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—Me niego.

Maspero se puso rojo de cólera.

—¡No tiene que negarse a nada, Carter! ¡Yo dirijo el Servicio y yo decido!

—Como inspector de la región tebana, creo que tengo algo que decir.

—¡Tiene que ejecutar mis órdenes, eso es todo!

Su chaqueta de tweed, su pantalón de franela, su camisa almidonada y su pajarita a lunares daban a Carter aliento suficiente para contrariar a Maspero. A los veintinueve años, se había convertido en una personalidad de la sociedad de Luxor y ya no reaccionaba como un muchacho asustado.

—¿Incluso cuando se equivoca?

Gélido, el director del Servicio se levantó, rodeó su mesa y le hizo frente.

—Explíquese, señor Carter.

—Como científico, considera usted que excavar el Valle de los Reyes es inútil.

—Sí.

—¿Por qué entonces da un permiso de excavación a Theodore Davis, un aficionado sin experiencia?

—Porque este caballero tiene una importante cualidad: la fortuna. El Servicio no tendrá que desembolsar ni un solo céntimo. Muy al contrario, recibirá cierto dinero como homenaje y conseguirá su parte de los eventuales hallazgos.

—¿Es el dinero, pues, el único criterio? Si ese tipo destroza el paraje y lo invalida para cualquier estudio científico, ¿qué habremos ganado?

—Sus elucubraciones carecen de cualquier fundamento. Lo que a usted le molesta, Carter, es que el caballero sea americano: como todo inglés, detesta usted Estados Unidos. Yo necesito asegurar la financiación del Servicio.

—¿A costa de la destrucción del Valle?

—Claro que no, usted es inspector y es de su competencia.

—¿Qué significa eso?

—Que participará usted en las excavaciones de Davis.

—Ni hablar.

—No sea estúpido, Carter.

—Un profesional no puede someterse a la voluntad de un aficionado.

—No se trata de sumisión, sino de colaboración.

—Peor todavía; no colaboraré con el enemigo. Permítame que me retire.

Enclaustrado en su despacho, Carter lloró de rabia. No sólo se le escapaba el Valle sino que, además, caía en manos de un abogado americano, deseoso de llenar su retiro molestando a las sombras de los faraones. Carter tenía experiencia, se sentía dispuesto a explorar aquella tierra sagrada con amor y cuidado, y un intruso le robaba la meta de su existencia, con la ayuda de las autoridades.

Ni siquiera Raifa había conseguido consolarle; se había comportado como un amante lamentable, incapaz de olvidar la catástrofe. Odioso, había salido de la habitación dando un portazo y, sin duda, había roto su relación abandonándola, desnuda y sollozando, en el antiguo harén.

Su vida se derrumbaba.

Sólo Ahmed Girigar podía penetrar todavía en su antro. Le llevaba agua, fruta y tortas que él apenas probaba.

Sin embargo, un visitante consiguió forzar la puerta.

—¡Profesor Newberry!

—Celebro verte, Howard.

—Basta de congratulaciones: ¿le envía Maspero?

—Obstinarte es ridículo, Howard. Egipto te necesita.

—Pero el Servicio necesita a Davis.

—Le conozco y deseo favorecer un encuentro; mejor será decirte que no es un hombre fácil. Hazme el favor de aceptar. Controlando sus actividades, salvarás el Valle; este ideal exige que olvides tu vanidad.

—¿Merezco esa injusticia?

—No importa, combate con tus armas.

La mala educación de los americanos no era una leyenda: Theodore Davis estrechó brutalmente la mano de Carter con la seguridad del cazador convencido de conseguir su presa con el primer disparo.

—¿De modo que es usted el científico? Realmente, lo parece.

Theodore Davis, de mediana talla, daba una impresión de fragilidad; no se movía sin bastón, se cubría la garganta con un pañuelo blanco y la cabeza con un sombrero de ala ancha. Sus pantalones de montar y sus vendas como polainas le hacían parecer un jinete sin montura. Un abundante bigote, que se abría como las alas de un pájaro, le devoraba la parte baja del rostro; tras los redondos cristales de las pequeñas gafas, su mirada era agresiva.

—Tengo sesenta y cinco años y no deseo convertirme en arqueólogo, señor Carter.

—En ese caso, el Valle de los Reyes no le gustará demasiado.

—El derecho me aburre, excavar me divierte. Tengo la intención de descubrir gran cantidad de tumbas llenas de estatuas, sarcófagos, momias y objetos magníficos: me ayudará usted. Sepa que estoy acostumbrado a que me obedezcan y que me horroriza discutir con mis subordinados.

Newberry consideró urgente intervenir.

—Howard Carter no es, precisamente, su subordinado, querido Davis. La palabra ayudante sería más adecuada. El Servicio de Antigüedades desea ayudarle en su generosa empresa.

—Soy generoso, pero no malgastador. He pagado mi diezmo, quiero resultados. Le toca a usted, Carter; haga que me construyan una casa cercana al paraje. Mientras, viviré en un barco sobre el Nilo. Estaré fresco y me pasearé a voluntad.

—¿Y su plan de excavaciones, caballero?

—¿Un plan? ¡Para qué! Arrégleselas. En espera de los primeros resultados, voy a descansar en Assuan. Al parecer la ciudad es atractiva.

