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—Dios te protege, hijo mío; aquellos dos bandidos habrían podido asesinarte.

—Es prudente creer en Él de vez en cuando —reconoció Porchey.

—¿De dónde vienes esta vez?

—De Constantinopla.

—¿Has conocido algún personaje importante?

—Tenía que entrevistarme con Abdul el maldito, pero la cita fue aplazada.

El anciano conde de Carnarvon levantó sus ojos al cielo.

—¡Porchey, Porchey! ¿Cuándo dejarás de dar vueltas al mundo?

—Cuando el mundo deje de dar vueltas en cualquier dirección. Descanse, padre; le noto fatigado.

Porchey llamó al mayordomo, que avivó el fuego en la chimenea del gran salón; luego sirvió personalmente un vaso de whisky a su padre y procuró que se instalara confortablemente en un sillón de cuero de alto respaldo.

—Desde la desaparición de tu madre, tu porvenir me preocupa mucho; ¿qué buscas, hijo mío?

—Lo ignoro.

—¿Tantos viajes no te han dado la respuesta?

—Sólo anécdotas, nada esencial. Cualquiera puede navegar por los océanos y atravesar continentes; lo que me pareció una hazaña es sólo una trivialidad más. ¿Has recibido nuevos libros de historia?

—Aburridos manuales del British Museum; los he puesto en tu mesa.

—Es usted el mejor de los padres.

—¿Jugamos una partida de ajedrez?

—Con mucho gusto, después de que haga la siesta.

Entre dos diluvios, Porchey paseó por el inmenso parque de Highclere. El castillo era austero; sus torres macizas, rectangulares y almenadas le daban el aspecto de una fortaleza medieval, vuelta hacia su pasado y sus tradiciones. El vizconde apreciaba aquel carácter grandioso y, más aún, el encanto del césped perfectamente cuidado por un ejército de jardineros. Una numerosa servidumbre, abnegada y fiel, velaba por la integridad del dominio. Era un honor, transmitido de padres a hijos, servir a los Carnarvon y preservar una de las más hermosas propiedades de Inglaterra.

Porchey descansaba caminando horas y horas por sus tierras, acompañado por sus perros de caza; meditaba bajo los cedros del Líbano, recorría la orilla del lago dominado por un belvedere de mármol blanco, se aventuraba entre los matorrales de espino albar, buscando alguna presa, y trepaba a las colinas cubiertas de robles y hayas. Highclere era una región protegida de las convulsiones del tiempo y de las sociedades humanas. Nadie, en la aristocracia británica, comprendía por qué el futuro conde de Carnarvon no vivía felices días en aquel paraíso.

Porchey regresó al caer la noche, ordenó que alimentaran a sus perros y se refugió en la biblioteca, una de las más grandes y mejor provistas del Reino Unido. Allí se reunía todo lo que se había escrito sobre historia antigua; lanzando una divertida mirada a dos extrañas reliquias, la mesa y el sillón utilizados por el emperador Napoleón 1 durante su forzada estancia en la isla de Elba, el vizconde no vaciló en sentarse. Por respeto hacia el enemigo, eligió luego un asiento más ordinario y se inclinó sobre un estudio consagrado a la cerámica oriental.

Su padre abrió la puerta de la biblioteca.

—¿Me habías olvidado?

—Perdóneme.

—Preferiría verte estudiar finanzas e inversiones.

—¿Cómo podría igualarle en esos campos?

—Hijo mío, pronto no estaré aquí.

—¡Tonterías! Es usted fuerte como un roble.

—Envejezco, Porchey; debieras darte cuenta.

Jugaron la partida de ajedrez ante la gran chimenea; una espesa niebla envolvía las torres del castillo. Lord Carnarvon había ordenado que sirvieran una botella de Dom Pérignon y unos canapés de caviar, regalo de un ministro ruso. Su hijo intentaba contrarrestar una apertura siciliana de lo más clásico.

—Progresas.

—Durante mis travesías, he tenido tiempo de estudiar los mejores tratados.

—Debiéramos mantener una discusión sería.

—Como guste.

No sin inquietud, Porchey advertía que su padre iba debilitándose. Antaño, habría utilizado sus alfiles con mayor agresividad.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Highclere?

—Ésa es una pregunta a la que soy incapaz de contestar. Depende de la humedad, de la atmósfera, de mi humor, de una idea que se me ocurra…

—Permíteme que exija más. ¿Tienes algún proyecto preciso?

—Pensándolo bien, sí.

—¿Cuál?

—No me gusta demasiado hacer confidencias.

—Insisto, Porchey.

—Pues bien… Le sorprenderá, pero no conozco bien Italia, sobre todo el sur del país. Nápoles es una ciudad muy atractiva.

—¿Nápoles? Una cueva de ladrones y asesinos.

—Precisamente… Me gustaría conocer al jefe de la mafia.

—¡Porchey! Eres consciente de que…

—Por completo, padre, no corro peligro alguno tratándose de mi colección de retratos; no pienso hablar de negocios.

El anciano lord derribó su rey.

—Renuncio a comprenderte y sólo imploro un favor: comienza a encargarte de la buena marcha de la propiedad. Sería una de mis mayores alegrías de viejo.

—Se lo juro: Highclere seguirá siendo propiedad de los Carnarvon y el más hermoso dominio del país.

—Alabado sea Dios, hijo mío.

En cuanto su padre se durmió, Porchey consultó los documentos administrativos y financieros que había depositado en su mesa. Una noche le bastó para asimilar los puntos principales y advertir que la fortuna familiar era administrada con la mayor seriedad. Por ello, a la mañana siguiente, tomó la dirección de Nápoles.