En Gournah el despacho de Carter no era grande ni lujoso, pero representaba un éxito extraordinario y la posibilidad de establecer un plan de investigaciones a lo largo de varios años, plan en el que se incluía su querido Valle.
Instalado al fondo de un local rectangular presidido por dos ventiladores, recibía a poca gente, prefiriendo la compañía de las obras eruditas a la de los insoportables pedigüeños. Sus tres subordinados, naturales de la aldea vecina, tenían la consigna de alejar a los importunos; por lo tanto, las banquetas adosadas a las dos largas paredes permanecían, con frecuencia, vacías.
¡Qué fácil era excavar el Valle con un mapa y un lápiz! Carter tenía ganas de perforar en diez lugares distintos y preveía varios centenares de obreros trabajando, cuyos alegres cantos preludiarían el descubrimiento. Pero carecía de los miles de libras esterlinas sin los que ninguna excavación podía emprenderse.
—Dos de sus compatriotas desean verle, señor inspector.
—¿Sus nombres?
—Se niegan a darlos y afirman poseer informaciones que le interesarán mucho.
La curiosidad le impulsó a conceder la entrevista. Los dos ingleses eran hombres maduros, de rostro ajado y groseros rasgos: habría jurado que se trataba de dos hermanos.
—Vivimos en Luxor —declaró el primero— y el Valle nos intriga. Por ello solicitamos autorización para excavaciones.
—Han hablado ustedes de información…
—Primero nuestra autorización.
—¿Son ustedes arqueólogos?
El segundo se adelantó.
—Hemos trabajado con Loret; eso debiera bastarle.
—¿No estarán organizando un tráfico de antigüedades?
—Eso no sería ilegal.
—Ahora sí. Como inspector de esta región, desapruebo esas prácticas y haré que sus autores sean condenados.
Ambos hombres se consultaron con la mirada y retrocedieron.
—No se vayan tan deprisa, caballeros. ¿Y las informaciones?
—Nos hemos equivocado, no…
—O hablan o les acusaré.
La amenaza les detuvo.
—Voy a ayudarles, caballeros: si desean un permiso de excavación es que conocen ya el lugar donde dar el primer golpe de pico. Supongo que Loret descubrió la entrada de una tumba; cuando supo que le habían destituido, prefirió cubrirla.
Ninguno de los dos protestó; Carter había acertado.
—He aquí un mapa del Valle. Indíquenme el lugar y desaparezcan.
Numerosos obreros se habían reunido a la entrada del Valle, movidos por algún presentimiento; cuando un acontecimiento se aproximaba, se movilizaban gracias a un instinto secular.
—Que venga el jefe de los guardianes —exigió Carter.
Abriéndose paso a través de las filas, el reis avanzó.
—¡Ahmed Girigar! Ha ascendido usted.
—También usted, señor Carter; me satisface poder trabajar con usted.
—También a mí.
—¿Cuándo comenzamos?
—Enseguida; necesito hombres con experiencia.
Ahmed Girigar seleccionó a los mejores; impartió con tranquilidad sus órdenes y fue obedecido inmediatamente.
Se dirigieron hacia el acantilado; Carter caminaba a la cabeza, impaciente por llegar a aquella tumba inédita.
El trabajo fue rápido y fácil; había pocos bloques grandes, sólo piedras, arena… y la cavidad. Daba a una escalera bastante ancha, en excelente estado. Ninguna inscripción mencionaba el nombre del propietario. En cuanto Carter se introdujo por el alto y recto corredor, seguido por Ahmed Girigar, supo que la sepultura había sido violada. La cámara funeraria, de forma oval, era una obra notable, aunque el sarcófago, desprovisto de textos, no estuviera terminado.
Se arrodilló y recogió una roseta.
—Mira, Ahmed. Procede de un colgante de oro incrustado de piedras preciosas: las diosas que pinté en Deir el-Bahari llevaban algunos parecidos.
Aquella tumba, como tantas otras, había contenido fabulosas riquezas; sólo quedaban escasas reliquias, con el nombre de un alcalde de Tebas, Sennefer, y de su esposa; Carter atribuyó el número 42 a su última morada.
Los dos eruditos comían pichón asado en un restaurante típico de Luxor; el primero era francés, el segundo inglés. La egiptología sobre el terreno, tanto para el uno como para el otro, sólo representaba una etapa; sus carreras les llevarían hacia puestos de profesor en París y en Londres, lejos de un país que no les gustaba.
—¿Ha leído usted el último tomo de los Anales del Servicio de Antigüedades? —preguntó el francés.
—El tal Carter, aunque sea un compatriota, comienza a exasperarme.
—No es usted el único; está indisponiendo a la comunidad científica. Publicar la tumba 42, donde no hay el menor tesoro, es una idea fuera de lugar.
—Si le dejan seguir, redactará informes sobre las sepulturas violadas y sobre los menores agujeros del Valle: ridiculiza a sus predecesores y deja en falso a sus colegas. ¡Planos, alzados, croquis! Como si no tuviéramos más preocupaciones… Ese Carter quiere aplastamos bajo el peso de un trabajo inútil. Es ambicioso, vengativo y exagerado, sin duda porque nació en una familia pobre.
—Impediremos que siga perjudicando, querido colega.
—Me satisface que nos pongamos de acuerdo: o Carter se doblega o se quebrará.
Carter tuvo conciencia de estar trastornando los hábitos de una pandilla de perezosos e incapaces para quienes Egipto y la egiptología eran sólo un pasatiempo algo esnob. Quien buscara realmente la verdad del pasado debía consagrarle tantos cuidados como a la observación del presente y a la preparación del futuro.
Un mes después del descubrimiento de la tumba 42, Ahmed Girigar solicitó una entrevista al abrigo de oídos indiscretos. Tras haber cerrado su despacho, Carter le siguió hasta un vallecillo desértico donde, durante las tormentosas lluvias, se formaba un torrente.
—Cuatro obreros que trabajaban para Loret han confesado una tentativa de robo.
—¿En qué tumba?
—Una sepultura desconocida que el francés volvió a tapar, como la 42. Los cuatro hombres intentaban entrar en ella cuando un affrit les sorprendió; es un carácter bastante agresivo que les retorcía el cuello y les impedía respirar.
—¿Indicaron el emplazamiento?
—Le llevaré allí.
El reis condujo a Carter hasta una pequeña hondonada que custodiaba la tumba de Ramsés XI; le mostró un hueco en la arena donde había algunos fragmentos de piedra.
—Convoca a los obreros y cavemos.
A quince pies por debajo de los restos, descubrieron un pozo; al fondo, una puerta intacta.
Ahmed Girigar advirtió el entusiasmo de Howard Carter.
—No se alegre prematuramente; Loret entró antes.
Inquieto, Carter se deslizó hacia el interior; en el techo, nidos de avispa hechos de tierra, característicos de las tumbas tebanas violadas mucho tiempo atrás.
Dos ataúdes de madera, cubiertos de resina blanca, y un tercero, blanco, conteniendo una momia perteneciente a canteros del templo de Karnak; entre las vendas, hojas de mimosa, de loto y de persea. Ni rastro de Tutankamón.