—¡Señor inspector, venga pronto! ¡Es grave, muy grave!
El gaffir estaba trastornado; una columna acababa de derrumbarse en la tumba de Seti I, la más hermosa y la mayor del Valle.
Carter se personó en el lugar para comprobar los daños y tomar medidas urgentes. Una vez más, se sintió deslumbrado por aquella capilla sixtina del antiguo Egipto; el esplendor de las pinturas que parecían recién hechas, la perfección de los jeroglíficos que narraban el peligroso viaje del sol por el mundo subterráneo, y la presencia de las divinidades que ayudaban al faraón a renacer producían una emoción intensa. A menudo venía a recogerse ante la representación de Nut, la diosa del cielo, inmensa mujer de cuerpo cubierto de estrellas; por la noche, devoraba el astro del día y, cada mañana, lo paría de nuevo.
Carter no tuvo tiempo de consagrarse al estudio de aquellos inigualables frescos; era necesario apuntalar la parte derrumbada con vigas de madera, cerrar la tumba al público y dirigirse enseguida a ver a Maspero.
El director del servicio, cansado de la ciudad, había instalado su cuartel general en un barco, una dahabiya que se llamaba «Miriam». Podía así desplazarse con facilidad de un paraje a otro, utilizando el Nilo, al modo de los antiguos. Maspero, cuyo pequeño despacho estaba lleno de informes y expedientes, parecía de mal humor.
—¿Qué ocurre en el Valle, Carter? Al parecer, la tumba de Seti I está casi destruida.
—El rumor exagera un poco el incidente, pero el asunto no es desdeñable: ha caído una columna. Se están llevando a cabo ya los trabajos de restauración.
—¿Y los turistas?
—Visita prohibida.
Maspero, echándose hacia atrás, se balanceó en su sillón.
—¡Ah, los turistas! Qué ralea… Dos mil personas anuales en el Valle, una verdadera colonia instalada en Luxor de diciembre a abril, charlatanes, locos y enfermos que vienen a tomar el sol y a degradar los monumentos.
El director del servicio adoptó una posición más augusta y miró serenamente a su inspector.
—¿Es eso lo que piensa, Carter? ¿Son ésas sus palabras?
—Tanto en la letra como en el espíritu. Esa gente sólo piensa en presumir en los hoteles de lujo, coquetear, intercambiar sus tarjetas de visita; van de recepción en recepción, juegan al tenis y al bridge, inventan continuamente nuevas distracciones. Lamentablemente, en su programa figuran un picnic obligado en el Valle de los Reyes y una visita a las tumbas. No les conceden el menor interés ni, menos aún, el menor respeto; sus guías ennegrecen los muros con el humo de las antorchas y todos se divierten tocando los relieves. Se imponen medidas drásticas, señor director, si quiere salvar esos inestimables tesoros.
—¿Lo duda usted?
—Actuemos.
—¡Actuar, actuar! ¡Qué fácil es decirlo! ¿Piensa prohibir a los turistas el acceso al Valle?
—¿Por qué no, mientras se está excavando?
—Ha sido ya excavado, Carter.
—El descubrimiento de la tumba 42 y la de los tres canteros de Amón, que llevará el número 44 en mi lista, prueban lo contrario.
El argumento hizo vacilar a Maspero; se recuperó pronto.
—Panteones violados, vueltos a utilizar, carentes de mobiliario y hermosos objetos… Hallazgos muy modestos que sólo interesan a un apasionado como usted. Métase en la cabeza que centenares de desvalijadores pasaron ya por allí y que sólo dejaron migajas. ¿Qué propone para las tumbas del Valle más visitadas?
—Construir muretes para preservar las entradas de las caídas de piedras y de aguas torrenciales, trazar caminos para canalizar la oleada de visitantes e instalar balaustradas en las tumbas para impedirles que se peguen a las paredes.
Maspero abrió un expediente.
—Hummm… Es factible. Mi presupuesto lo permite.
—Eso no es todo; queda lo esencial.
—Lo esencial esperará: no me queda dinero.
—Sin embargo, debemos luchar contra el hollín.
—¿De qué modo?
—Utilizando la electricidad en las tumbas principales.
—¡La electricidad! ¿Quién va a proporcionárnosla?
—Un generador, en el Valle.
Maspero, irritado, rompió un lápiz.
—Es usted un revolucionario. Carter; déjeme trabajar en paz.
—¿Me veré satisfecho, señor director?
—No insista.
En cuanto corrió la noticia, llegaron los turistas: gracias a la luz eléctrica, por fin era posible admirar todos los bajorrelieves. Carter no había impedido la muchedumbre de curiosos, pero la supresión de las antorchas y la colocación de vallas aseguraban la salvación de los monumentos; durante algunas horas, se vio obligado a transformarse en cómitre y calmar a los excitados que aullaban de satisfacción viendo cómo el progreso se insinuaba en el Valle.
Por la noche, regresaba la calma; sentado en una de las colinas que dominaban las tumbas reales. Carter degustaba la soledad y los momentos de gracia durante los que le parecía comunicar con el alma de los reyes vencedores de la muerte.
Los guardias no se aventuraban por las tinieblas del Valle, poblado de demonios que volvían loco, ciego y mudo; ignoraban las fórmulas jeroglíficas capaces de ponerlos a su merced. A veces, un búho o un murciélago le rozaban; un zorro bajaba por una pendiente, en busca de alguna presa.
Su esperanza crecía. Gracias a la ausencia de inscripciones, Carter sabía que ningún viajero griego o romano había visitado las tumbas 42 y 44, cerradas desde la Antigüedad; en consecuencia, bajo la arena se ocultaban todavía sepulturas importantes. Se habían limitado a apresuradas excavaciones, satisfaciéndose con los espectaculares resultados y, luego, se había creído, de modo arbitrario, que el Valle permanecería mudo para siempre.
Mirándolo con atención, advirtió que en aquel grandioso paisaje casi nada era natural. Aquí, treinta fragmentos de piedra calcárea; allí, rocas en desorden y caminos abiertos por los constructores; más allá, los enormes escombros de las excavaciones modernas… ¿Y aquellos inmensos acantilados, aquella pirámide dominadora no habían sido tallados por la mano del hombre?
¿Cuántas toneladas tendría que remover antes de descubrir la puerta de una tumba real no violada que, tal vez, sólo existía en su imaginación?
La duda le laceró. Todavía no era digno del Valle.