Las obras del templo de Imhotep estaban casi terminadas; Isis y Sabni estudiaban el texto esculpido destinado a dar vida a los muros y a perpetuar la tradición. En ausencia de las estatuas, las imágenes divinas grabadas en la piedra y los jeroglíficos, animados por la palabra y la mirada, asegurarían la permanencia del ritual.
Los adeptos experimentaban un sentimiento de orgullo; a pesar de las escasas herramientas y de su inexperiencia habían conseguido terminar la obra. Respondiendo a las exigencias de la Regla, dejarían una huella de su paso por la tierra y un testimonio tangible en el que se inspirarían sus sucesores; la cadena de las revelaciones no estaba rota.
Cada día, Sabni admiraba más a su esposa; la pasión se abría sobre un horizonte resplandeciente en el que reinaba la gran sacerdotisa, vestida de luz, en el abrazo de los sentimientos y la razón. Su unión tenía el perfume de la eternidad que Isis encarnaba en la aventura cotidiana. En el rostro de la mujer, en las horas en que la voz del más allá danzaba en el viento, se dibujaba el de la diosa. Sabni no dudaba que cada santuario, según los antiguos escritos, fuera el cielo en la tierra. Era aquí abajo, y en ninguna otra parte, donde el peregrino podía conocer la plenitud de que daría fe ante el tribunal de Osiris, sin temer a la devoradora y a los espíritus prestos a cortar el cuello de los mentirosos y los cobardes. Isis le había dado las llaves de la felicidad que no se desgasta y de la alegría que no se apaga; ¿no se parecía a la diosa oculta en el árbol de la orilla de Poniente, lista para derramar la inagotable agua fresca que el viajero del infinito saboreaba con fruición?
File detenía el tiempo, Isis lo consagraba. El alma no envejecía, el pensamiento no se arrugaba, los actos más humildes resplandecían como las estrellas. Próxima la fiesta en la que Isis reconstruía el cadáver de Osiris para hacerle revivir, la comunidad navegaba de nuevo en la corriente de los constructores capaces de transfigurar la materia.
Dos días antes de Navidad, el barco del obispo se acercó al embarcadero; Isis recibió a Teodoro. En los ojos del prelado se notaba la angustia.
—Vos habéis salvado Elefantina y yo quiero devolveros el favor. El decreto imperial me ha llegado esta noche: la comunidad de File debe ser dispersada.
—¿Los ermitaños?
—Quizá ya lo saben. La carta del emperador, refrendada por el patriarca de Alejandría, anuncia la llegada inminente de un cuerpo expedicionario a las órdenes de un general bizantino.
—Mirad esta morada adornada de oro, con el techo de lapislázuli, los muros de plata, el suelo de madera de acacia, las puertas de cobre; es una obra preparada para durar siempre; ¿no reconocéis que pertenece al Principio creador?
Teodoro imploró a la gran sacerdotisa.
—Poco importa lo que yo piense; me es imposible retrasar el plazo. Os suplico que abandonéis la isla sin demora.
Sabni se dirigió hacia ellos con un cincel de escultor en la mano. En su delantal podían verse manchas de cal.
—Te he oído, Teodoro.
—Si la quieres, convéncela.
—¿Dónde iríamos?
—Mi barco está a vuestra disposición. Dirigios hacia el sur.
—¿Y refugiarnos en territorio blemio? El ejército del emperador nos perseguirá. He nacido en File y no huiré. Este templo fue confiado al sumo sacerdote y a mí; ambos lo protegeremos del dolor, la angustia y el peligro.
—Los adeptos tendrán libertad para irse —precisó Sabni—. Nosotros no abandonaremos la tierra sagrada.
—¿Cómo podría convenceros?
—Ven conmigo, Teodoro.
Reticente, el obispo siguió al sumo sacerdote. Sabni le abrió las estancias del templo, comentó los bajorrelieves, describió con detalle las ceremonias del culto y los rituales de iniciación. No ocultó nada de su ciencia.
—Este mundo agonizante lo llevarás contigo desde ahora.
—Inútil tesoro, Sabni, puesto que es contrario a mi fe.
—Al transmitirte esta sabiduría, he liberado las fuerzas sepultadas en las criptas del templo. Ellas se convertirán en tus pensamientos como pájaros de enormes alas que se lanzarán hacia el cielo. Tú, mi enemigo irreductible, ahora eres mi esperanza.
Isis comunicó al obispo que ningún adepto abandonaría la isla. La comunidad se plegaba a la decisión de los superiores.
Teodoro supo que toda palabra sería inútil; trataría de convencer al general bizantino de que perdonara aquellas vidas que en absoluto amenazaban la grandeza del Imperio.
—Recuerda, Teodoro, las palabras del príncipe Sarenput, grabadas en su tumba de occidente, mientras resucita entre los dioses: «Yo toco el cielo, mi cabeza atraviesa el firmamento, rozo el vientre de las estrellas, brillo como ellas, conozco la alegría celestial, danzo como las constelaciones». En su tiempo, la ciudad vivía una perpetua fiesta, los soldados cantaban con los campesinos, ancianos y jóvenes disfrutaban de la vida.
El sumo sacerdote y el obispo se abrazaron con el calor de dos hermanos. Cuando se encontró frente a Isis, Teodoro se quedó petrificado.
—Nadie —dijo ella— consigue llegar a Poniente, morada de los seres sin mancha, sino aquel cuyo corazón practica la Regla con exactitud. Al otro lado no hay diferencia entre el pobre y el rico ya que la balanza y el peso se encuentran en las manos del amo de la eternidad.
La gran sacerdotisa besó al prelado en la frente; aquel beso de paz le quemó el alma.