A finales de invierno de 1902, Carter dirigió un equipo de unos sesenta hombres que excavaban por cuenta de Theodore Davis. Aprovechando la mano de obra, hizo despejar los dos lados de la carretera que llevaba al Valle y resultaba demasiado estrecha para el creciente número de turistas; luego, la emprendió con una zona de un centenar de yardas situada en las tumbas de Ramsés IV y Ramsés II.

La suerte le sonrió; descubrió la sepultura en un paraje que el agua no había dañado. Al fondo, algunos vasos canopeos y una caja pintada de amarillo que contenía un paño de guerra hecho de cuero. Davis regresó de Assuan y chocó con Maspero. El director del servicio exigía los objetos para enviarlos a El Cairo; Davis se negó. Según la costumbre, correspondían al excavador, que pensaba regalárselos a un museo americano. Maspero encolerizó, Davis pagó. ¿Acaso el Servicio no necesitaba dinero?

El americano, descansado ya, había concebido un plan de excavaciones aberrante, caracterizado por una total ausencia de método. Intentó dirigir en persona el equipo, dio órdenes incoherentes, se movió en todas direcciones y sólo consiguió manchar de polvo su traje negro. Carter le seguía como una sombra protectora y discreta. Ni él ni el reis Ahmed Girigar protestaron. Davis procedía de un modo estúpido pero inofensivo. La primavera y sus calores quebrarían su entusiasmo.

Maspero no daba crédito a sus ojos. Leyó por tercera vez el informe confidencial de Carter sobre el verano que acababa de pasar en Inglaterra.

—¿Está soñando, Carter?

—No, señor director. Mistress Goff nos concede fondos destinados a la restauración de la tumba de Seti II, y el industrial Robert Mond para la de Seti I.

—¿Enamorados del arte egipcio?

—He conseguido que se dieran cuenta del interés de nuestro trabajo.

—¡Se está convirtiendo en un diplomático! Yo le concederé la electricidad en Abu Simbel.

Decepcionado por la pobreza de los resultados —una tumba pequeña con dos momias de mujer y algunos patos momificados— Davis instaló en Assuan sus cuarteles de invierno.

A comienzos del mes de enero de 1903, Carter realizó un largo paseo a caballo por el paraje de Deir el-Bahari. De pronto, las patas delanteras de su montura se hundieron en la arena y el jinete pasó por entre las orejas del caballo. Ni el animal ni el arqueólogo resultaron heridos; pero éste sólo tenía ojos para el milagroso agujero que muy pronto hizo ampliar por su equipo.

A ciento cincuenta metros de la entrada del pasadizo, una puerta sellada. Al otro lado, una sepultura que sólo contenía un ataúd de madera vacío y un bloque envuelto en una tela. Carter la sacó cuidadosamente: protegía una gran estatua de Mentuhotep II, vistiendo de blanco y llevando la corona roja. La última morada del faraón de severo rostro recibió enseguida el nombre de Bab el-Hosan, «la tumba del caballo».

En ausencia de Davis, Carter intentó una experiencia. Ahmed Girigar le había indicado el emplazamiento de dos pozos llenos de objetos en miniatura, instrumentos y piezas de vajilla con el nombre de Tutmosis IV: ¡El depósito de unos cimientos! Su presencia demostraba que la sepultura del rey debía de estar próxima; ahora bien, no figuraba sobre su lista, la única exhaustiva que se había hecho nunca. Un exhaustivo examen de los alrededores tenía que dar resultado.

El 18 de enero de 1903, descubrió unos amplios peldaños y una puerta. Pese a su deseo de seguir adelante, Carter respetó el contrato concluido con el excavador oficial: Davis tenía que entrar primero. Intentó en vano ponerse en contacto con él; se había marchado de excursión, era ilocalizable. Nadie sabía dónde había amarrado su barco. Creyéndose liberado de sus obligaciones morales, Carter bajó a la tumba.

La anchura del corredor, artísticamente tallado, anunciaba maravillas. La calidad de las pinturas confirmó esa primera impresión que, lamentablemente, pronto se convirtió en decepción: miles de fragmentos cubrían el suelo. Entre dos pedazos de porcelana azul yacía la cuerda que habían utilizado los ladrones. Carter cruzó el pozo, avanzó entre la masa de escombros y se detuvo horrorizado ante un niño de carnes negruzcas, erguido e inmóvil. No, no acababa de arrancarle del sueño de la muerte; no, no era un espectro vengador sino una infeliz momia despojada de sus vendas y apoyada en la pared. Trastornado, Carter sintió odio contra aquellos profanadores que habían martirizado al pequeño príncipe.

La apertura oficial de la tumba de Tutmosis IV tuvo lugar el 3 de febrero de 1903, en presencia de Maspero; los obreros de Carter contuvieron a una multitud de curiosos. Davis presumía.

—He aquí mi primera tumba, señor Maspero.

—Felicidades.

—Acertó al depositar en mí su confianza; estaba seguro de obtener resultados. Por cierto…, ¿dónde está Carter?

—Justo detrás de usted.

—Bueno, bueno…; ¿todo está dispuesto para la visita?

—He colocado tablas sobre los restos de antigüedades —dijo Carter—, pero la marcha puede ser penosa a causa del polvo.

—Qué lata; ¿más problemas?

—El alma errante de un pequeño príncipe cuyo último sueño fue turbado por los desvalijadores.

Davis pareció incómodo.

—Carter bromea —declaró Maspero—. Las momias no tienen ningún poder maléfico.

El americano dirigió al inglés una mirada asesina.