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Howard Carter vivió en Beni-Hassan su primera noche egipcia; en aquel olvidado paraje del Egipto Medio florecía todavía el alma de los nobles del Imperio Medio cuyas tumbas excavadas en la cima de un acantilado dominaban el Nilo.

Abajo, un cementerio musulmán y jardincillos a orillas del río; en herbosos islotes jugaban las grullas. El aire era transparente; la puesta de sol le sorprendió copiando una inscripción jeroglífica.

Asentado en una roca escarpada, contempló el rojizo disco que se hundía rápidamente en el horizonte; oro, púrpura y malva se disputaron la supremacía antes de dejar paso a la desencarnada luz de las estrellas.

Una paz de otro mundo le calmó el corazón. Se había terminado la bruma, la llovizna, el asfalto reluciente de lluvia, de smog, se habían terminado los tristes cortejos de hombres serios y obligados a ganar la vida para mejor perderla; allí estaban la luz, el divino río y el tiempo detenido.

Había encontrado su tierra; su destino le pertenecía.

—Recordemos, Howard, el reproche de Pescennio Niger a sus soldados: «¡Tenéis el agua del Nilo y pedís vino!». A pesar del valeroso guerrero romano, te propongo degustar este excelente caldo.

—¡Gracias, profesor!

Percy E. Newberry examinó con ansiedad a su colaborador.

—Pones una cara muy rara; ¿hay algo que te haga sufrir?

—Quien ha bebido agua del Nilo seguirá bebiéndola, afirma el proverbio; es todo lo que pido.

El profesor llenó, imperativo, los vasos. En las excavaciones de Beni-Hassan, era día de descanso y, por lo tanto, una oportunidad para mejorar lo cotidiano. Las condiciones de existencia eran duras, pero dormir en el paraje tenía la ventaja de estar junto al tajo en cuanto salía el sol y poder dibujar sin más preocupación que la búsqueda de la perfección. El trazo egipcio, tan sencillo en apariencia, testimoniaba un extraordinario dominio, pero Howard Carter no se rendiría antes de haber agotado por completo sus recursos.

—Trabajas demasiado, Howard.

—¿Acaso no es esencial el trabajo, profesor?

—No me tomes por idiota. Cuando tu jornada ha terminado, comienzas otra; no te basta dibujar y pintar, pasas las noches leyendo.

—La historia del antiguo Egipto me apasiona; ¿es un crimen? Si recuerdo bien, usted hizo que me mordiera el pato de los jeroglíficos.

—¿No podré hacerte entrar en razón?

Howard apartó la lona de la tienda donde comía.

—Este paisaje nos contempla; mas, no, somos nosotros quienes lo contemplamos; me absorbe cada vez más, me alimenta, me hace sentir que la muerte es un fruto de eternidad. Estas tumbas están vivas, profesor, venero a esos obedientes difuntos pintados en las paredes. Sus ojos no se cerrarán nunca.

—Desconfía, Howard; te estás convirtiendo en un viejo egipcio. Renunciar a la nacionalidad británica es una infamia.

Alguien subía por el sendero; los guijarros rodaban bajo sus zapatos. Inquieto, Newberry salió de la tienda.

—Se ha atrevido —murmuró—, se ha atrevido…

El hombre ascendía regularmente. Con el rostro devorado por una abundante barba blanca, podía tener cincuenta o cien años. Enteco, casi descarnado, con la piel bronceada, avanzaba por tierra conquistada.

—¿Le satisface verme, Percy?

El profesor respondió en un tono glacial.

—¿Quién no estaría encantado de recibir a sir William Flinders Petrie, el mayor de los egiptólogos?

—Por una vez, no se equivoca. ¿Este joven de rostro huraño es Howard Carter?

Petrie le contempló como a una bestia destinada al matadero.

—Es mi ayudante.

—Ya no lo es. A partir de este momento, está a mi servicio.

Howard apretó los puños.

—No soy una mercancía. Por muy Petrie que sea usted, yo soy un hombre libre; mi patrón es el profesor Newberry.

Sir William se sentó en un bloque, frente al Nilo y la dulce campiña de Beni-Hassan.

—La libertad es una ilusión moderna, muchacho; en este mundo sólo existe una realidad: están los que dirigen y los que obedecen. Hoy, yo pertenezco a la primera categoría y tú a la segunda. Tengo la intención de enseñarte el oficio; no tienes por qué seguir deslomándote aquí.

—¿Y si le mando al diablo?

—No serías el primero; Petrie es indestructible. Si te niegas, nuestro amigo Newberry se verá obligado a regresar a Inglaterra contigo y tus hermosos dibujos, además.

El profesor estaba rabioso, pero no se atrevía a protestar.

—Es un chantaje odioso.

—Me espera un enorme trabajo y necesito colaboradores entusiastas y competentes, aunque tengan mal carácter. No tienes tiempo para pensarlo; vuelvo inmediatamente a mi barco. O me sigues, o renuncias a Egipto.

Petrie bajó por la pendiente con la agilidad de una cabra. Desapareció muy pronto.

Newberry puso su mano en el hombro del muchacho.

—No tienes elección, Howard. Síguele.

—Pero usted…

—Petrie es el mejor. Gracias a él, te convertirás en un verdadero arqueólogo.

Un inglés no llora nunca. Para ocultar sus lágrimas, Howard Carter, con su carpeta de dibujo y su caja de acuarelas como único equipaje, se lanzó por la pendiente a riesgo de romperse el cuello.