramos nuestras locuras, tal vez nos hiciéramos razonables.
El rio dormitaba; en la oscuridad de la orilla de Occidente, la cima velaba sobre el Valle.
—Regreso a mi pintura. Lo demás no me interesa.
—¡Es usted un tipo raro. Carter! Theodore Davis es un americano presumido y autoritario; cree usted que me parezco a él, y se equivoca.
—Usted es rico y yo soy pobre.
—Usted es sabio y yo ignorante. Yo me encargaré de las finanzas, usted de las excavaciones.
—Davis ha contratado a un joven arqueólogo que debe obedecer los caprichos de su patrón.
—No tiene sentido comparar a un millonario del Nuevo Mundo con un conde británico educado en la más pura de las tradiciones. Se lo repito: usted y sólo usted dirigirá nuestro equipo. Sólo le pido resultados.
Carter movió negativamente la cabeza.
—Ya no creo en los milagros; mis acuarelas me bastan.
Carnarvon plantó su bastón ante Carter y le impidió seguir adelante. Susie se sentó entre ambos.
—Su negativa significa que no tiene usted confianza alguna en sus medios.
El arqueólogo se ruborizó.
—Conozco la orilla de Occidente mejor que nadie; se ha convertido en mi país.
—Pruébelo.
Cuando Carter jugaba en el campo con sus compañeros de infancia, trataban sin cesar a los nobles de mentirosos y explotadores; se había jurado no convertirse nunca en el criado de uno de aquellos grandes señores.
—Me impide usted pasar, lord Carnarvon.
—Le ruego que interrumpa su estúpido diálogo interior y realice su vocación.
«Le ruego»… El propietario del dominio de Highclere le rogaba, a él, Howard Carter, pintor y arqueólogo despedido, desterrado y sin fortuna.
—Con un carácter como el suyo, la existencia debe de ser un combate cotidiano; me gusta, señor Carter. Siga siendo intransigente y no muestre debilidad para consigo mismo; de lo contrario, me aburriría. Director de la misión Carnarvon. ¿Le gusta el título?
Excavar de nuevo, no verse ya abrumado por las preocupaciones materiales, demostrar que sus métodos eran acertados, seguir buscando a Tutankamón… Carter se mordió los labios para no contestar. Susie se alejó un instante de su dueño y apoyó su hocico en la pantorrilla derecha de Carter; el conde sonrió.
—Hay además un punto absolutamente esencial —prosiguió Carnarvon—; dispongo de un arma que, de vez en cuando, usted no tiene. Sin ella, se verá condenado a la decadencia. Estoy dispuesto a ofrecérsela.
—¿Cuál?
—La suerte.