Tras la leprosa fachada de la casa de Gournah se ocultaba un patio de pavimento calcáreo; en el centro un pozo. A los lados, banquetas de madera y cofres cubiertos de paños. Sentado en un sillón de respaldo bajo, el dueño del lugar, con una galabieh reluciente de blancura, contempló a Carter con una curiosidad teñida de crueldad. Un turbante ocultaba a medias su frente: unos labios delgados contrastaban con su gruesa barbilla. Howard advirtió que era un personaje acostumbrado a dar órdenes que no se discutían. Naville le había desaconsejado visitar al jefe del clan Abd el-Rassul, la poderosa mafia tebana que, desde hacía decenios, desvalijaba las tumbas, asaltaba a los viajeros imprudentes y no vacilaba en librarse de sus adversarios más modestos. Pero el propio arqueólogo suizo había originado la gestión de Carter, porque le había hablado largo y tendido del acontecimiento ocurrido en Deir el-Bahari en 1881: ¡cuarenta momias reales habían sido encontradas en un panteón excavado en el acantilado! Los verdaderos «arqueólogos» eran los de Abd el-Rassul; habían entrado en el escondrijo unos años antes, decididos a desprenderse de sus hallazgos a medida que transcurrieran los meses, para obtener el máximo beneficio. Amuletos y joyas circularon por el mercado de antigüedades, primero en poca cantidad, luego en tan gran número que llamaron la atención de la policía.
Uno de los miembros del clan, sometido a un duro interrogatorio por el erudito francés Maspero, acabó confesando; salvadas, las momias reales partieron en barco hacia El Cairo, bajo las aclamaciones de los fellahs apiñados en las orillas.
Una inquietante hipótesis se había formado en el espíritu del joven investigador; por ello se enfrentaba con el bandido más temido de Egipto.
—Cuarenta momias reales de la decimoctava y decimonona dinastías… ¿Era ése el tesoro?
Abd el-Rassul asintió con la cabeza.
—Durante seis años, guardaron ustedes silencio.
—Lo habíamos jurado, señor Carter, y además nos alentaban. Mustapha Agha Ayat, agente consular de Inglaterra, Rusia y Bélgica, nos garantizó su protección. ¡Era un mentiroso y un usurpador, lamentablemente! Por su culpa perdimos mucho dinero. Cuando las momias salieron del agujero, tuve ganas de atacar el cortejo… Pero los policías eran demasiado numerosos y algunos sabían disparar. Malech!
Malech podía traducirse por: «Así es, debía suceder y nada puede hacerse». La palabra servía de talismán para resolver con la inacción los más delicados problemas.
—Tengo que hacerle otra pregunta.
Abd el-Rassul frunció el ceño.
—¿Policía?
—Arqueólogo.
—Eso me han dicho y no me gusta demasiado. ¿Quién le envía?
—Nadie.
—Un europeo es siempre el empleado de alguien.
—Mi patrón es Edouard Naville.
—A ése no le temo; evita excavar en la arena. ¿Y usted?
—Dibujo y pinto.
El ladrón pareció tranquilizarse.
—Cuando encontraron aquellas momias, ¿no pensaron en venderlas?
—La carne de momia está menos solicitada que antaño; desde la fundación de la dinastía de los Abd el-Rassul, hace ya setecientos años, preferimos el oro.
—Cuarenta momias en 1875, cuando las descubrieron, cuarenta en 1881, cuando Maspero llegó al lugar del escondrijo. Es demasiado hermoso. Ninguna desapareció en ese lapso…
—Ninguna.
Por su aire despechado, indicando que hubiera debido ser mejor ladrón. Carter supo que decía la verdad. De pronto, su mirada se hizo feroz.
—Sea prudente, señor Carter, y no cambie de actividad; sobre todo, no juegue a buscador de tesoros. Tamaña imprudencia le acarrearía graves problemas.
La amenaza no impresionó a Carter, presa de una maravillosa esperanza: ¿no dormiría la momia de Tutankamón en una tumba no violada todavía?
