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Lord Carnarvon asistió al cóctel de inauguración del Winter Palace, el nuevo hotel de lujo de Luxor. Construido en el centro de la pequeña ciudad, frente al Nilo, lucía ostentosamente su fachada amarilla, que destacaba contra el verde de las palmeras y el blanco de la mezquita y de las casas vecinas; al conde no le gustó demasiado aquel montón de estuco y yeso que rodeaba una estructura metálica. Luxor se estaba convirtiendo en presa de mercaderes y de hordas estúpidas; con la guía Baedeker en la mano, los turistas invadían las tiendas llenas de falsos escarabeos, de abanicos y sombreros. Los contingentes desembarcados a paso rápido de los barcos fletados por la agencia Cook recorrían los templos a la carga y, al escuchar el silbido o la campana, regresaban a bordo y se vestían para el lunch.

Carnarvon, que había sido apodado Lordy, se limitó a una chaqueta de yachtman con botones de cobre; le daba un aspecto marcial desmentido por su amabilidad para con los indígenas. Rehuyendo a los europeos, fue invitado por todos los pachás locales.

Aprendió a conocer Egipto desde el interior y pronto pudo manejar el árabe; esos preliminares le parecieron indispensables antes de lanzarse a una excavación en toda regla.

—Si sigue deseando una concesión —declaró Maspero—, puedo proponerle una: un paraje sin explorar en lo alto de la colina de Cheik Abd el-Gournah. Con un poco de suerte, podrá descubrir alguna tumba pequeña; no olvide avisarme.

—Tengo suerte —repuso Carnarvon—. ¿Cuándo podré comenzar?

—La semana que viene, si lo desea.

—De acuerdo. Anulo una cita y me dirigiré a la orilla oeste.

El funcionario del Foreign Office, que trabajaba en Luxor bajo la «cobertura» de comerciante en granos, tendría que aguantarse y tragar bilis. El conde no se negaba a comunicarle sus impresiones sobre el país, pero no aceptaba estar a su disposición.

Cheik Abd el-Gournah no intentó seducir a Lordy: ni el sol abrasador, ni el polvo, ni la tempestad de arena ni la divertida sonrisa de los aldeanos tenían nada de encantador. Cuando comenzó a cavar, el aristócrata descubrió que no era fácil iniciarse en la arqueología. ¿Por qué elegir un lugar y no otro? Confiando en su instinto, ordenó a sus dos obreros que movieran una gran piedra plana y hundieran el metal de su pala, el fas, en el pendiente terreno. Cuando estuvieron cansados, les sustituyó. Manejar la herramienta le destrozó la espalda pero le atrajo su simpatía; tras haber compartido tortas, cebollas y tomates, desplegaron un nuevo ardor.

Además, Lordy disponía de un aliado de gran valor: un terrier hembra. Susie, que no había aceptado separarse de su dueño; para no destrozar su afecto, Carnarvon la había llevado a Egipto, contando, más o menos, con su olfato y su capacidad para perseguir una presa hasta su cubil; pero Susie, con sus orejas en forma de V cayendo junto a sus mejillas, había perdido cualquier agresividad y nada le gustaba tanto como apoyarse en las piernas de Lordy, sentado en un sillón de mimbre, al abrigo del polvo. Muy celosa, no permitía que nadie se le acercara sin su consentimiento.

Poco antes del ocaso, los fellahs dieron con lo que parecía la boca de un pozo funerario. Se sentían tan excitados como el conde y a duras penas contuvieron sus deseos de llegar a mayor profundidad. La mañana siguiente acudió al lugar un delegado del Servicio de Antigüedades; tan despechado como Carnarvon, descubrió que el pozo, inconcluso, era sólo un agujero vacío.

