Poco antes del ocaso, el cielo se puso sepia; enormes nubes ocres cubrieron el horizonte y formaron una cúpula amenazadora.
—Vayamos al interior del barco y tapemos todas las aberturas —ordenó Petrie.
El viento fue más rápido que los arqueólogos; soplando con una violencia de cataclismo, iba acompañado por una lluvia de arena, que se infiltró por el menor intersticio. Aunque estuvieran a cubierto, sus ojos ardían; sir William obligó a Carter a cubrirse la cabeza con una manta y a permanecer postrado. La cabina del viejo esquife era tan poco hermética que la arena se depositó en las camas, los muebles y las piezas de vajilla.
—Tras diez horas de furia, el khamsin se calmó, dejando una capa blanquecina sobre las casas del pueblo junto al que habían atracado.
Al día siguiente, el viento del desierto produjo torbellinos que cubrieron el sol y les impidieron salir.
—¿Cuánto tiempo va a durar este desastre?
—Tres días, tres semanas o tres meses, Howard; aprovechémoslo para comprobar tus conocimientos.
Sir William le sometió a un interrogatorio egiptológico que puso en evidencia sus lagunas.
—Ser tan ignorante es casi una farsa, muchacho.
—No tuve la suerte de frecuentar la Universidad.
—Me importa un bledo. Tu suerte es estar aquí; si no sabes nada, no has aprendido nada equivocado.
Le reveló reglas de gramática, le hizo traducir frases simples y memorizar listas de palabras; luego le mostró sus informes de excavación.
—Los egiptólogos son mariposas o topos, Howard; o vuelan de paraje en paraje sin ver nada o son tan obtusos que permanecen diez años con el mismo fragmento de alfarería. Yo pongo orden en ese fárrago amontonado por los siglos.
Carter sintió de pronto un inmenso respeto por sir William. La extremada atención que prestaba a los monumentos y su voluntad de transmitir su ciencia. Sus caracteres no concordarían nunca, pero su común amor por Egipto favoreció un diálogo que duró hasta el día de primavera en el que el maestro hizo descubrir Tell el-Amarna al discípulo.
En aquella desértica llanura, entre el Nilo y los acantilados, se había edificado la ciudad del sol, la efímera capital de Akenatón, el herético. A Petrie no le gustaba y le consideraba decadente.
Aquella desolada vastedad puso el corazón de Howard en un puño. De pronto, vio el gran templo al aire libre, el blanco palacio de rampas adornadas con frescos, los estanques de agua fresca, la pajarera llena de aves exóticas, vio al rey y a la gran esposa Nefertiti en su carro de plata, aclamados por sus fieles, vio a los embajadores de Asia y de Nubia presentando sus tributos a la pareja real.
—Soñar es inútil, Howard; bastante trabajo tenemos con la realidad.
Obediente, mudo, midió el trazado de las casas derruidas hasta los cimientos; aplicando las rigurosas técnicas de sir William, no dejó de pensar en el faraón maldito cuya obra había sido destruida con tanto encarnizamiento. Pese al combate de acacias y sicomoros, pese a los canales de riego, el desierto triunfaba; concedía al Nilo una fértil franja, pero se lanzaba al asalto de las tierras en cuanto el hombre se abandonaba a la pereza.
—Progresas, Howard —admitió Petrie—; pero cuidado con esa muerte luminosa que llamamos desierto. Los árabes la temen; lo creen poblado de monstruos, genios malos y fuerzas incontrolables. Debieras escucharles.
Petrie dormía. Howard partió solo por el desierto, hacia occidente; necesitaba dialogar con aquel lugar salvaje, arrancarle su secreto. El calor sería pronto insoportable pero no lo temía; allí, en aquel infinito arenal, al fondo de un ued seco, le aguardaba el fantasma de Akenatón.
El sol llegó a su cénit. Tras cuatro horas de marcha, descubrió un campamento. Un beduino armado con un fusil le obligó a entrar en la tienda del jefe.
