Porchey recibió el telegrama en Nápoles, al día siguiente de su decepcionante entrevista con el jefe de la mafia.
Regrese enseguida a Highclere. Su padre agoniza.
El intendente.
Se acabaron las aventuras italianas… Sin perder un solo instante, Porchey atravesó Europa.
Trombas de agua caían sobre el castillo; embutido en su impermeable de doble forro, penetró en el gran vestíbulo de estilo neogótico, donde se habían reunido los criados.
El intendente se acercó a él.
—Señor conde… ¿Cómo decírselo…?
—¿Cuándo sucedió?
—Su padre murió la noche pasada, mientras dormía. Había recibido los últimos sacramentos y vuelto a leer su testamento. En nombre de todo el personal, le doy nuestro más sincero pésame y le aseguro nuestra inalterable fidelidad a su linaje.
—¿Dónde está?
—En su habitación.
Porchey pasó la noche junto a su padre. Había sido necesaria aquella muerte para interrumpir su vagabundeo y obligarle a instalarse en Highclere, objeto ahora de sus atenciones; sintiéndose huérfano, privado de unos consejos que nunca escuchaba pero que le tranquilizaban, lloró. No por él mismo, no por las ocasiones perdidas de aprender más de un ser con experiencia, sino por los escasos momentos en los que un padre y un hijo comprenden que han nacido del mismo tronco y han sido tallados en la misma madera.
También Porchey acababa de morir.
Funerales, entierro, vestidos y gestos de circunstancias, entristecido desfile de los miembros de la familia y los amigos… El quinto conde de Carnarvon se doblegó con dignidad a las exigencias del ceremonial. Pese a su juventud, la aristocracia le consideraba apto para cumplir sus deberes.
A sus veintitrés años, George Herbert se convertía en un noble muy acaudalado, a la cabeza de una propiedad de 36.000 acres.
Más asustado de lo que demostraba, se aisló durante un mes, paseó con sus perros, hizo excursiones a caballo, cazó el zorro y leyó con atención los expedientes financieros y administrativos de su padre. Aquel estudio le reveló el eminente papel que el anciano lord había desempeñado en la política de su país; no le sorprendió pues recibir una petición de audiencia procedente del gabinete del primer ministro de Su Majestad.
El emisario era un personaje austero de unos cuarenta años; oscuro traje a rayas, patillas canosas y rostro helado, desprovisto de cualquier expresión, le daban el aire de respetabilidad indispensable para una carrera sin faltas.
—En tan penosas circunstancias, lord Carnarvon, sepa que el gobierno y yo mismo apreciamos su gesto. Una negativa nos habría parecido aceptable.
—Hubieran vuelto ustedes al ataque… Abramos pues enseguida la bolsa de la malicia.
La expresión sorprendió al emisario; con su innato sentido de la diplomacia, fingió no oírla.
—Su padre había pertenecido al gabinete Disraeli, donde demostró ser un político íntegro. Muy escrupuloso, no se apartó ni un solo instante de la vía del deber.
—Es absolutamente extraordinario, admitámoslo; además, es cierto. Me satisface mucho que Inglaterra reconozca los méritos de uno de sus hijos más leales.
—Lamentablemente, ese gran servidor del Estado ya no existe. Pero el Estado sigue existiendo.
—No lo dudo.
—Gracias por su comprensión, lord Carnarvon. Tanta madurez me llena de admiración.
—A mí también. Sin duda se la debo a mis viajes.
El emisario se aclaró la garganta con distinción.
—Éste es, precisamente, uno de los puntos que motiva mi visita. Dada su nueva posición y las responsabilidades que asumirá usted un día u otro, mejor sería…
—¿Qué me vuelva sedentario? Ni lo piensen.
—Nadie se lo pide.
El aristócrata se sintió intrigado. La conversación comenzaba a interesarle.
—Su padre era uno de los pilares de la mejor sociedad; defensor del orden y de la moral, alentaba la acción del gobierno y participaba del modo más decidido en la construcción del país. Espero que no traicione usted su memoria y prosiga su obra.
—Si el gobierno no traiciona mi confianza, ¿por qué iba a volverse atrás el linaje de los Carnarvon?
El emisario contuvo un suspiro de alivio.
—Es usted muy distinto a su padre, lord Carnarvon; a él sólo le gustaba su propiedad, la campiña inglesa y Londres. Usted, en cambio, demuestra una gran afición por el exotismo. De acuerdo con los informes que hemos recibido, ha dado usted varías veces la vuelta al mundo y ha conocido personalidades… diversas.
—¿Me han seguido?
—Observado, de vez en cuando, como a cualquier hombre de porvenir.
—¿Y a qué conclusión han llegado?
—Que es usted valiente, lúcido y capaz de salir de las más escabrosas situaciones.
—Excesivos cumplidos anuncian un desastre.
—Puesto que, como suponemos, piensa usted marcharse otra vez a lejanas tierras, ¿aceptaría ser útil a Inglaterra?
—Extraña sugerencia, realmente.
—Elija usted el destino que le convenga; no pensamos imponérselo. A las autoridades les halagaría conocer su opinión sobre los países que visite. Sus preciosas indicaciones contribuirían a mantener la paz. Miradas como la suya son indispensables.
—En este último punto, estoy bastante de acuerdo; ¿soy libre de elegir sobre los demás?
El emisario tosió.
—Naturalmente, lord Carnarvon, naturalmente… Pero ¿cómo dudar de su patriotismo?
—Demuestra usted un perfecto tacto. Haré que le acompañen.
—¿Puede el imperio británico contar con usted?
—Medida por medida, decía Shakespeare.