Howard Carter no vio nada de Alejandría; el profesor Newberry tenía prisa por coger el tren hacia El Cairo. Ya en sus primeros pasos por el suelo egipcio, el muchacho se sintió liberado de diecisiete años en Inglaterra y de una familia que se sumió en las brumas del olvido. Solo, pero repentinamente ebrio de los milenios de una civilización inmortal, comenzó a vivir.
Llevando las dos preciosas maletas del profesor, repletas de su material científico, no tuvo demasiadas oportunidades de disfrutar un Oriente coloreado y perfumado.
El ferrocarril, las líneas telegráficas, un servicio de correos, una estación rumorosa… No ocultó su asombro.
—Sí, Howard, Egipto se moderniza. Desgraciadamente, acaba de adoptar el árabe como lengua oficial de la administración y de autorizar un periódico que aboga por la independencia. ¡Qué locura! Sin nosotros, este país estaría condenado a la ruina y la miseria. ¡Y esa maldita gaceta ha recibido el nombre de al-Ahram, «La pirámide»! Qué profanación… Afortunadamente, los extremistas no tienen porvenir alguno. Acabarán en la cárcel, palabra de Newberry.
Abandonando al profesor a su venganza, contempló los paisajes del Delta, matrimonio del agua y de la tierra: los poblados, construidos sobre colinas, dormían al sol. Cohortes de blancos pájaros sobrevolaban las verdes extensiones pobladas de cañas; unos camellos pesadamente cargados avanzaban con paso majestuoso por la cresta de los diques que dominaban los campos de trigo. Pegando la nariz a la ventanilla del tren, fue de maravilla en maravilla.
—Olvidas hacer algunos croquis.
Avergonzado, sacó su cuaderno de dibujo y obedeció.
—¡Trabajo, Howard! Sólo el trabajo cuenta. Ahora eres un científico, aunque lo ignores todo. Limítate a anotar y analizar; si te dejas atrapar por la magia de este país, perderás el alma.
Diez razas, cien lenguas, mil turbantes de colores, una compacta multitud de egipcios, sirios, armenios, persas, turcos, beduinos, judíos y europeos, mujeres con velos negros, asnos cargados de alfalfa o alfarería, los techos de las deterioradas casas llenos de detritus, hedores de excrementos mezclándose con el perfume de las especias, suelos lodosos, tiendas abiertas en una pared, el humo de los hornos al aire libre donde se asa el pan y la carne, rapaces milanos robando alimento en el cesto que las campesinas llevan en la cabeza, un sueño enloquecido, grandioso, inhumano: así se le apareció El Cairo, la madre del mundo.
Se alojaron en un hotel del centro, que parecía, rasgo a rasgo, un establecimiento londinense; el profesor pidió potaje y gachas para la cena. Agotado, encantado, Howard se durmió escuchando las ininterrumpidas voces de la gran ciudad.
A las cinco de la madrugada, Newberry le sacudió sin miramientos.
—¡En pie, Howard! Tenemos una cita.
—¿Tan temprano?
—El funcionario que debemos seducir trabaja el lunes de las seis a las once; si perdemos la ocasión, nos retrasaremos una semana.
Abrían los primeros cafés; en las calles, casi desiertas, los viandantes parecían friolentos. Un fuerte viento barría las nubes y dejaba aparecer un pálido sol cuyos primeros rayos se posaron en los innumerables minaretes. Ante la gran mezquita de Mehemet Alí, se relevó la guardia.
Percy E. Newberry tomó una sórdida calleja llena de cajas, restos de aves de corral y montones de detritus; las viviendas, medio derruidas, se inclinaban las unas hacia las otras de modo que los mucharabiehs se tocaban, permitiendo a las amas de casa intercambiar sus confidencias sin salir de las viviendas. Atravesaron a grandes pasos aquel barrio miserable, pasaron ante vendedores de naranjas y de caña de azúcar; tras un sicomoro se ocultaba la entrada de un destartalado palacio custodiado por dos hombres de edad. Ambos saludaron al profesor, que se limitó a inclinar la cabeza y comenzó a subir por una escalera de mármol que antaño había sido suntuosa.
Un nubio, vestido con una larga túnica roja, les acompañó hasta la puerta de un despacho vigilado por uno de sus compatriotas, tan musculoso como él.
—Soy el profesor Newberry; avisen a Su Excelencia de mi llegada.
«Su Excelencia», un tiranuelo bigotudo de rostro agitado por los tics, aceptó recibirles. Su antro estaba lleno de montones de expedientes y notas administrativas, entre los que reinaba como un pachá. El local era tan exiguo que resultaba imposible introducir sillas; permanecieron, pues, de pie frente al funcionario.
—Encantado de volver a verle, profesor. ¿Puedo serle útil?
—Su Excelencia posee la llave de mi salvación.
—Que Alá nos proteja. ¿Quién es ese joven?
—Howard Carter, mi nuevo ayudante.
—Bienvenido a Egipto.
Howard se inclinó torpemente. Pronunciar las palabras «Su Excelencia» estaba por encima de sus fuerzas; ¿por qué, un sabio como Newberry, perdía su tiempo con aquel tipo sentencioso?
—¿Se encuentra bien su familia, Excelencia?
—Maravillosamente, profesor; compruebo que su salud es floreciente.
—Menos que la suya.
—Me halaga usted; ¿piensa regresar al Egipto Medio?
—Si a Su Excelencia le place.
—Me placería, profesor, me placería. Las autorizaciones de residencia se hallan en este montón, a su izquierda. Me gustaría tanto firmarlas y entregárselas…
Percy E. Newberry palideció.
—¿Disturbios en la región?
—No, no… Los pueblos locales están tranquilos.
—¿No son seguros los caminos?
—Ningún incidente que deplorar.
—Ilústreme, Excelencia.
—Los gastos administrativos… Estos últimos meses, han aumentado mucho. Lamentablemente, la suma que pagó usted por adelantado ya no se ajusta a la realidad.
El profesor pareció aliviado.
—¿Consentiría Su Excelencia en precisarme a cuánto asciende el aumento?
—Al doble.
Percy E. Newberry sacó del bolsillo de su chaqueta un fajo de libras esterlinas y lo ofreció a Su Excelencia, que se deshizo en agradecimientos, abrió una caja fuerte mural y colocó allí cuidadosamente el peculio. Una vez cerrada la puerta, se dignó entregar las autorizaciones.
El nubio sirvió café turco; durante la degustación se intercambiaron muchas trivialidades. Al salir de la entrevista, Howard manifestó su furor.
—¡Es pura corrupción!
—Un ceremonial, Howard.
—Jamás cederé a semejante chantaje.
—En Europa, la corrupción se disimula tras el manto de la política y la justicia; aquí, es una institución. Cada cosa tiene su precio; y además debe conocerse el adecuado. De lo contrario, te tomarán por un imbécil, quedarás como un tonto a fin de cuentas.
Una sarcástica risa agitó el pecho del profesor.
—Considerando el tesoro que vas a descubrir, no lo he pagado caro.