—¿Quién eres?
—Howard Carter. Trabajo en el paraje de el-Amarna.
—¿Con Petrie?
—Eso es.
El jefe hablaba un excelente inglés.
—Petrie… un sabio escrupuloso que nunca comprenderá nada de Egipto. Para él, todo son cifras, medidas, cálculos, inventarios… Eres muy joven. ¿Qué buscas?
—La tumba de Akenatón.
—Descálzate; mis servidores te lavarán los pies. Luego compartiremos los dátiles, el cordero asado y beberemos leche de cabra.
Le concedían un gran favor. Seis niños rindieron homenaje a su padre y se mantuvieron silenciosos a su lado, aguardando que hubiera comido el primer bocado antes de alimentarse. El jefe, de unos sesenta años de edad, adoptó la postura del escriba.
—No te arrojes enseguida sobre el obstáculo, Howard Carter; toma un camino sinuoso, aprende a perder tiempo, fortifícate con la tenacidad de los justos, adopta las curvas de la paciencia y llegarás a tu meta.
—¿La conoce usted?
—No es Akenatón, cuya tumba está cerca de aquí.
—¿Me llevará a ella?
—Sería inútil; los ladrones la desvalijaron. Busca el hijo de su espíritu, aquel que le sucedió y cuyas huellas han perdido los hombres. Éste es tu destino. Howard Carter: descubrir un tesoro, el más fabuloso de todos los tesoros. Pero ¿quién se atrevería a afrontar tantos peligros?
El jefe levantó los ojos hacia un porvenir que sólo él veía.
—Sigue hablando —suplicó Carter.
—Regresa a la ciudad destruida y comienza a buscar sin prisas y sin tregua; intenta levantar el velo y recuerda: si una jornada pasa sin que hayas aprendido algo que te acerque a Dios, sea maldito ese día. Dios ama a quien busca la sabiduría más que al mayor héroe de la guerra santa.
Con nerviosismo. Carter consultó los manuales de historia egipcia que Petrie había puesto a su disposición; sir William le sorprendió en plena noche.
—Ya has regresado… ¿Dónde estabas?
—¿Quién fue el hijo de Akenatón?
—Sólo tuvo hijas.
—¿Y su sucesor? ¡Esos libros son tan confusos!
—El período se conoce mal. Apostaría por un oscuro reyezuelo: Tutankamón.
—¿Ha sido descubierta su tumba?
—Todavía no.
—¿Podría haber sido excavada junto a la de Akenatón?
—Más bien en el Valle de los Reyes; algunos indicios serios permiten pensar que Tutankamón, al final de la herejía, regresó a Tebas. Su propio nombre, que significa «Símbolo viviente de Amón», prueba que de nuevo veneraba al omnipotente Amón. ¿Por qué te interesan esas antiguas querellas teológicas?
—Quiero descubrir la tumba de Tutankamón.
—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?
—Un jefe beduino me ha revelado mi destino, en el desierto.
—¡Ah! Ese viejo loco que afirma conocer el emplazamiento de la sepultura de Akenatón… Se cree un adivino. Tranquilízate: ninguna de sus predicciones se ha realizado. Olvida su profecía y fíjate metas más serías; todas las tumbas del Valle de los Reyes fueron desvalijadas hace ya muchos años. El lugar no tiene ya el menor interés para un arqueólogo.
Advirtiendo su desconsuelo, Petrie consideró oportuno animarlo.
—Me gustaría confiarte una misión delicada, Howard; mi colega suizo Naville trabajará pronto en Deir el-Bahari y necesitará la ayuda de un acuarelista para reproducir las pinturas y los bajorrelieves del templo de la reina Hatshepsut.
Carter asintió sin manifestar entusiasmo, aunque tuviera ganas de gritar de júbilo: Deir el-Bahari estaba en la orilla occidental de Tebas, muy cerca del Valle de los Reyes.