Con infernal ruido, el tren salió de la estación de El Cairo a las ocho en punto de la tarde; los viajeros aullaban, reían, se apostrofaban y corrían de un compartimento al otro. Encogido entre un obeso notable apoyado en su bastón y una matrona velada, absolutamente vestida de negro, Carter pensaba en la helada despedida de Petrie. Sir William consideraba haberle enseñado las bases de la arqueología, tal como debía practicarse. Provisto de sólidos conocimientos históricos, capaz de descifrar ciertos textos jeroglíficos, el joven era ya apto, a su entender, para comenzar una brillante carrera en la que Deir el-Bahari sería una etapa decisiva.
Carter se sintió huérfano. Tras haber perdido a Newberry, Petrie le abandonaba. ¿Le condenaba el destino a la soledad? Sin embargo, al término de aquel nuevo viaje estaba Tebas. Tebas y el Valle de los Reyes, al que interrogaría hasta que le entregara sus secretos.
Una familia cenó; dispusieron sobre los asientos pepinos, hojas de ensalada, huevos duros y vaciaron sus botijos sin dejar de hablar en voz alta y fuerte. El padre, ahíto, se quitó las babuchas, se apoyó contra un saco y consiguió dormirse pese al concierto de cacareos. Cuando tres pequeños funcionarios decidieron ocupar el compartimento para mantener un conciliábulo fumando sus cigarrillos, Carter se vio obligado a huir, el olor de aquel tabaco habría condenado sus pulmones a la asfixia. Afortunadamente, pudo llegar a la plataforma.
Solo bajo la noche estrellada, vivió su más hermoso viaje en ferrocarril. Gracias a la escasa velocidad del tren, el viento era suave; respirar resultó una delicia. Degustó cada mile como una ofrenda celeste. Las horas pasaron en un instante.
De pronto, el oriente se tiñó de rojo; en el centro de una isla de llamas, el joven sol libró un victorioso combate contra las tinieblas; el Oro se derramó en el verde de las palmeras, las cosechas ondularon bajo la brisa matinal, el Nilo salió de su sopor.
Apareció la estación de Luxor, polvorienta y aplastada por el sol; el tren se detuvo bajo una pasarela metálica. Apresurados, los viajeros abandonaron gesticulando los vagones; atrapado en la tormenta, Carter siguió aquel río humano. Peatones, mercaderes ambulantes, asnos y calesas se entremezclaban en un movible caos. Acostumbrándose al jaleo, se deslizó por entre una nube de arena y, sin duda, también de eternidad, procedente de las piedras, los templos o las tumbas. Librándose de la muchedumbre, se detuvo ante una cocina al aire libre y comió habas calientes con arroz. Aquella sólida comida le daría la energía necesaria para la jornada. Sin duda hubiera debido presentarse al criado que, en el andén de la estación, blandía un cartel con su nombre para llevarle junto a Naville; pero no tenía ganas de hablar con nadie. Primero tenía que entrevistarse con esa tierra, ese cielo, esa luz tierna y violenta a la vez. Su mirada no pudo separarse de la montaña tebana que presidía la orilla de Occidente; a aquellas horas, era rosa y azulada.
En el embarcadero, llamó a un faluquero; fijado el precio del pasaje, tras una larga discusión en la que Carter utilizó sus rudimentos de árabe, la embarcación navegó por el Nilo. Adelantó a una barcaza cargada de campesinos y animales, se introdujo en la comente y llegó, demasiado pronto, a la orilla opuesta. Aquella corta travesía fue un instante de extremada felicidad, un rito repetido miles de veces durante milenios, que Carter revivió con la veneración de un discípulo que escucha el mensaje de un maestro invisible que se expresa en el soplo del viento que purificaba la blanca vela.
Un mercado llenaba de animación la orilla izquierda; se vendía trigo, cebada, habas, pistachos, pollos en jaulas y tejidos. Algunos ociosos se agrupaban alrededor de un adivino que trazaba en la arena extraños signos. Varios arrieros le asaltaron ofreciéndole sus asnos y sus servicios; eligió un pollino de hermoso pelaje y mirada maliciosa.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó el arriero.
—Al Valle de los Reyes.
—Está lejos. Será caro.
—Conozco exactamente la distancia y el precio; si quieres ser mi amigo, no intentes engañarme.