El destino le había hecho un guiño y el conde no se desalentó; durante seis semanas, siguió empecinándose en el lugar de su primer éxito. El pozo estaba unido a una tumba y, pese a las nubes de arena, el abundante sudor y una evidente falta de flexibilidad, el conde se deslizó hasta la cavidad. Un obrero le entregó una antorcha que iluminó un pequeño ataúd: en su interior, una momia de gato. Susie manifestó una comedida desaprobación.

Carnarvon reconoció la pequeñez de su hazaña; centenares de restos de felinos llenaban ya los almacenes de los museos. Aquellos comienzos, poco brillantes, le alentaron sin embargo a proseguir sus investigaciones por la gran extensión llana que se abría ante el templo de Deir el-Bahari: algunos agujeros aquí y allá, un calor cada vez más abrumador y una total ausencia de resultados.

—Hace ya cuatro inviernos que vas a Egipto, querido… ¿No estás cansado?

—Muy al contrario, Almina.

—Pero ¿qué te atrae allí?

—Un trabajo de la mayor importancia.

—¿Esas excavaciones de aficionado?

—De aficionado… Tienes razón. Debo poner fin a tan ridícula actividad.

La esposa de lord Carnarvon le cogió del brazo.

—¿Significa eso que renuncias a tu viaje y te quedas en Highclere?

—Significa que voy a convertirme en profesional.

—¿Está usted satisfecho de sus actividades arqueológicas, señor conde?

—En absoluto, señor Maspero.

El director del Servicio de Antigüedades frunció el entrecejo. Durante los últimos meses, las preocupaciones se acumulaban; los nuevos inspectores no tenían las cualidades de Carter y el tráfico de antigüedades volvía a iniciarse. El sabio francés recibía numerosas críticas; le acusaban de conceder demasiada importancia al estudio de la historia, desdeñando la arqueología y de conceder permisos de excavación a diestro y siniestro, sin preocuparse por la cualificación de los demandantes, permitiendo también que numerosos objetos acabaran en museos extranjeros.

—¿Le ha molestado alguien?

—Creo que me ha sobrestimado. Por muy conde de Carnarvon que sea, no dispongo de bastante saber y, menos aún, de la técnica necesaria para llevar a feliz término mi empresa. Exhumar momias de gato no me basta; pretendo trabajar seriamente.

—Su equipo de obreros…

—Obedecen mis órdenes. Como mis instrucciones carecen de valor, se limitan a perforar agujeros que no conducen a nada. Olvide por un momento mis títulos y mi fortuna; deme la asistencia científica que necesito.

Maspero se quitó las gafas, las limpió lentamente y garabateó un nombre en el secante que acababa de utilizar. Vaciló antes de pronunciarlo. ¿Sentía Carnarvon una pasión verdadera o era sólo una mariposa revoloteando de una distracción a otra?

—Conozco a un egiptólogo que podría serle útil.

—¿Un hombre experimentado?

—Más de quince años de trabajo en Egipto. Habla árabe, sabe mandar los equipos de obreros y no ignora nada de las costumbres locales.

—¿Cómo se llama esa rara perla?

—Howard Carter.

—Me intriga un detalle: ¿Por qué ese muchacho brillante no es su colaborador directo?

—Lo fue, y me felicité por ello. A Carter le esperaba una gran carrera. Pero es un hombre de una pieza, y su falta de diplomacia le llevó a lamentables excesos.

—¿Le despidió usted?

—Por fuerza, porque se negaba a someterse a una obligación administrativa.

—¿De qué tipo?

—Presentar excusas a unos turistas franceses, culpables de brutalidad, es cierto, pero apoyados por el alto comisario británico.

—Su Carter me resulta simpático. ¿Tengo alguna oportunidad de gustarle?

—No se lo garantizo.

—¿Cómo vive?

—Muy mal; vende algunas telas, hace exámenes de experto y colabora, sólo por la gloria, en ciertos trabajos científicos. Sin embargo, no le considere una presa fácil.

—¿Dónde vive?

—En Luxor. ¿Quiere verle?

—Hoy mismo.