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—Carter —anunció decidido Maspero—, debemos llevar a cabo una operación de prestigio que dé al Servicio de Antigüedades una buena reputación. El nuevo Museo de El Cairo reunirá las colecciones que existen en Egipto; gracias al establecimiento de un catálogo general, procederemos al inventario de todos los objetos, desde la más pequeña estatuilla hasta el coloso.

—Magistral programa.

—Su aliento me satisface. El catálogo, eso es lo esencial.

Carter no compartía esta opinión; en un país como Egipto, lo más importante era excavar y descubrir; pero Gaston Maspero daba marcha atrás.

—Como inspector de la región tebana, le confío dos misiones prioritarias: la primera consistirá en llevar hasta el Museo de El Cairo las momias reales ocultas en la tumba de Amenhotep II.

—¿Formarán pues parte de la colección?

La frase irritó al director.

—¿Mi decisión le enoja?

—¿Y la segunda misión?

—Un rey auténtico tiene un valor incalculable en el mercado de antigüedades; Amenhotep II reposaba en su sarcófago original, encárguese de que vuelva a él. Los turistas podrán admirar a un verdadero faraón en su verdadera tumba.

Tomado por sorpresa. Carter balbuceó.

—¡Me da…, me da usted una inmensa alegría!

Huraño, Maspero se sumió de nuevo en un expediente.

—Dese prisa. Incluso las momias detestan esperar.

La inhumación de Amenhotep II, el rey de los vigorosos brazos y el incomparable valor, fue un momento de felicidad que iluminó la joven carrera de arqueólogo de Howard Carter. Fuera, el cielo era de un tierno azul, transido de una luz dulce que incitaba al recogimiento. Con la ayuda de Ahmed Girigar y algunos guardias, se desplazó silenciosamente por el camino que, tres mil quinientos años antes, había tomado aquel mismo faraón.

Llevaban, con precaución y respeto, a uno de sus antepasados, un ser próximo y lejano a la vez, hombre y dios. Sus pasos levantaban una fina polvareda que el viento del norte disipaba. Hasta la entrada de la tumba no se escuchó ni una sola palabra; tal vez los guardianes recitaran, en su interior, las plegarias musulmanas. Carter pensó en el ritual de la abertura de la boca, que hacía resucitar al muerto devolviéndole el uso del verbo.

La procesión, siempre silenciosa, penetró en la noche del sepulcro; la marcha se hizo más lenta, los ojos se acostumbraron a la oscuridad. Carter sólo había autorizado una antorcha, fabricada a la antigua, con un viejo tejido empapado en aceite de sésamo, para evitar el hollín del humo.

Cuando depositaron el ataúd en su sarcófago, le costó contener las lágrimas; celebrando aquellos intemporales funerales, tuvo la sensación de realizar un acto justo.

Mucho tiempo después de la ceremonia, soñó, sólo en la penumbra, en los fastos de un tiempo en el que la muerte era luminosa.

A poca distancia del templo de Luxor, una vieja mansión particular albergaba uno de los últimos harenes de Egipto. Poblado antaño por lascivas mujeres, objeto de todas las atenciones del potentado local, aquel establecimiento decaía a simple vista; la pintura de los mucharabiehs se desconchaba y los estucos parecían leprosos.

Howard empujó la puerta de oxidados herrajes, convencido de que se enfrentaría a un eunuco provisto de un garrote; sólo había una decena de pobres diablos que fumaban hachís. Un horrible hedor a cebolla frita probaba que aquellos poco atractivos huéspedes cocinaban también.

¿Por qué le había citado Raifa en aquel sórdido lugar? Leyó de nuevo la nota que le había entregado un muchacho. No cabía duda. Intentó interrogar a los inquilinos. Embrutecidos por la droga, no le respondieron. Irritado, retrocedía ya cuando la puerta se abrió dando paso a Raifa.

Sus ojos de un verde acuoso, la dulzura de su rostro y la elegancia de su porte le aprisionaron en aquella red de encantos que tan bien sabía desplegar, el antañón harén se transformó en un palacio de maravillas donde brillaban los dorados.

—Ven —dijo ella tomándole de la mano.

Subieron corriendo al primer piso.

Le llevó a una alcoba forrada de terciopelo rojo y presidida por una cama de baldaquino iluminada por un rayo de sol que pasaba a través del mucharabieh.

—Nadie nos molestará; Gamal no conoce este lugar.

—Te amo, Raifa.

—Pruébalo, Howard.