Tras un tenso diálogo con su conciencia, el hombre aceptó la opinión de Carter. Partieron a paso lento hacia el vallecillo de las maravillas, atravesaron una risueña campiña donde crecía el trigo, la alfalfa, el trébol, altramuces y algodón; gacelas y dromedarios, indiferentes, se cruzaron con ellos.
El guía le detuvo ante los colosos de Memnón, dos enormes estatuas reales muy degradadas.
—Gran misterio —murmuró—. Son terribles genios. A veces, cantan.
—Callan desde que los romanos los repararon.
—¡No! Es que faltan buenos oídos.
Recordó la lección. Con Petrie, había estudiado una «sabiduría» del Imperio Antiguo en la que el viejo escriba afirmaba que escuchar es la clave de la inteligencia. Los egipcios llamaban a las orejas «las vivientes».
Prosiguiendo su camino, rodearon la aldea de Gournah. Ante unas casas de adobe jugaban sucios niños, medio desnudos; algunos le sonrieron, otros pusieron pies en polvorosa. Advirtió que, tras el amable rostro de los fellahs, se ocultaban secretos que mejor sería dejar sumidos en la oscuridad de los sótanos o en los recovecos de la montaña. Sin embargo, su trabajo consistiría en excavar, registrar y desenterrar. Desdeñaron el templo de Sed I, abandonado a rebaños de cabras e invadido por las malas hierbas, y tomaron el camino que llevaba a las tumbas.
Los cultivos desaparecieron brutalmente; comenzó enseguida el desierto, sin transición alguna. Arena, calor y aridez rechazaban cualquier presencia, humana, animal o vegetal; allí el mineral reinaba como dueño absoluto, celebrando grandiosas bodas con el sol. Nada de lo que Carter había visto antes podía compararse con aquel universo dominado por la cima de Occidente, parecida a una pirámide. En el fulgor del instante, supo que pasaría allí los más hermosos años de su vida.
El sol le abrasó los ojos; el asno demoró el paso, avanzando entre murallas de calcáreo. Penetró en un país de apocalipsis donde parecía concentrarse la materia prima utilizada para la creación del mundo. Paso a paso, se zambulló en un ardiente desfiladero; a un lado y otro, laderas socavadas por torrenteras, restos de violentas lluvias. Cada una de las piedras estaba cargada de memoria; ¿no habían asistido, acaso, a las procesiones funerarias que, antaño, tomaron el mismo camino?
Bajó del asno; el pobre pollino ya le había soportado demasiado. Llegó la hora de cruzar la puerta del Valle, grieta en el tiempo y el espacio, donde el más enigmático poder preservaba la gloria de los dioses.
Desierto de los desiertos, soledad absoluta, silencio infinito… ¿Cómo describir aquel lugar de verdad donde toda actividad humana resultaba incongruente? Sintió que las almas de los reyes muertos velaban sobre sus moradas.
Ni una sola sepultura, se afirmaba, había escapado a los ladrones; incrédulo fue de panteón en panteón. Lamentablemente, todos habían sido expoliados, vaciados de su mobiliario y sus tesoros.
Convertidas en celdas de monjes durante el triunfo del cristianismo, las tumbas, desdeñadas por los nuevos invasores musulmanes, habían albergado chacales y murciélagos que, hoy, son reemplazados por asombrados o apresurados turistas.
Habituándose a los sortilegios del Valle, visitó los monumentos de admirables relieves y pinturas, se hundió bajo tierra y regresó a la luz, trepó por las pendientes, recorrió senderos, se llenó los ojos con aquella visión del más allá tallada en la piedra por la mano del hombre.
Cuando los rayos del poniente le envolvieron, la fatiga desapareció. La montaña de Occidente se hizo ligera, los gigantescos bloques perdieron su peso, el último oro del día se unió a las plateadas claridades de la tierra. Trepó a una cresta que dominaba el Valle, se sentó en una piedra plana y pensó en las palabras que Volney había pronunciado allí mismo: «A mi alrededor todo decía que el hombre sólo es algo gracias a su alma: rey por el pensamiento, frágil átomo por la envoltura, sólo la esperanza de otra vida puede hacerle vencedor en esa continua lucha contra las miserias de su existencia y el sentimiento de su origen celeste…, esos jeroglíficos, esas figuras están en toda la historia del conocimiento humano: los sacerdotes de Egipto sólo los confiaron a los abismos para protegerlos de los trastornos del globo. Me parecía ser guiado por la luz de la lámpara maravillosa, y a punto de ser iniciado en algún gran misterio».