—¿Un tesoro, dice? —preguntó Porchey, escéptico.
El cocinero brasileño reiteró su afirmación, en una mezcla de portugués e inglés muy desagradable para el oído.
—¡Un tesoro enorme!
—¿Joyas?
—Anillos, collares, diamantes, esmeraldas… Lo ocultaron los piratas.
El futuro lord Carnarvon contempló el mapa.
—¿En qué isla?
—Lanzarote.
—No está en mi camino.
—No deje pasar la ocasión, monseñor.
Lanzarote… El nombre de aquella isla de las Canarias resonaba de un modo extraño en la memoria del aristócrata. Se concentró en su pasado de estudiante y se hizo la luz; allí, en un extremo del mundo, se había retirado un castellano escocés arruinado, apasionado por la astrología, las mujeres exóticas y el vino blanco.
A mil kilómetros al sur de Europa y a ciento quince de la costa africana, donde los antiguos situaban los Campos Elíseos, donde los bienaventurados gozaban de un sol eterno y donde, también, los aficionados a las maravillas situaban la Atlántida.
«Islas Afortunadas»: Así llamaban a las Canarias los marinos de grandes travesías; isla púrpura, extraña, decían, y severa; Lanzarote, inmenso campo de lava puntuado por volcanes de desgarradas laderas.
El Aphrodite atracó en Arrecife tras mil dificultades; la fuerte lluvia, un viento violento, peligrosas corrientes y un estrecho canal hicieron muy delicada la maniobra. Porchey sujetó con fuerza el timón y, una vez más, evitó el naufragio. El cocinero brasileño se había refugiado en una letanía en la que la Virgen María se codeaba con un demonio vudú.
Desolada y hostil, Lanzarote no se parecía mucho a la idea que un inglés correctamente educado podía hacerse del paraíso. Tras echar el ancla, Porchey tomó una barca local que le llevó hasta un puerto miserable donde se pudría un navío pirata: una torre fortificada velaba sobre la nada de un mar desierto y los enmohecidos cañones se disponían a disparar inútiles balas sobre los fantasmas de corsarios.
—¿Dónde está el tesoro?
—En la capital, Teguise —respondió el cocinero brasileño.
Porchey alquiló, a precio de oro, un carricoche conducido por un mago, campesino local tocado con un sombrero de paja de anchas alas y tan locuaz como un pedazo de lava.
Los insulares no habían inventado todavía las carreteras; así, los vehículos, tirados por un mulo y un camello en buena armonía, progresaban sin prisa por una pista pedregosa, a través de un paisaje devastado en el que no podía crecer árbol alguno.
El aristócrata advirtió que el cocinero se ponía cada vez más nervioso.
—Eres un ingrato: te he operado con éxito y tú quisieras agujerearme el pellejo.
—¡Yo! Pero ¿por qué…?
—Temo que mi bolsa te interese más que mi estudio inédito sobre los vasos etruscos.
—Monseñor… Piensa usted de mí unas cosas…
—Resumiendo la situación, tus amigos me aguardan tras algún cactus con la firme intención de arrebatarme la vida y las guineas.
La tez del brasileño se puso verdosa.
—Un gentleman te haría hablar antes de suprimirte.
—¡Usted lo es, milord!
—A veces me gusta encanallarme.
El cocinero saltó al suelo y puso pies en polvorosa. El mago no redujo el paso, indiferente a las querellas de los extranjeros. Porchey, a fin de cuentas, no podía prepararse personalmente las comidas; tendría por lo tanto que contratar un pinche con la esperanza de que no ocultara con especias su incompetencia.
Teguise, la capital, era una miserable aldea de casas blancas y bajas, abrumadas por un sueño milenario. Porchey no descubriría aquí la pasión que abrasara su tedio.
La mansión del gobernador, con balcones de madera, presidía la plaza principal donde ancianos campesinos dormitaban bajo sus sombreros. Un hombre vestido de blanco hablaba con unos vinateros que alababan la calidad de sus caldos. Pese a su panza y a la descuidada barba, Porchey reconoció a su condiscípulo.
—Celebro verte, Abbott.
—¡Porchey! ¿Sobreviviste al colegio?
—Más o menos.
—¿Vienes a instalarte aquí? Las mozas son algo hurañas, pero el vino blanco es excelente. Cepas que crecen en la lava… Un sabor incomparable. Prueba eso.
El líquido era de un amarillo brillante.
—No está mal —apreció Porchey—; no aguanta la comparación con un buen borgoña, pero puede salvar una situación desesperada.
—Siempre tan exigente… Naturalmente, te alojarás en mi casa.
La velada fue agradable; Abbott sirvió carne de buey asada y pastel de arroz.
—Aquí no soy desgraciado; no ocurre nada y voy apagándome lentamente.
—Tienes suerte, Abbott.
—Me conozco: no sirvo para nada y desarrollo esta cualidad. Tú eres distinto… Un día tracé tu carta astral, ¿recuerdas?
Abbott volvió con una serie de dibujos zodiacales en los que había dispuesto algunos planetas.
—Sol y Mercurio en Cáncer, Júpiter en Acuario… El pasado y el porvenir, la tradición y la inventiva. Todavía vas a sorprendemos, Porchey.
—¡Qué el cielo te escuche!
Ligeramente atontado por el vino blanco de Malvasía, al futuro lord Carnarvon le costó conciliar el sueño. Cuando su cama empezó a moverse, comprendió que había abusado de aquel delicioso caldo; cuando las paredes de su habitación temblaron, dudó primero de la competencia del arquitecto y, luego, salió al balcón.
La luna llena derramaba una luz plateada. A lo lejos, un penacho de humo salía de un volcán.
Abbott apareció en el balcón de la izquierda.
—Una erupción —anunció, goloso.
La tierra siguió temblando; un resplandor rojo brotó de la montaña incendiada. Muy pronto, un río de lava bajaría por la ladera.
—Espléndido —dijo Abbott—. ¿Hay algo más excitante que vivir en las puertas del infierno?
—Cruzarlas —repuso Porchey.