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Postrado junto a dormidos mendigos, Howard Carter no era ya inspector del Servicio de Antigüedades. Lord Cromer había exigido y obtenido su cabeza, obligando a Maspero a despedirle. Quince años de encarnizado trabajo y, de pronto, la decadencia definitiva. Sin empleo, sin indemnización, sin ahorros, incapaz de partir en busca de otro trabajo, Carter se sentía roto. Al perder su puesto, se alejaba para siempre del Valle de los Reyes y de Tutankamón. Su sueño se derrumbaba y su vida perdía sentido. Sin embargo, no lamentaba su actitud; la injusticia era el peor de los males y nunca la aceptaría.

Un hombre de mediana estatura, vestido a la occidental, con el redondo rostro adornado por un pequeño bigote, se detuvo ante él.

—¿No será usted Howard Carter?

—Ya no soy nada.

—Mi nombre es Ahmed Ziuar… Usted me guio en Saqqarah. Conoce mi país mejor que yo mismo, como si lo amara usted más. Conozco su drama; permítame que le admire, señor Carter.

El inglés, incrédulo, levantó la mirada.

—¿Dónde piensa alojarse en El Cairo?

—No lo sé.

—Sólo soy un pequeño funcionario, pero dispongo de una habitación libre; sería para mí un placer ofrecérsela. Podrá usted dormir, recuperar fuerzas, y prepararse para el porvenir. Cuando Dios cierra una puerta, abre otra.

Carter se levantó. No tenía derecho a ser indigno ante un hombre de calidad.

Instalado en la esquina de una calleja, Carter observó las idas y venidas de los cairotas, el aguador, el vendedor de tortas, la madre de familia con un cesto en la cabeza y un bebé en los brazos, el asno cargado de alfalfa. Intentando olvidarse de sí mismo, plasmó en la tela aquellas escenas sin importancia, preciosos testimonios de una existencia monótona y tranquilizadora. Curiosos y chiquillos se amontonaron a su alrededor y le contemplaron mientras trabajaba; un europeo le ofreció algún dinero. Reticente primero, aceptó. Convertido en pintor de género, ganó la suma necesaria para pagar el alquiler de su pequeña habitación en un barrio pobre; situada en el último piso de un edificio leproso, le ofreció un refugio de paz tras una jornada pasada entre el incesante ruido de la ciudad. A menudo, los ladridos de los perros turbaban la noche; tumbado en su cama, con los ojos abiertos, recordaba el maravilloso tiempo en el que trabajaba en grandiosos parajes.

La nostalgia fue más fuerte. Regresó a Saqqarah, pintó la pirámide escalonada, el desierto, las más hermosas escenas de las tumbas del Imperio Antiguo; algunos turistas apreciaron sus cuadros y sus acuarelas. No satisfecho con vender sus obras, les condujo por los lugares colocados antaño bajo su protección; su reputación aumentó y muy pronto fue un mentor apreciado por los visitantes más atentos.

El arte y las propinas no le hicieron millonario; aprendió a contentarse con poco y ocultó su pobreza bajo un impecable aspecto. Escribía a menudo a Raifa pero rompía las cartas, no soportando la idea de confesarle la verdad. Quiso que ella conservara en su memoria la imagen de un Carter feliz y respetado. Con el transcurso de los meses, desarrolló otra actividad. Compradores más o menos crédulos le pidieron que examinara como experto estatuillas o fragmentos de relieve que obtenían en los zocos; la mayoría eran falsos aunque algunos fueran auténticos. La reputación de Carter creció; le consultaban antes incluso de efectuar las transacciones.

Pasó la mayor parte de su tiempo al pie de la pirámide escalonada, fascinado por la autoridad de la madre de toda la arquitectura egipcia. Hizo numerosos esbozos que no le satisficieron. ¿Cómo plasmar la fuerza de los gigantescos peldaños de piedra que se lanzaban al asalto del cielo?

La arena crujió. Un turista se acercó y se inmovilizó a su espalda.

—Su talento está intacto, Howard.

La voz de Gaston Maspero le hizo estremecerse.

—¿Cómo está usted, señor director?

—Me han dicho que usted va viviendo.

—Le han informado bien. ¿Progresa el Servicio?

—Sin usted, no avanzamos; los aficionados nos dan sopas con honda.

—¿Theodore Davis, por ejemplo?

—Su equipo se siente orgulloso de su última hazaña: una tumba intacta.

El pincel vaciló.

—¿Un tesoro?

—Mobiliario funerario: cofres, cajas, jarras y dos ataúdes de buen tamaño que contienen las momias bien conservadas de los padres de la reina Tiyi.

La reina Tiyi, esposa de Amenhotep III y madre del rey herético, Akenatón… Aquellos personajes habían conocido al joven Tutankamón, cuya sombra le rozaba de nuevo. Tal vez Tiyi fuera su madre.

—Davis quiere publicar el descubrimiento, pero es incapaz de hacerlo; por eso me ha pedido que le ayude. He aceptado, pero necesito un dibujante. ¿Acepta usted el trabajo, Howard?

