19

La mañana del 9 de marzo de 1898, Howard Carter fue arrancado de los brazos de Raifa por un rumor que, tras haber circulado de aldea en aldea, estaba en todos los labios. Con voz agitada, el escribano público explicó a los ociosos cómo un arqueólogo francés, Víctor Loret, acababa de descubrir en el Valle de los Reyes una tumba intacta que contenía el sarcófago de un rey desconocido.

Por la abierta ventana, cubierta por una cortina, Carter no perdió una sola palabra; su joven amante, sonriendo adormilada, pensaba en otras fantasías.

—¿Adónde vas, Howard? Apenas ha amanecido.

—El sol está ya alto, Raifa, hemos dormido mucho.

—¿Dormido?

La besó tiernamente.

—¿Me das permiso para tratar a una momia?

Al separarse de ella, su jovialidad desapareció. La noticia le había trastornado; cuando, el 12 de febrero, aquel mismo Loret había encontrado el sarcófago vacío de Tutmosis III, el Napoleón egipcio, un presentimiento se había apoderado de Carter. ¡Aquel francés tenía derecho a excavar en el Valle! Además, la suerte parecía acompañarle…; ¿no habría caído en sus manos la tumba de Tutankamón?

Cuando Carter llegó al lugar del hallazgo, donde montaba guardia una decena de gaffirs, Loret se había marchado a Luxor. El inglés quería preguntarle la exacta naturaleza de las maravillas que sacaba de las tinieblas; en su ausencia, sólo podía convencer a los cancerberos para que le dejaran entrar en la cámara de los tesoros.

Como todos conocían a Carter, su tarea fue fácil y pronto obtuvo el consentimiento. Pasando por una brecha hecha en la tapiada puerta, acceso indiscutible a una sepultura real, caminó iluminándose con una antorcha. Sin su débil luz, habría caído en un pozo ancho y profundo. Tuvo que volver a la superficie y solicitar una escalera; atravesándola sobre el abierto agujero, improvisó un puente que le permitió franquear el obstáculo. Impaciente, avanzó con apresurados pasos hacia la sala del sarcófago.

Éste, efectivamente, estaba en su lugar.

Se acercó a él con respeto, temiendo encontrar al faraón que le obsesionaba desde que llegó a la tierra de los dioses.

En el interior de la cubeta reposaba un rey. En su cabeza, un ramillete de flores; a sus pies, una corona de hojas. Por primera vez, un excavador resucitaba a un monarca egipcio en el mismo lugar donde, gracias a los ritos, vivía en la eternidad.

Y el excavador no era Howard Carter.

Con los ojos cerrados, jadeando, se concentró; era inútil retrasar por más tiempo el momento de descifrar las inscripciones y conocer el nombre del faraón. Nunca había retrocedido ante la realidad; si su sueño se rompía, quería al menos rendir homenaje a Tutankamón.

Acercó la antorcha a los jeroglíficos y descubrió los cartuchos que contenían la palabra fatal. Leyó «Amón»…, ¡pero no Tutankamón! La momia, el sarcófago, la tumba pertenecían a Amenhotep II, soberano que había hecho célebres sus hazañas con el arco y el remo.

Tranquilizado, alegre como un chiquillo con zapatos nuevos, se sentó largos minutos en el polvoriento suelo del sepulcro; su derrota se transformaba en victoria. Loret había probado que había panteones intactos ocultos en las entrañas del Valle… Entre ellos, Carter lo presentía, lo sabía, estaba el de Tutankamón.

Su antorcha iluminó la entrada de una estancia; en su interior, nueve momias reales. Otra vez se apoderó de él la angustia; ¿sería su rey uno de los habitantes del nuevo escondrijo?

Aquellas venerables reliquias le descubrieron su nombre; ¡afortunadamente, Tutankamón no estaba en la lista!

Muy avanzado ya su trabajo en Deir el-Bahari, Carter consagró sus ocios a estudiar sin descanso el paraje de Deir el-Medineh, muy cerca del Valle; allí, en una pequeña aldea, habían vivido los artesanos que, en el mayor secreto, construían y decoraban las tumbas reales. Su comunidad gozaba de un sistema jurídico especial y dependía directamente del visir, el primer ministro del faraón.

¿Qué quedaba de Deir el-Medineh? Un templo, los cimientos de las asas y el trazado de las calles, y las tumbas de los talladores de piedra, los pintores y los dibujantes. Millares de fragmentos de calcáreo, que servían de bocetos para los aprendices, se habían extraído de una inmensa fosa.

Al cruzar la plaza central de la aldea, cerca del pozo al que las mujeres acudían para sacar agua. Carter pensó en la animación que reinaría en el lugar tres mil quinientos años antes; los artesanos saldrían de aquel refugio de paz, rodeado de soledad y desérticas extensiones por las que merodeaban las hienas, para seguir un camino que conducía, por las crestas, al Valle de los Reyes. Canteros, talladores de piedra, pintores, escultores y dibujantes descansarían, de buena gana, a medio camino, en las rudimentarias chozas, antes de regresar a su casa, en el «lugar de verdad», de acuerdo con el nombre egipcio de Deir el-Medineh.

