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Durante aquel año de 1903, especialistas y turistas sólo hablaban del descubrimiento de un escondrijo en uno de los patios del templo de Karnak. El arquitecto francés Legrain creía que necesitaría varios años para sacar a la superficie los millones de objetos piadosamente enterrados tras haber sido utilizados por los sacerdotes. Aquel éxito reforzó a Davis en su idea de que tenía al alcance un hallazgo espectacular.

Convocó a Carter a su barco, amarrado en Luxor. Nervioso, caminaba de un lado a otro, golpeando el suelo con los tacones de sus botas.

—Lo importante, Carter, son las reinas de Egipto. Si las tumbas de los faraones han sido desvalijadas, tal vez las de sus esposas se hayan librado.

—Solicite la concesión del Valle de las Reinas.

—Me estoy arruinando; me refiero a las soberanas enterradas en el Valle de los Reyes. Las hay, ¿verdad?

Carter asintió con la cabeza.

—La gran Hatshepsut me fascina; afirman que su tumba nunca ha sido explorada a fondo. ¿Es cierto?

El inglés asintió de nuevo.

—Entre, Carter; estoy seguro de que contiene un tesoro.

El americano había subestimado la dificultad; con su equipo de obreros, Carter recorrió 630 pies bajo la roca, tomó un corredor, entre polvo y oscuridad. Progresaron, a golpes de azuela, por la masa de escombros que obstruía el paso. La decepción fue tan grande como su esfuerzo; en la devastada cámara funeraria sólo subsistían dos sarcófagos vacíos, uno destinado a la reina y el otro a su padre, Tutmosis I. Cuando Davis pudo reunirse con Carter, gracias a la puesta en marcha de una bomba de aire, éste se hallaba pintando una acuarela que plasmaba el ruinoso aspecto de aquel lugar santo.

—De todos modos es un hermoso resultado —estimó—; publicaré esta tumba y mencionaré su valor.

Se estrecharon las manos a la americana. Para Carter, lo esencial era poder disponer de un equipo cada vez más calificado y formarlo de acuerdo con sus propósitos, aunque Tutankamón se empeñara en huir de él.

—Quiero casarme —dijo Raifa—. He discutido mucho con mi hermano y ha entrado en razón; nadie puede luchar contra el amor.

—Mucho me temo que sí —objetó Carter.

—He trabajado y tengo los elementos de mi dote; los muebles, los utensilios del hogar y las sábanas, los aportaré y no te avergonzarás de mí. Si fueras muy pobre, te limitarías a darme veinticinco piastras; pero eres un personaje respetado, Howard, me debes una hermosa dote.

—Sobre este punto precisamente…

Ella le puso un dedo en la boca.

—La víspera de la boda, me depilarán; mi hermano, que desempeñará el papel de padre, solicitará tu protección, después de tu juramento me entregará a mi futuro esposo y nos sentaremos en tronos. Tendremos delante un parterre de flores, pasteles, carne asada, especias… ¡Quiero muchos cantantes y bailarinas! Será la más hermosa boda que nunca se haya celebrado en Luxor. Se hablará de ella dentro de mil años.

Se acurrucó contra su pecho. La alcoba del harén abandonado adoptó el aspecto de un palacio donde el más loco sueño conducía a ambos amantes hacia un lecho de rosas.

—¿Estás segura de haber convencido a Gamal?

—¿Qué importa Gamal?

—Desempeñará el papel de padre, recuérdalo.

—Lo desempeñará. Nadie puede resistirse a una mujer enamorada; ni siquiera tú, Howard Carter.

—Pensándolo bien…

Una mueca interrogativa provocó su furor.

—Sé sincero. Lo exijo.

—Pensándolo bien, tienes razón.

El Mena House, antiguo pabellón de caza del khedive Ismail, transformado en hotel de lujo durante las festividades que celebraron la apertura del canal de Suez, en 1869, acogía a las más ricas familias de El Cairo y a los huéspedes distinguidos. Inglaterra lo había elevado al rango de colonia, puesto que los súbditos de Su Graciosa Majestad disponían de un médico, un capellán y una nurse británica, así como de una biblioteca de seiscientos volúmenes.