Sinuosos senderos rodeaban las alfombras de tréboles y los oscuros campos de habas; las sakiehs gemían cadenciosamente, enramadas de jazmín tamizaban el sol. Bajo las palmeras, algunos asnos buscaban un poco de frescor; Raifa y Howard Carter se protegían de los rayos demasiado ardientes en un bosquecillo de sicomoros y contemplaban el dorado verde de la campiña.
Gamal había sido llamado a Qena por su superior jerárquico; la joven había aprovechado la ausencia de su hermano para atravesar el Nilo y reunirse con Carter en Deir el-Bahari. Naville se había marchado a El Cairo para resolver unos problemas administrativos y Howard era libre de pasearse con ella.
La muchacha evocó la pobreza de sus compatriotas, las epidemias que se llevaban a los niños más débiles, la bilharziosis endémica a la que tantos campesinos sucumbían; se rebeló contra la jornada de un niño: escuela coránica donde aprendía el libro sagrado, trabajo en los campos donde conducía los bueyes, frugales comidas a base de queso y galletas, y períodos de sueño demasiado cortos. Raifa soñaba con escuelas blancas y niños felices. Carter le desaconsejó Inglaterra. La muchacha se horrorizó al saber que algunos chiquillos de diez años morían agotados en las minas de carbón.
Él le confesó su afición cada vez mayor a la lenta vida de aquella naturaleza inmutable donde la luz reinaba como dueña absoluta; había aprendido a dejar sus pinceles y a contemplar cómo el martín pescador cogía sus presas, los rebaños de gamuzas de curvados cuernos avanzando por los polvorientos caminos, las mujeres con los cántaros en la cabeza. Los oscuros búhos y las lechuzas de amplias alas, visibles de día, se le hacían familiares.
Raifa le obligó a hablar en árabe y rectificó sus errores; cuando finalizaba la jornada, durante una breve semana, ella le llevaba a tomar el té en una granja donde uno de sus amigos se iniciaba en la acuarela. Majestuoso con su larga túnica blanca, llevando un bastón en la mano, venía a buscarles al límite del desierto, acompañado por dos perros. Les introducía en su casa de adobe junto a la que, entre encañizados, había instalado su taller.
La tetera, siempre llena, reposaba sobre un hornillo de la cocina al aire libre; su esposa preparaba pasteles de miel, que los perros exigían. Carter fue presentado por el pintor a sus innumerables amigos, campesinos, arrieros, guardianes de tumbas, mercaderes ambulantes, funcionarios e incluso policías; pronto se integró en la sociedad de Gournah y de la orilla occidental de Tebas. Unido a la gente humilde, compartió sus alegrías y sus penas.
El horizonte se tiñó de naranja y violeta. El Nilo fue haciéndose de plata. Una bandada de patos silvestres acompañó las falucas que regresaban a puerto. Era su primera puesta de sol a su lado.
La montaña sagrada se adornaba con atavíos azules y rosados, formaba la tela con la que se envolvería hasta el alba. Una suave brisa acariciaba las palmas; desde lo alto de su observatorio, de acuerdo con la costumbre, los guardianes de los campos iniciaban su vigilancia.
Sentados a orillas del río, espiaron el nacimiento de las estrellas. Carter identificó la Osa Mayor, las circumpolares y la polar.
—Hablas bien el árabe, Howard; puedes arreglártelas sin mí.
—Imposible; se me escapan demasiados matices.
—Gamal regresa esta noche.
No se atrevió a retenerla; las palabras le parecieron superfluas. Le besó la mano y ella, ruborizándose, huyó.
Mientras una barca la devolvía a la orilla de los vivos, él permaneció en la de los muertos. El calor era tan agradable que dormiría fuera, al pie del templo de Deir el-Bahari, para consagrarse al trabajo en cuanto saliera el sol. En la colina desértica, perforada por las cavernas, encontró una tumba desvalijada, que le sirvió de alcoba.
Lejos del mundo, soñó en la felicidad.