Cuando Porchey se volvió, descubrió la huella de sus pasos en la inmaculada arena de la bahía de Oriente. La isla de San Martín, guarida de piratas y traficantes, ofrecía vastas playas solitarias sobrevoladas por los pelícanos. Agua verde y límpida, viento constante, tibio sol… El futuro lord Carnarvon no se fijaba. No había elegido aquella escala, entre las Grandes y las Pequeñas Antillas, para bañarse sino para añadir una pieza única a su colección de personalidades, el último de los arawaks, los primeros indios que habían vivido allí.
Descubierta en 1493 por Cristóbal Colón, San Martín había caído en el olvido antes de ser ocupada, en 1629, por los franceses, seguidos en 1631 por los holandeses y en 1633 por los españoles, contra quienes luchó en vano Peter Stuyvesant. La isla había sido propiedad de los unos y los otros, al albur de las guerras y los combates. Los ingleses habían cumplido correctamente su papel antes de ceder la mejor parte a los holandeses y la menos rica a los franceses.
Porchey recordó el itinerario que le había indicado un antillano exiliado en las Canarias: abandonó la playa dirigiéndose al monte Vernon y pasó ante una casa en ruinas devorada por las termitas. Ciclones y sangrientas luchas habían derribado regularmente los muros de los fuertes y de las más hermosas mansiones, como si la paz fuera imposible en aquel aparente paraíso.
El aristócrata había leído con interés el relato de fray Ramón Pane, fraile predicador de la orden de San Jerónimo y compañero de viaje de Colón; explicaba el modo como los arawaks, tras haber tomado cohobo, una droga alucinógena, entraban en contacto con los dioses y los demonios que, luego, debían esculpir en piedra o en madera. Estas esculturas se convertían en seres peligrosos; so pena de ser maldecidos y caer enfermos, sus autores debían ofrecerles cada día mandioca. Ahora bien, el último de los arawaks afirmaba haber visto al gran dios y haberlo encerrado, pues, en una forma que revelaba su verdadera naturaleza. Una ligera excitación animaba a Porchey; que un británico razonablemente escéptico pudiera contemplar al Creador merecía el rodeo.
En tiempo de los arawaks, la isla ignoraba el crimen; vivían desnudos y pescaban. La llegada de los caribes, procedentes de las selvas de Amazonia, había puesto fin a aquel tranquilo período. Violentos y crueles, habían exterminado a los arawaks y se habían alimentado con su carne. Sorprendente procedimiento, en opinión de Porchey, que deploraba la falta de elegancia de los tales caribes, cuyo nombre, significaba, precisamente, caníbales. Cuando se tiene la suerte de descubrir un pueblo feliz, ¿es necesario devorarlo? En opinión general, los arawaks habían sido aniquilados; que existiera uno era un milagro. Milagro… Ése era el único fenómeno que interesaba a Porchey. Terminaría encontrándolo a fuerza de perseguirlo por todos los rincones del mundo. Porchey tomó un sendero muy estrecho, siguió por la falda del monte Vernon y se introdujo en un pequeño bosque del que emergían unos cocoteros. En el lugar previsto, junto a un árbol muerto envuelto por espesas lianas, descubrió una choza cubierta por un techo de palma; sentada ante la puerta, una vieja negra cocía arroz en una marmita de barro. Su propiedad quedaba oculta por hibiscos y alamedas; a pocos pasos de allí cultivaba un huerto de batatas y coles.
Como nadie podía presentarles, Porchey se vio obligado a revelar parte de su identidad. La enumeración che la totalidad de sus títulos le pareció redundante.
—Yo —dijo la vieja— me llamo Mammy.
—¿Es usted la última de los arawaks?
—De niña me alimentaron con sopa de guisante y nunca me ha insultado nadie.
—No es ésa mi intención; ¿no poseería usted, por casualidad, una escultura? Mammy sonrió.
—¡También tú has caído! La leyenda me trae cada año dos o tres visitantes… ¿Quién puede encerrar a Dios en un ídolo?
—Los arawaks lo intentaron.
—Murieron… Me gustaría comer en paz.
Porchey reconoció la legitimidad de aquel deseo; abandonó a Mammy y tomó la dirección de la capital francesa, Marigot. Gracias a la ayuda de un asno y su propietario, llegó antes de caer la noche.
El lugar no se parecía a Londres ni a Roma. La calle principal, la única que existía, estaba bordeada de casas de madera pintada cuya solidez dejaba mucho que desear. Al final de la arteria, el océano, a la izquierda, el ayuntamiento, a la derecha, la escuela y la comisaría. Un notable se había permitido el lujo de un piso con galería.
Porchey emprendió una minuciosa investigación, consultó archivos e interrogó a las autoridades. Su búsqueda del último de los arawaks resultó un fracaso; había sido víctima de una mentira.
Al día siguiente, asistió a un baile en el que algunas muchachas arrojaban avena al suelo para poder deslizarse mientras danzaban; hechizado por unos instantes, el aristócrata se aburrió pronto, abandonó la concurrencia y se sentó a orillas del agua. Los alisios soplaban con fuerza, doblando los cocoteros.
—¿Esperas a alguien? —preguntó una niña risueña, con una flor de hibisco en los cabellos.
—Tal vez.
—¿Cómo se llama?
—Lo ignoro.
—¿Un amigo?
—Un amigo… Sí, has encontrado la palabra justa. Un amigo en quien tener confianza, un hombre capaz de sacrificarse por su ideal.
La niña se marchó corriendo.
Mientras la miraba, Porchey se preguntó si el amigo sin nombre vendría del cielo, del océano o de la tierra, si habría nacido en un país próximo o lejano y si conseguiría extinguir su vagabundeo con una mirada cómplice.