—¿Será prudente, doctor? ¡Es un viaje muy largo!
—Indispensable, lady Almina. El conde de Carnarvon se restablecerá más deprisa si se beneficia, cada invierno, de un clima cálido y seco. Egipto le ofrecerá una verdadera cura de juventud; debe evitar cualquier riesgo de bronquitis. De lo contrario, sus dificultades respiratorias se agravarán y no podré responder de su salud.
Lady Almina se inclinó. Hasta entonces, había conseguido yugular los deseos vagabundos de su marido; pero si su propia existencia estaba en juego, no debía impedirle partir. Una lluvia glacial caía sobre Highclere; la víspera, la nieve se había depositado en las altas ramas de los cedros. En el vestíbulo del castillo, lord Carnarvon contaba sus baúles. Divertido, advirtió que su mujer le había equipado para una expedición de varios años. Oculta tras un tapiz, ella le miró. Sus cabellos, de un rubio rojizo, estaban mal peinados, contrastando con el bigote impecablemente recortado; la juventud había abandonado aquel altivo rostro, animado sin embargo de una indiscutible alegría. La aventura, la amante del lord, reaparecía adornada con mil atractivos que ni la más afectuosa esposa, ni dos jóvenes hijos, ni la más hermosa propiedad de Inglaterra poseían.
Carnarvon se abrochó el cinturón del abrigo. Cuando besó a su esposa, ella advirtió que el espíritu del conde estaba ya en la tierra de los faraones.
Inaugurado en 1895, el Bristol era uno de los más hermosos hoteles de El Cairo. Como una especie de arquitectónico pudding Victoriano, tenía una pretenciosa columnata y respondía a las exigencias de la comodidad y la elegancia británicas. Desde el comienzo de su estancia, Carnarvon estaba viviendo un sueño digno de Las mil y una noches: sus dolores disminuían, su vista mejoraba, sus fuerzas aumentaban. Degustaba el aire y el sol como verdaderas golosinas, paseaba durante horas, a pie o en calesa, por las calles de El Cairo.
Muy a su pesar, participó en el Ramadán, desde el amanecer hasta el ocaso. Por juego, se empeñó en no alimentarse, no fumar, no pelearse, no blasfemar, no mentir y no envidiar al prójimo. Aquella ascesis alejaba el alma del materialismo y la abría a pensamientos espirituales. El conde no se vio decepcionado: un nuevo deseo de vivir se apoderó de él. Aguardaba con impaciencia el iftar, el momento en que terminaba el ayuno, las tiendas cerraban muy deprisa y las calles se vaciaban mientras se iluminaban los centenares de mezquitas de la ciudad. Luces triangulares, en forma de rombo o de media luna iluminaban cúpulas y minaretes. Carnarvon se detenía ante una cocina al aire libre, encendía un cigarrillo, bebía un zumo de albaricoque y comía, con buen apetito, arroz con pedazos de carne, ensalada y tortas llenas de habas calientes. Hacia las dos de la madrugada, no desdeñaba el cabello de ángel o un pastel de pistacho, antes de regresar al hotel y dormir hasta muy tarde, indiferente a los tamborileros que despertaban a la población para que se alimentara antes de que naciera la primera luz.
Dos días antes de que finalizara el Ramadán, una anciana lady no vaciló en abordarle en el vestíbulo del Bristol.
—¿No es usted el quinto conde de Carnarvon?
—Tengo ese honor.
—¡Ah! Sigo teniendo buena memoria. Conocí a su padre y usted se le parece mucho. Qué curioso país, ¿no es cierto? Escasísimo césped amenazado por la sequía, una dramática ausencia de lluvia y una penuria crónica de niebla. ¿Conoce usted El Cairo?
—Es mi primera visita.
—Volverá usted cada año; esta ciudad, amigo mío, es una droga. Naturalmente, ha cambiado y recibe demasiados turistas… ¿Por qué hiberna usted?
—Para curarme y dar un sentido a mi vida.
—¡Pues vaya a excavar! Al parecer, el suelo oculta maravillas. Un hombre joven debe tener objetivos y cumplirlos. Incluso durante sus vacaciones; un inglés ocioso traiciona a su país.
Excavar, revolver la tierra, exhumar olvidados tesoros, la idea tentaba a Carnarvon desde su infancia, pero nunca había conseguido formularla con claridad. Aquella anciana lady era su destino disfrazado: sus palabras le obsesionaron. Desdeñando calles y fiestas, recorrió los ministerios y las administraciones para informarse sobre el régimen de excavaciones. Pronto descubrió que sólo el dinero contaba. Un rico americano, Theodore Davis, acababa de obtener la concesión del Valle de los Reyes, aunque no tuviera ninguna experiencia arqueológica.
Mientras el conde degustaba una perca del Nilo en su mesa del Bristol, un coloso barbudo se sentó frente a él sin pedir su autorización. Levita negra, pantalón rojo y botas con espuelas le conferían un aspecto marcial.
—Temo que se equivoca.
—Es usted lord Carnarvon y yo me llamo Démosthène. Al menos, hoy; en mi oficio es prudente cambiar de nombre.
—¿Tendría usted inconveniente en que le hiciera expulsar del hotel?
—¿Quiere usted excavar? Eso no sirve de nada.
La carne del rostro de Démosthène era amarillenta y fofa; sus manos temblaban y su mirada se perdía a veces en el vacío. Carnarvon conocía esos síntomas, observados ya en tugurios de mala fama: el hombre se drogaba con hachís.
—Si quiere adquirir rarezas, diríjase a Démosthène.
—¿Sabe usted arqueología?
El coloso contuvo una gruesa risa.
—Tras haber sido pastor anglicano en El Cairo y vendedor de aguardiente adulterado en Alejandría, he descubierto una ocupación mucho mejor: vendo momias. Momias en buen estado, extraídas de tumbas auténticas. Son caras, pero vale la pena.
—Es probable. ¿De dónde las saca usted?
—¡Despacio, príncipe! Mis fuentes son sagradas; ¿y si habláramos del precio?
—De acuerdo, pero aquí no.
—¿Dónde?
—En la comisaría de policía más cercana.
Démosthène, con los labios súbitamente exangües, se levantó.
—Nunca nos hemos visto. No intente crearme problemas; estamos en Egipto, no en Inglaterra. Aquí, la existencia no tiene el mismo precio.
—¿Existen todavía… momias auténticas?
Con grandes pasos, el coloso atravesó la sala del restaurante; al pasar, empujó al camarero que llevaba un pudding a Carnarvon.
—Si me permite darle un consejo, milord, debiera usted desconfiar de ese personaje. Es un griego corrupto, ladrón, chivato de la policía y, tal vez, algo asesino al mismo tiempo.
—El segundo ángel bueno de mi jornada; ese griego y esa anciana inglesa merecen mi eterna gratitud.
El camarero sirvió el pudding. En ciertas circunstancias, era preferible limitarse estrictamente a servicio.
Lord Carnarvon rechazó el postre y contempló una bujía hasta muy pasada la medianoche; qué sublime resultaba una vida que salía de la nada y adquiría al fin sentido.