El desafío exigía una réplica rápida; Raifa no resistió mucho tiempo.

Por orden de Maspero, Carter se había visto obligado a inspeccionar el sur de la provincia de Tebas y señalar los vestigios arqueológicos; aquel meticuloso trabajo le alejó del Valle y de Raifa.

Transcurrido un mes desde el inicio de la misión, recibió un telegrama: el director del Servicio le ordenaba que regresara a Luxor abandonando lo que tuviera entre manos.

Maspero le recibió en su barco, omitiendo los saludos convencionales.

—El asunto es grave: la tumba de Amenhotep ha sido violada, su puerta derribada y la momia dañada.

La indignación hizo enmudecer a Carter.

—Los primeros desvalijadores del siglo XX… ¡Es insensato! ¿Quién puede ser tan abyecto como para profanar los venerables despojos? He llamado a la policía, claro, han hecho una investigación tan rápida como decepcionante: el guardián no vio nada; ningún testigo, ningún rumor, ninguna pista. Encárguese de la momia, Howard, y repare los daños.

—El culpable…

—Olvídese del culpable, no le identificaremos. Ya hemos hecho bastante el ridículo.

El drama permitió a Carter regresar al Valle, aunque las circunstancias fueran lamentables; antes de cruzar el umbral, había tomado la decisión de poner en marcha de nuevo la investigación.

La primavera hacía huir a los turistas que temían el calor, asfixiante enseguida, en el centro del circo montañoso; los escasos visitantes se apretujaban ante la entrada del sepulcro víctima de los ladrones, como si aguardaran un nuevo drama. Con la ayuda de Ahmed Girigar, Carter les apartó para examinar con tranquilidad el lugar del crimen.

La puerta metálica colocada por el Servicio había sido forzada por un instrumento de fácil identificación: una palanqueta.

—¿Quién tiene palanquetas en Gournah?

—El herrero —repuso el reis.

Interrogaron al artesano que afirmó haber sido robado, pero mintió al pretender ignorar la identidad del culpable.

Carter regresó a la tumba y, ante la asombrada mirada de Ahmed Girigar, tomó moldes de yeso de unas huellas de pies bastante sospechosas.

—¿Conoces a alguien que pueda identificarlas?

—Un camellero. Recorre las pistas del desierto desde su juventud y descansa en Gournah entre dos viajes. El estudio de las huellas es su distracción preferida, ya sean de un animal o de un ser humano.

El experto no le decepcionó. Su diagnóstico fue formal: si quería verificarlo, bastaba con pasear ante la casa de los Abd el-Rassul. Carter no vaciló. Sus investigaciones llenaron de turbación a los miembros del clan; fue invitado a mostrar los moldes a su jefe.

—¿A qué viene todo eso, señor Carter?

—A demostrar que está usted a la cabeza de la banda de desvalijadores que ha profanado la tumba de Amenhotep. Por ello todos los testigos callan, incluido su cómplice, un guardián.

El rostro de Abd el-Rassul se endureció.

—No insista. No logrará nada.

Al anochecer, justo después de la oración. Carter regresó con una escuadra de policías que procedieron a un registro en toda regla cuyos resultados superaron sus mayores esperanzas: collares, figuritas funerarias, vendas de momias, fragmentos de relieve cortados con sierra y procedentes de varias tumbas probaban la culpabilidad del clan.

Abd el-Rassul no lo negó.

El proceso se celebró unos días más tarde; el tribunal de Luxor estaba repleto. Carter compareció como testigo. El presidente le interrogó mucho rato; describió las etapas de la investigación que le habían llevado hasta el culpable.

—¿Dónde están las pruebas, señor Carter?

—En manos de la policía. Señoría.

—Se equivoca usted.

—Fui testigo, Señoría… Innumerables piezas arqueológicas fueron halladas en el sótano de Abd el-Rassul.

—No es cierto. El atestado no lo menciona.

—Señoría…

—Dada la ausencia de pruebas, este tribunal declara inocente a Abd el-Rassul.

Maspero y Carter devolvieron a su sarcófago el cuerpo de Amenhotep II; en adelante, los visitantes que se colocaran sobre el panteón contemplarían al faraón en su postura hierática, dispuesto a viajar por el otro mundo.

—No se sienta decepcionado, Carter; nadie ha conseguido nunca poner al clan entre rejas y nadie lo logrará.

—No soporto la injusticia.

—Adopte una estrategia mejor.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando no se puede derribar a un enemigo, mejor es aliarse con él.