25

Golf, fotografía, paseos con su esposa y sus hijos, largas siestas y tardes de lectura en la biblioteca de Highclere… La vida de castillo que lord Carnarvon llevaba se le hacía cada día más pesada. Pese a las afirmaciones de los médicos, las secuelas de su accidente no desaparecían. La mandíbula y la espalda le dolían, arrastraba la pierna y pasaba las noches en blanco.

Almina seguía siendo dulce y paciente aunque el humor de su marido se degradara; ya no bromeaba, ya no jugaba con su hijo y su hija, guardaba silencio durante horas y horas. La joven aprovechó un rayo de sol que iluminaba el parque para abrir su corazón.

—Estás en una cárcel, querido.

—Comienzo a odiarme, Almina.

—¿Por tus heridas?

—Un hombre tullido no merece vivir.

—Dices tonterías.

—Soy un tullido.

—Eres un tozudo.

—¿Te atreves a afirmar que soy todavía capaz de mandar un yate, de conducir un coche de carreras o de derribar a un luchador de feria?

—Ese tipo de hazañas carece de interés; mucha gente más o menos mediocre es capaz de hacerlas. En cambio, ser el quinto conde de Carnarvon es una tarea fascinante; ¿no crees?

Carnarvon miró el sol hasta deslumbrarse.

—Has recuperado por completo el uso de tus ojos; la curación debiera alentarte a luchar. Los Carnarvon han desafiado siempre a la adversidad con un valor admirable y admirado; ¿serás la excepción a la regla?

George Herbert inclinó la cabeza. Conmovida, su esposa se le acercó.

—Perdóname, te he herido.

—Tienes razón: me comporto como un cobarde.

—No seas injusto contigo mismo y no dudes de que te admiro.

Lord Carnarvon se volvió hacia su esposa.

—Sin ti, habría renunciado.

—Si mi presencia puede apresurar tu curación, no vaciles en abusar de ella.

—Necesito soledad, Almina; de ella obtengo mis fuerzas.

—Respetaré tu deseo siempre que cumplas una promesa: mejorar tus resultados en el golf.

Carnarvon, pese a sus dolores, fuertes a veces, se obligó a manejar los palos y a recorrer largas distancias de un agujero a otro. El rigor de aquella ascesis logró alejar los oscuros pensamientos; recuperar la movilidad, aun relativa, era un objetivo exaltante; el placer del juego y una buena serie de resultados dieron sabor al esfuerzo.

Sin embargo, ver acercarse al emisario del gobierno fue una sorpresa.

—Felicidades, lord Carnarvon; se está convirtiendo en un excelente golfista.

—Demasiado nerviosismo en los golpes de acercamiento y falta de precisión en la salida; no desespero.

—Un día tan agradable invita a hacer proyectos para el porvenir.

—El mío está a mis espaldas.

—Permítame no estar de acuerdo con usted; aun renunciando a una carrera política a plena luz, existen muchos otros medios de servir a su país. ¿Podríamos evocar sus recuerdos de Oriente?

—Sin duda preferiría usted mis análisis políticos.

—Antes de tomar decisiones, el Foreign Office consulta a los mejores expertos; al secretario de Estado le gustaría comer con usted.

Antes de su accidente, Carnarvon habría respondido con una observación irónica; ahora, la invitación le distraía.

Cuando su marido aceptó dirigir una caza del zorro y le autorizó a organizar una gran cena en Highclere, Almina supo que el quinto conde de Carnarvon había recuperado su rango y sus deseos de vivir. Aunque se empecinaba en negarse a utilizar esmoquin y se puso su chaqueta preferida, de sarga azul, se lanzó a acerbas observaciones y a ingeniosas frases con su talento habitual.

—Si no fuera usted uno de los nobles más ricos del reino —preguntó una baronesa—, ¿qué le habría gustado ser?

Carnarvon no se lo pensó mucho.

—Alguien como Schliemann.

—¿Pintor o jockey?

—Ni lo uno ni lo otro. Arqueólogo.

—Qué desagradable trabajo. Polvo, calor, sudor… ¿Qué descubrió su Schliemann?

—Troya.

—La ciudad de Homero, ¿verdad?

—Si quiere decirlo así.

—¿Sería usted capaz de descubrir una ciudad entera, llena de oro y oculta bajo la arena?

—A riesgo de decepcionarla, baronesa, me temo que no. Su pregunta era sólo un juego y mi respuesta un sueño.

Su marido llegaba con retraso a la cena. Lady Almina, tras un tiempo prudencial, se preocupó. Como el criado de lord Carnarvon tenía su noche libre, tuvo que dirigirse en persona a la biblioteca.

—¿No sabes qué hora es?

—Mucho me lo temo.

—¿Qué te trastorna así?

—Ese grueso libro de un francés, sobre el antiguo Egipto.

—¿Cómo se llama ese importuno?

—Gaston Maspero.

—¿Piensas invitarle a Highclere?

—Vive en Egipto.

—¡Qué horror! Debe de ser insoportable… Al parecer, el invierno es agradable; pero las demás estaciones son caniculares. ¿Qué constitución debe tenerse para soportar tan inhumanos climas?

—Lo ignoro, Almina. No conozco Egipto.

—Has dado varias veces la vuelta al mundo.

Carnarvon cerró el libro y se levantó.

—Un genio maligno me apartó de ese país mágico.

—«Genio maligno», «magia»… ¿Te estás volviendo supersticioso?

El conde ofreció el brazo a su esposa; caminaron lentamente por el pasillo hacia el comedor.

—Nuestro mundo es más misterioso de lo que parece; fuerzas ocultas lo recorren, aunque nuestros ojos no lo perciban. Los egipcios las estudiaron como lo hacen nuestros científicos.

—¡Este libro es una calamidad! No sólo provoca tu retraso sino que te sugiere, además, pensamientos muy raros. Olvida a Maspero, Egipto y sus demonios, y ven a probar el salmón que ha preparado tu cocinero.

El conde cumplió sus obligaciones con la cabeza en otra parte.