Tras seis meses de encarnizado trabajo en el yacimiento de Saqqarah, era su primera noche de reposo. ¿Cuántas hectáreas tenía que excavar todavía en aquella inmensa necrópolis donde Maspero había descubierto las primeras pirámides cuyas cámaras secretas estaban cubiertas de jeroglíficos? Desde la modesta morada del inspector, donde se había instalado, Howard Carter gozaba de un inigualable panorama; a un lado, el desierto y los monumentos de eternidad; al otro, el palmeral de la antigua Menfis. A menudo le resultaba penoso salir de la contemplación y perderse por los meandros de lo cotidiano; pero tenía conciencia de su tarea y quería cumplirla sin desfallecimiento, aunque verse alejado de su querido Valle le hiciera sufrir.
La víspera de su marcha hacia el norte, Raifa se le había arrojado al cuello llorando. No había intentado consolarla. Uno y otra sabían que la separación sería larga; naturalmente, durante el período de vacaciones, Carter volvería a Luxor, pero no podía prometerle matrimonio. Despechada, ella le juró fidelidad; él rechazó el juramento, pero Raifa se negó a retirarlo.
A Saqqarah, dominada por la pirámide escalonada de Zóser, el primer monumento de piedra erigido en tierras de Egipto, le sentaba bien la soledad. Faraones y nobles descansaban allí desde hacía más de cinco milenios, formando así una invisible comunidad cuya realidad, sin embargo, era perceptible constantemente.
Sentado en una silla, al abrigo del viento, Carter pensaba en Raifa, en la dulzura de sus abandonos, cuando vio acudir presurosamente un guardián.
—Tiene que venir enseguida, señor inspector.
—¿Qué ocurre?
—Franceses… Quieren visitar el Serapeum.
—Recordadles que el paraje está cerrado.
—Se niegan.
—¿Cómo que se niegan?
—Creo… que no están bien de la cabeza.
Irritado, apresuró el paso hacia el Serapeum, conjunto de galerías subterráneas donde se hallaban los gigantescos sarcófagos de los toros sagrados. Ante la entrada, dos guardianes discutían con unos turistas embriagados. Uno de ellos, un borracho de unos cincuenta años, trató a su interlocutor de «sucio árabe» e «hijo de perra». Antes de que Carter pudiera intervenir, un guardián le empujó; siguió una pelea general que sólo pudo interrumpir con gran esfuerzo.
—¿Quién es usted? —interrogó una mujer morena, despeinada y agresiva.
—Howard Carter, inspector de Antigüedades.
—¡Me satisface encontrar por fin a un responsable! Deseábamos ver el Serapeum cuando esos macacos nos han atacado. Incluso querían hacemos pagar la entrada.
—Le mego que sea correcta, señora; esos guardianes son mis subordinados y obedecen mis órdenes. A estas horas, no tienen ustedes derecho a estar en el paraje.
—¿Nos está tomando el pelo? Somos europeos y nuestro amigo ha sido salvajemente agredido. Le ordenamos que haga detener a esos salvajes.
Un bigotudo, rojo de cólera, ladró como un cachorro.
—He pagado y quiero que me devuelvan el dinero. Aquí dentro todo está muy oscuro, y ni siquiera nos han dado una luz.
—Vuelva a su casa y tome una ducha fría.
—Esto no terminará así. Carter. Le denunciaremos.
Maspero parecía muy molesto.
—Le han denunciado, Carter. Por golpes y agresiones… Es grave.
—Sobre todo, es falso. Uno de mis guardianes, al que insultaron de un modo odioso, reaccionó como es lógico.
—¿Lógico? ¡Golpear a un turista francés!
—Un borracho peligroso al que apenas empujaron. Testimoniaré en favor de mi equipo.
—Será inútil. Sus adversarios han conseguido ya el apoyo del cónsul general de Francia, que exige una reparación.
—Temo no comprenderlo.
—Y sin embargo es sencillo, Carter, gracias a mi intervención, he evitado el proceso. Le bastará con excusarse ante el cónsul y ese grupo de turistas, y despedir a su guardián.
—Ni hablar. Que esos borrachos presenten excusas al guardián: ésa es la justicia.
—No se trata de justicia sino de diplomacia. Facilíteme la tarea y no se empecine.
—No pienso rebajarme ante unos mentirosos.
—¡No se lo tome de ese modo, Dios del cielo! Sólo le pido unas palabras, nada más.
—Es demasiado, señor director.
—No sea tozudo; las cosas podrían envenenarse.
—No he cometido falta alguna; la justicia triunfará.
Como Maspero no obtenía la rendición de Howard Carter, los demandantes solicitaron una entrevista con lord Cromer, el alto comisario británico, el hombre fuerte de Egipto; éste creyó la mentira y tomó partido contra Carter; el joven arqueólogo no era muy apreciado por la alta sociedad. Cuando Maspero le convocó de nuevo, se mostró muy hosco.
—He recibido instrucciones formales: despido inmediato del guardián y sus excusas. Lord Cromer estará aquí dentro de unos minutos para escucharlas.
—Entonces podré decirle la verdad.
—No querrá oírla; ya se ha formado una opinión.
—Entonces es un imbécil.
—¡Carter! No se da cuenta usted de la gravedad de la situación. Tiene que ceder, de lo contrario…
—¿De lo contrario?
—Me veré obligado a aceptar su dimisión.
Carter quedó pasmado.
—Usted, Gaston Maspero, no puede cometer semejante fechoría.
—Unas pocas frases, Howard, sólo unas pocas frases conciliadoras y olvidaremos ese absurdo drama.
Lord Cromer irrumpió en el despacho del director del Servicio. No concedió a Carter una sola mirada y se dirigió a Maspero.
—¿Solucionado?
—Casi, señor alto comisario.
—Que Carter formule de inmediato sus excusas, que serán consignadas por escrito y entregadas a las personas afectadas.
Se hizo un pesado silencio. Lord Cromer sólo lo soportó treinta y siete segundos.
—¿Se está burlando usted de la autoridad que represento, señor Maspero?
—Howard Carter está dispuesto a reconocer sus errores, pero la injusticia…
—Mi opinión se basa en hechos, no en sentimientos. Toda discusión está de más; que Carter ceda o que dimita.
Lord Cromer no escuchó el sonido de la voz de Howard Carter; cuando dio el portazo, se sobresaltó.