Altos acantilados verticales, rocas, arena, un silencioso anfiteatro hacían austero el lugar, en el tibio aire flotaba todavía el entusiasmo de los constructores. Lejos de los hombres de su tiempo, Carter se sentía próximo a aquellos seres cuya alma había sobrevivido en la perfección de sus obras. Uno de ellos había excavado la tumba de Tutankamón; tal vez hubiera grabado también algún texto o dejado algún indicio que podría mostrarle el camino. Por ello, desde hacía varios meses, examinaba cada pared y cada piedra.

Cuando salía de la tumba del maestro de obras, Sennedjem, que, en la pintada pared, segaba en los paraísos del más allá acompañado por su esposa, chocó con un corpulento hombrecillo, calvo y bigotudo, de manos gordezuelas y mirada oculta por sus gafas de redondos cristales, vestido a la europea con notable distinción.

—¿Howard Carter?

—No tengo el honor de conocerle.

—Gaston Maspero, director del nuevo Servicio de Antigüedades.

Carter soltó el lápiz y el cuaderno de dibujo. Conocía así, de improviso, al papa de la egiptología, el descubridor de los textos de las Pirámides, al excavador de Abydos, de Saqqarah, de Karnak, de Edfú, el detective que había sacado a la luz lo escondido en Deir el-Bahari, el autor de la Historia antigua de los pueblos del Oriente clásico, profesor en París, en el Collège de France, a los veintisiete años, en resumen, al erudito ante el que se inclinaban los investigadores de todo el mundo.

Se equivocaban. Maspero había abandonado Egipto para sentar su carrera, tras haber dirigido una misión permanente en El Cairo; Carter no se marcharía nunca.

—De modo que ha regresado… ¿Por cuánto tiempo?

—La ventaja de mis cincuenta y tres años, señor Carter, y de cuarenta años de egiptología, es que tengo experiencia de los hombres y el terreno. Hoy, tengo poderes que antaño me negaron y no permitiré que me los restrinjan.

—Le felicito por su nombramiento, señor director.

Con las manos cruzadas a la espalda, bien plantado sobre sus piernas, Carter debía parecer un estudiante dispuesto a escuchar la sentencia del tribunal.

Maspero se quitó las gafas y limpió sus cristales con un fino pañuelo.

—Sin embargo, la situación no es fácil: Kitchener e Inglaterra han puesto sus manos en el Sudán mientras Mustafá Kamil y el Partido Nacional exigen la marcha de los ingleses.

—Simple provocación sin futuro alguno.

—Egipto tiene hoy siete millones de habitantes, en 1820 tenía tres; las familias cada vez tienen más hijos para mandarlos a trabajar en los campos de algodón. Mañana, serán patriotas y predicarán la independencia.

—¿Está usted enojado con Inglaterra?

—¡Muy al contrario! Para decirle la verdad, el cónsul general británico, lord Cromer, apoyó encarecidamente mi nombramiento.

—Eso significa que Loret…

—Mi predecesor, aunque francés, era un arqueólogo lamentable. Ciertamente, se movió mucho e hizo algunos descubrimientos dignos de interés.

—¿No acaba de descubrir la tumba de Tutmosis I, la más antigua del Valle?

Maspero barrió el argumento con la mano.

—Loret excava a toda prisa, no toma fotografía alguna, garabatea notas ilegibles. Y hay algo más grave. Carter: las «tumbas Loret» están abiertas a cualquiera; se circula mucho por ellas… Demasiado. Al parecer, algunos objetos han desaparecido en transacciones ilícitas; algunos arqueólogos ingleses y alemanes han mencionado la palabra tráfico y han criticado mucho a Loret ante las autoridades. Por eso recurrieron a mí. Una vez aceptadas mis condiciones, morales, financieras y materiales, vuelvo a tomar las riendas, aunque, sin duda, mi compatriota ha sido acusado falsamente.

—«Las riendas»… ¿Quiere usted decir todas las excavaciones?

—Todas las excavaciones, distribuidas en cinco distritos administrativos, que serán gestionados con el mayor cuidado por cinco inspectores generales ayudados por inspectores locales y un creciente número de guardianes. Las sociedades culturales, los institutos y los particulares acomodados obtendrán permisos de excavación, si lo considero oportuno, de acuerdo con un comité consultivo internacional.

—Consultivo…

—Ha advertido bien el matiz: el poder ejecutivo, el único que importa, es mío. Era tiempo ya de poner orden en ese jaleo. ¿Qué edad tiene usted, Carter?

—Veintiséis años.

—¿Desde cuándo trabaja usted en Egipto?

—Pronto hará nueve años.

—¿Habla árabe?

—Varios dialectos.

Maspero, satisfecho por fin de la limpieza de los cristales, se puso de nuevo las gafas.

—En fin, los rumores sobre usted estaban bien fundados. Se afirma también que la región tebana no tiene secretos para usted.

—Esta vez, el rumor exagera; me gustaría que fuera verdad.

—Modesto, por añadidura… Ya se le pasará. Señor Carter, le nombro inspector general del Alto Egipto y de Nubia con el encargo de ocuparse de los monumentos. Tendrá la sede en Luxor. Naturalmente, exijo informes regulares.

Gaston Maspero hizo ademán de marcharse, se detuvo y se volvió.

—Ah, lo olvidaba… Un hombre de su importancia debe ir mejor vestido; tiene usted una molesta tendencia a adoptar la moda indígena. Rectifique inmediatamente su aspecto, porque ocupa el cargo hoy mismo.