En aquel anochecer de primavera, Carter estaba invitado al Mena House para gozar de su triunfo. El renombre del inspector había llegado a El Cairo, donde la buena sociedad organizaba una cena en su honor; el pequeño dibujante de Norfolk se había convertido en un arqueólogo reconocido y envidiado que los notables invitaban gustosamente a sus mesas. La limpieza de las grandes tumbas de la reina Hatshepsut y del Merenptah, llevada a cabo con tanta rapidez como rigor científico, convertían a Carter en el mejor excavador en activo.

Se sentía orgulloso y triste. Orgulloso por el trabajo llevado a cabo y los peldaños ascendidos, orgulloso de ejercer un oficio que le gustaba, pero triste por perder su tiempo en mundanidades mientras su diálogo con el Valle apenas comenzaba y la búsqueda de Tutankamón requería todos sus esfuerzos.

Antes de dirigirse al Mena House, emplazado al pie de la altiplanicie de Gizeh, subió hacia la gran pirámide. Con secas frases, apartó a los vendedores de falsas antigüedades y a los beduinos deseosos de alquilar asnos y camellos; levantando los ojos hacia la cima del fabuloso monumento, recordó la página de Chateaubriand que Newberry le había leído: «El hombre no levantó semejante sepulcro por el sentimiento de su inanidad sino por el instinto de su inmortalidad: este sepulcro no es el mojón que anuncia el final de una carrera de un solo día, es el mojón que marca la entrada a una vida sin fin; es una especie de puerta eterna, levantada en los confines de la eternidad».

Abandonó, a regañadientes, la gran pirámide para dirigirse a una cena mundana. Le rogaron que contara sus hazañas y le compadecieron por tragar tanto polvo.

Un abogado británico levantó una copa de champaña.

—¡Por nuestro nuevo Arquímedes! ¿Está usted informado del más fabuloso de los hallazgos?

—No… ¿Dónde?

—En Luxor, querido amigo, y en su ausencia.

Carter puso buena cara pese a su inquietud.

—¡Vamos! No le tendré en ascuas, seria cruel. Se trata de una tumba.

Carter apretó nerviosamente su servilleta.

—¿En el Valle de los Reyes?

—Precisamente.

Los comensales guardaron silencio.

—¿Se trata de una tumba real?

—Lo ignoro, pero nunca había sido abierta.

—¿Se sabe… qué contiene?

—Se sabe.

El abogado se expresó con énfasis.

—Se sabe, gracias a tres camellos blancos que salieron del panteón llevando montones de oro y joyas.

La concurrencia, encantada, rompió a reír.

Carter dejó sus cubiertos y se levantó, pálido.

—Perdonen que les deje tan pronto; la idiotez me corta el apetito.

Raifa, soñolienta, se acurrucó contra Carter, que acarició sus cabellos y la besó en el cuello.

—¿Cuándo nos casaremos, Howard?

—Pronto.

—¿Mañana?

—Quedan algunos detalles por arreglar.

—¿Mi dote?

—Maspero. Debo hablar con él.

Gaston Maspero estaba de muy buen humor; bebía una taza de café y comía una torta caliente llena de cebolla y habichuelas.

—Me complace verle. Carter; por su culpa no he dormido.

—¿Puedo conocer la razón de ese incidente?

—La calidad de su trabajo; es usted el más brillante de mis inspectores y su aportación al Servicio es absolutamente notable. Su éxito se debe a su encarnizado trabajo y a una excelente formación: el conocimiento del terreno, el dominio del árabe, un don para mandar a los obreros, su agudo sentido artístico.

—Tantos cumplidos me preocupan.

—¿Qué ocultan? ¡Un ascenso, querido Howard! A sus treinta años, ha sido usted designado para ocupar un puesto clave: inspector-jefe del Bajo y el Medio Egipto. ¡Las pirámides son suyas!