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Highclere se estaba convirtiendo en uno de los centros de la vida cultural británica. Despechado por la lentitud de su curación e incapaz de emprender largos viajes por el mundo, lord Carnarvon invitaba a su mesa a artistas, escritores e historiadores, en aquel año 1902 cuando el Pelléas de Gaude Debussy revolucionaba la música. Su esposa insistió para que ofrecieran su hospitalidad, también, a hombres políticos, financieros y notables, satisfechos de enfrentarse con el incisivo ingenio del dueño de la casa.

Un coronel retirado, gran aficionado a la caza y especialista en ingeniería militar, se lanzó a la apología de las conquistas británicas.

—Somos los garantes de la paz mundial. Cuando no combatimos para preservarla, construimos. Así, en Egipto…

—¿Hemos erigido acaso una nueva pirámide? —preguntó Carnarvon.

—¡Mucho mejor! Una presa.

—En Assuan, ¿verdad?

—Gracias a esa obra de arte, la felicidad de la población ha quedado asegurada.

—No estoy yo tan seguro.

Indignado, el coronel dejó su tenedor.

—¿Cómo puede dudarlo?

—Haciendo que Egipto pase del ciclo natural de inundaciones a la irrigación constante, modificamos brutalmente milenarias costumbres y las sustituimos por técnicas que son mal comprendidas y mal utilizadas.

—¡El progreso, lord Carnarvon!

—¿De verdad cree que la especie humana está progresando? ¿Considera que los barrios sórdidos de Londres son un progreso en relación con los templos de la Antigüedad y que nuestros pensadores son superiores a Platón, Lao-Tsé, Buda o al maestro de obras de la gran pirámide?

El coronel se arregló el cuello postizo de su camisa.

—Son opiniones… revolucionarias.

Lady Almina desvió la conversación evocando la última representación del Sueño de una noche de verano en la que la Royal Shakespeare Company se había mostrado, una vez más, a la altura de su reputación.

Cuando los invitados se hubieron marchado, sola junto a su marido ante el fuego que brillaba en la chimenea del gran salón, creyó conveniente intervenir.

—¿No has ido demasiado lejos?

—El mundo es absurdo, querida, e Inglaterra delira.

—¿No es el centro de un formidable imperio que garantiza el equilibrio de los pueblos?

—No por mucho tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—El porvenir me interesa tanto como el pasado. Durante esta interminable convalecencia, he tenido tiempo de leer la prensa y los estudios de los especialistas. El imperio se resquebraja, Almina; mañana, se descompondrá. Las colonias reclamarán la independencia.

—Nuestro ejército reducirá a silencio a los revoltosos.

—Lo intentará, lamentablemente.

—¿Lamentablemente?

—Oponerse a un río cuyo caudal aumenta hora tras hora es una estupidez; mejor sería canalizarlo. Pero los políticos sólo piensan en su momentáneo interés; como de costumbre, cuando tomen conciencia de la realidad será demasiado tarde.

Carnarvon arrojó un tronco en la chimenea donde las llamas componían un ballet cuyas figuras se renovaban sin cesar.

—Qué horribles pensamientos, querido; te deprimen.

—Muy al contrario.

—¿Vas…, vas a ponerte a la cabeza de un partido de la oposición?

El conde estrechó tiernamente a su esposa.

—Inglaterra es una pequeña isla que se cree un continente; sabes muy bien que detesto la pequeñez y que no me preocuparé.

—No me tranquilizas demasiado; tienes algún proyecto…

—¿Insensato? Todavía no. Mi estado físico me impide lanzarme a una nueva vuelta al mundo en solitario, pero no puedo permanecer inmóvil como agua estancada.

—¿Cómo te atreves a hablar así? Piensa en tus hijos, en tus posesiones, en mí.

—Soy feliz e infeliz, Almina; ése es mi drama. Te amo, quiero a mi hijo y a mi hija, amo a esta tierra… Pero hay en mí otro amor, que no consigo aclarar y que me asfixiará si no consigo expresarlo.

—Eres tan difícil de comprender, querido.

—Lo acepto; también para mí es una tarea sobrehumana.

Almina se acurrucó contra su esposo.

—Júrame que no saldrás de Highclere.

—Jamás un Carnarvon ha sido culpable de perjurio.

Almina contuvo sus lágrimas; le era posible luchar contra un enemigo conocido; fuera una amante o una ambición, pero no contra la presencia invisible que corroía el alma de George Herbert. Como él, Presentía que imprevisibles acontecimientos trastornarían la apacible existencia a la que se asía con todas sus fuerzas.

Se adormeció en sus brazos.

El conde permaneció despierto, pensando en los lejanos horizontes que aquel maldito accidente le había hecho perder para siempre. Se había sumido en la comodidad familiar sin doble intención, con el deseo de olvidar la aventura; su lucidez le obligaba a advertir el fracaso. La respuesta, la única respuesta que aguardaba de la vida, seguía huyendo de él: ¿para qué destino estaba hecho?