Davis y su equipo, en el que figuraba especialmente un joven arqueólogo, Burton, ocupaban una pequeña casa a la entrada del vallecillo occidental del Valle de los Reyes; construida con piedra y adobe, a la sombra del acantilado, era invisible para los visitantes. Cuatro habitaciones pequeñas, un comedor, un depósito para las antigüedades, una cámara oscura, un despacho y una cocina componían aquella morada sobre la que velaba, permanentemente, un guardián. El americano recibió a Carter en una de sus monacales celdas, desprovista de agua y electricidad; vestido de negro, parecía un ángel exterminador.

—Me debe usted su regreso a Luxor. A cambio, exijo la mayor discreción; de acuerdo con el dibujo, pero ninguna intervención en el proceso de excavación. Usted ya no es inspector y he formado un equipo competente que no necesita consejo alguno. Además, no quiero problemas; a las autoridades británicas no les gustaría su presencia aquí. Enciérrese en el despacho que Maspero pone a su disposición y limítese a reproducir con fidelidad los objetos que le traigan mis ayudantes. ¿Algún comentario?

—Ninguno.

El invierno de 1906 fue parecido a los demás inviernos: suave, tranquilo y soleado. La fortuna de Carter no mejoraba; algunos dictámenes de experto, durante transacciones de objetos de procedencia más o menos lícita, le procuraron un suficiente peculio. Su actividad principal, no remunerada, consistiría en dibujar los suntuosos muebles de madera descubiertos por Davis en la tumba de los suegros de Amenhotep III. No esperaba que aquellos grandes dignatarios, de origen modesto, estuvieran en el Valle reservado a los faraones; aquella anomalía le reafirmó en la idea de que los egipcios habían concedido gran importancia al período que precedió la subida al trono de Tutankamón. ¿Por qué haber ocultado su reinado y disimulado su tumba con tanto interés? Cuando las noches se hicieron frescas, se envolvió en una manta de lana y leyó la producción científica que Maspero ponía a su disposición. Se encolerizó a menudo; los arqueólogos trabajaban mal y los historiadores verificaban pocas veces sus fuentes, limitándose a acumular hojas y hojas para obtener cátedras universitarias concedidas a cambio de papel impreso y relaciones humanas. ¿Y la competencia, y el valor, y la honestidad? Estúpidas virtudes que llevaban a la mediocridad social.

Llamaron a la puerta.

—Está abierta.

Entró ella, radiante. Con los ojos maquillados, los labios brillando con un leve rojo, los cabellos negros cayendo en ondas sobre sus hombros, se inmovilizó en el umbral.

—¿Aceptas volver a verme?

—Raifa…

Fue incapaz de moverse. Ella avanzó sin dejar de mirarle.

—¿Soy hermosa?

Él la tomó en sus brazos y la estrechó hasta asfixiarla.

—Ya no soy nadie, Raifa. Perdí mi puesto de inspector y soy pobre.

—Me importa un bledo… ¡Si supieras qué poco me importa!

—Gamal nunca aceptará a un mendigo como marido de su hermana.

—Me limitaré a ser tu amante… Te amo, Howard.

Las palabras dieron paso a las caricias. ¿Cuántas horas de amor habían perdido a causa de su vanidad?

El obrero se inclinó, quitó una gran piedra, apartó un montón de guijarros y excavó suavemente con la mano. Al pie de un roquedal, en un hueco, había advertido una especie de relámpago. Los rayos del sol se habían reflejado en una superficie brillante. Al inclinarse, había creído ver una línea azul entre dos fragmentos de calcáreo; descubierta, resultó ser el borde de una copa barnizada, antaño cubierta de oro.

El obrero llamó a su jefe, que avisó a Theodore Davis. El americano miró el objeto desdeñosamente.

—Ni siquiera merece una foto. Llevadlo a Carter, que nos haga un dibujo.

Luego, lo enviaremos al Museo de El Cairo. Bien tenemos que gratificarles de vez en cuando.

Apartándose del grupo de turistas con el que se había mezclado, Carter examinó el lugar donde la copa de porcelana había salido a la luz. A su entender, había debido de contener bolitas de natrón utilizadas como sustancia purificadora durante el ritual de abertura de la boca que devolvía la vida a la momia; dicho de otro modo, ¡durante unos funerales reales! Un breve examen bastó para convencerle: se trataba de un escondrijo. Un sacerdote había procurado disimular el precioso objeto bajo una roca.

Hacía tres días que intentaba dibujarlo en vano; sus manos temblaban demasiado. En la copa, un texto: «Que el dios perfecto image4.jpeg dé la vida», los jeroglíficos colocados en el cartucho, es decir el sol, el cesto, y el escarabeo seguido de los tres bastones del plural, se leían así: «La luz divina es la soberana de las transformaciones». Aquellos escasos signos, sin importancia alguna para Davis, turbaban a Carter hasta el punto de hacerle perder el sueño: ¿No compondrían el nombre de coronación de Tutankamón?

Ahora su certeza adoptaba un aspecto científico. Aquel modesto objeto probaba que los funerales del misterioso faraón se habían celebrado en el Valle y que estaba enterrado allí, en alguna parte, bajo la arena.