Con los primeros fríos, el carácter de Carnarvon cambió. Huraño de costumbre, comenzó a silbar leyendo o paseando, bromeó en la mesa, jugó más con sus hijos. Nieblas escarchadas y lluvia le alegraron hasta el más alto grado; sus dolores desaparecieron y caminó varias horas diarias por el parque del castillo, pese a la prohibición de su médico.
Al regreso de una de sus escapadas, su esposa no logró ocultar su inquietud.
—Tienes el baño caliente; tómalo enseguida.
—Delicada atención, querida mía; según los campesinos, el invierno será muy duro.
—¿Por qué corres tantos riesgos? Te han desaconsejado el frío y la humedad.
El conde bajó la mirada.
—Tengo una delicada confidencia que hacerte, Almina.
—No sueles ser tan prudente.
—La situación justifica mis precauciones oratorias.
—No me atrevo a comprender…
Carnarvon se apartó.
—Me he enamorado. Enamorado locamente.
Lady Almina cerró los ojos.
—Dios me impone una terrible prueba. La acepto. ¿Cómo se llama esa mujer?
—No es muy joven ya.
—¿Será al menos de familia noble?
—Real.
—¿Y… su nombre?
—El Egipto faraónico.
—¡No tienes derecho a…!
—Te lo digo en serio, querida. Como recomienda mi excelente médico, mañana me marcho a El Cairo.
Lord Carnarvon recuperó con alegría, a finales de 1904, las olorosas y animadas callejas de El Cairo. Aquella estancia, esperada con tanta impaciencia, iluminaba su vida. Le permitía escapar a las numerosas mundanidades londinenses y no asistir a las representaciones de Madame Butterfly de Puccini, músico lacrimoso y charlatán a quien detestaba.
El conde deseaba poner en marcha un programa de excavaciones pero no tenía a este respecto experiencia alguna; consultó, pues, los servicios del alto comisario, que se había convertido en el verdadero dueño de Egipto gracias al Entente cordiale entre Francia e Inglaterra, que se habían puesto de acuerdo en el reparto de África del Norte y el Próximo Oriente; a Francia le correspondía, especialmente, Marruecos, que ocupaba ya con toda libertad; a Inglaterra, Egipto. Una sola restricción, aunque importante: el puesto de director del Servicio de Antigüedades quedaba reservado, como en el pasado, a un francés.
Carnarvon solicitó pues una cita con Gaston Maspero.
—Me gustaría obtener una autorización para excavar.
Maspero limpió sus redondas gafas; la pesadilla volvía a comenzar. Una vez más, debería inclinarse ante un aficionado rico cuyo principal argumento científico era el volumen de su cuenta bancaria.
—Nada más sencillo; basta con que firme un formulario.
—¿Cuáles son mis obligaciones?
—Practicar excavaciones en un terreno perteneciente a Egipto, no construido, apartado de los cultivos, libre de impuestos, fuera de zona militar y no atribuido al servicio público. Si hace usted un descubrimiento importante, una tumba por ejemplo, tiene que advertir al Servicio.
—¿Podré entrar en primer lugar?
—Siempre que un inspector esté a su lado. Tiene usted dos años para darme un informe de sus actividades.
—¿Qué pasa con las momias?
—Son propiedad de Egipto, al igual que los sarcófagos. Por lo que concierne a los demás objetos, procederemos a un reparto razonable.
—¿Qué entiende usted por «razonable»?
Maspero contuvo, con dificultad, un acceso de cólera. Ciertamente, una cláusula del contrato especificaba que el contenido de una tumba inviolada no se distribuiría entre el responsable de la excavación y el Estado; pero ya no se descubrían tumbas intactas y, si se produjera el milagro, la cláusula sería inaplicable.
—Bueno… Según la importancia y el valor de los objetos, procederíamos a una discusión entre caballeros.
—Nada más razonable —admitió Carnarvon.
—Olvidaba lo esencial: las excavaciones serán efectuadas a su cargo y a su riesgo.
—Perfecto.
—Un detalle más: ¿qué paraje ha elegido?
Al conde le cogió desprevenido.
—No va a creerme, pero nunca he pensado en ello. Es mi segundo invierno en Egipto y sólo conozco El Cairo. ¿Puede indicarme un lugar propicio?
Maspero quedó pasmado.
—En todas partes, señor conde, habría que cavar en todas partes… Luxor es un lugar atrayente y muy apreciado por sus compatriotas; la región no carece de zonas sin explorar.
Carnarvon siguió el consejo de Maspero y le fue útil. Paseó por la antigua Tebas, se vio reducido, como todo visitante, al estado de liliputiense en la sala de las columnas gigantes de Karnak, degustó la luz de Luxor, paseó en faluca por el Nilo, meditó bajo la acacia del Ramesseum, sintió la grandeza de los faraones en Medinet-Habu, se maravilló cien veces contemplando las pinturas de las tumbas. Egipto estaba penetrando en él, moldeaba su alma, desarrollaba una sensibilidad nueva. Antes de abrir un yacimiento, quiso impregnarse de aquella belleza que daba tiempo y ofrecía un alimento sin par.
Mientras degustaba un té a la menta en un cafetín de la orilla oeste, un coloso barbudo le saludó quitándose su sombrero blanco.
—Señor Démosthène… Qué grata sorpresa.
—¿Puedo sentarme?
—Ya veo que ha aprendido usted buenos modos.
Con su chaqueta negra, su pantalón rojo y sus botas altas, el traficante de antigüedades no pasaba desapercibido.
—Es usted un hombre de palabra, señor conde; no me causó problema alguno.
—Tengo una deuda con usted.
—No le presté dinero.
—Una deuda de orden moral.
—Ah… No importa. ¿Viene a comprar momias?
—A encontrarlas.
—¿Dónde?
—En las profundidades de la tierra.
—¿Excavar? ¡Qué tontería! Perderá usted su fortuna. Tengo todo lo que necesita y a muy buen precio; este país está podrido.
—Inglaterra lo saneará.
—De ningún modo. La nueva ley obliga a cerrar los locales insalubres y peligrosos… Dicho de otro modo, la quiebra general. Las manufacturas locales y los talleres están jodidos; compañías internacionales ocuparán su lugar y provocarán un descontento que terminará mal. ¡El porvenir está en el tráfico! Aproveche sus vacaciones de invierno; Egipto no será siempre inglés. Perdóneme: me esperan.
Démosthène, cada vez más gordo, se levantó como un elefante y se alejó bamboleándose. ¿Loco o visionario? Nadie, en el Foreign Office, compartía sus puntos de vista; pero ¿acaso los diplomáticos de carrera no se equivocan continuamente?