En septiembre del año 437, en las piedras de File se había grabado el último texto jeroglífico, una plegaria a Isis. En la Navidad de 535, Sabni esculpió el último bajorrelieve de la civilización egipcia; sobre el dintel de la capilla de Imhotep bosquejó el delantal del fundador y su trono. Ninguna línea fue terminada; ningún rostro quedó completamente perfilado.
En el interior del pequeño edificio la comunidad quemaba bolas de incienso. El humo perfumado embelesaba el olfato de los dioses que navegaban en las barcas del día y de la noche. Puede que algún día una mano recogiera el cincel y terminara las figuras que Sabni dejaba incompletas.
Cuando retrocedió para contemplar su trabajo, el sumo sacerdote sintió que el deseo de rebelión se apoderaba de él. ¡Le quedaba tanto por crear, por vivir! Isis se acurrucó tiernamente junto a él y le acarició el rostro con el cabello.
—El santuario no será desmantelado.
—¿Cómo lo impediremos?
—No lo sé.
—Tratas de tranquilizarme.
—He visto File en la lejanía, más allá de nuestra existencia. Estas líneas que ha dibujado tu mano en la piedra no serán estériles.
Pablo dio gracias al Señor; al alertar al patriarca de Alejandría, los ermitaños habían obtenido el resultado esperado. Deseoso de conservar su poder y de no disgustar al emperador, el jefe de la Iglesia egipcia se había dirigido a Bizancio a fin de dar cuenta del escándalo de Elefantina. En su sabiduría, el poderoso soberano había tomado la mejor decisión: enviar soldados con el encargo de exterminar a los paganos. Teodoro, una vez más, trataría de salvar a su amigo Sabni. Por fortuna, el emisario de Alejandría era un charlatán deseoso de demostrar su importancia; las nuevas noticias trastocarían el destino de la provincia. Informado del contenido de las misivas imperiales, Pablo se sintió investido de una misión sagrada y, esta vez, frustraría las intrigas del obispo.
—¿Cuándo nos atacarán? —preguntó la hermana encargada de la comida.
—Tan pronto como el ejército bizantino franquee las puertas de Elefantina —respondió Isis.
—¿Dos semanas?
—Quizá sólo una. En esta estación, el sol es suave; marchando deprisa, los soldados cubrirán el trayecto en poco tiempo.
—Qué corta es una semana…
Hermanos y hermanas esperaban el instante en que el cauce del río se cubriera de barcos de guerra; sobre la mesa del festín había ajos, cebollas, pan y semillas de loto y algarrobas. Los más viejos, desdentados, se conformaban con caldo de tallos de papiro.
Sabni observaba la orilla donde desembarcarían los asaltantes, tratando de forjarse un valor imaginario que los gritos de la soldadesca barrerían en un segundo.
La sombra azul de la noche victoriosa destacaba en el firmamento; el azul suave, profundo, tranquilo que muere con la aparición del naranja daba paso al rojo intenso, última palabra del crepúsculo; por fin, la noche, brutalmente separada del incendio del día agonizante en una línea curva, infranqueable barrera entre el ayer y el mañana. La luz declinó; azul y negro se dirigieron el uno hacia el otro, felices de reunirse tras una larga separación. El azul suave se dejó absorber, el rojo se convirtió en línea y el naranja expiró. Lo alto y lo bajo se unieron en la tela oscura que tejía el Creador para recubrir la tierra.
—Esta noche será la última —predijo Isis.
El día tenía la dulzura de un fruto maduro antes de que el sol disipara las nubes dispersas. En la orilla desierta, la arena, agitada por el viento del desierto, se elevaba en espirales vertiginosas.
Isis y Sabni subieron a la única barca que todavía pertenecía al templo. Con ayuda de una pértiga, el sumo sacerdote la alejó del embarcadero y se deslizó por la corriente. De cara a oriente, salmodió la plegaria de la mañana; su voz se perdió en las pendientes de las montañas. Isis bebió agua del río, agradable al paladar y suave al tacto, portadora aún de la frescura del manantial oculto entre las rocas de Elefantina. Pensaba en los días felices en que la vida vagaba a merced del Nilo, se ofrecía al oro de las dunas y a la blancura de las velas. Cuando los dioses gustaban de permanecer sobre las verdes orillas y sus estatuas marcaban los límites de los campos y las ciudades en las que los hombres se consideraban como huéspedes.
—En tiempo de los faraones, andábamos sin temor por los caminos, navegábamos con confianza por el río, charlábamos al lado de un pozo o un estanque, no muy lejos de los pastos donde el ganado se movía con plena libertad. Veo tu rostro, Sabni; subes a tu barco de pino y abres la casa que has construido. La pieza de buey asado, la jarra destapada y las melodías nos fascinan. Alrededor nuestro, dos vírgenes danzan, recitan poemas, nos perfuman y nos adornan con guirnaldas de flores; preparan el lecho donde, por la noche, la embriaguez nos unirá.
—Tal fue nuestra vida hace mil años… Un sueño perdido en la soledad de la catarata. ¿Realmente debemos desafiar lo imposible?
—Hemos jurado transmitir el misterio.
—¿Y si te vas? Isis, sana y salva, serías la guardiana de la tradición.
—Separarnos sería una locura.
—Tu vida es preciosa. Como gran sacerdotisa, eres el futuro.
—El futuro ya no existe. Nos queda el presente, incluso si su rostro es más feroz que el de la Terrorífica. Que perdure la juventud del templo y habremos cumplido la Regla; el cielo se encarna en File.
—¡A veces me parece tan duro!
—A mi también, Sabni, ya que somos indignos de ella; por eso es necesario que seamos dos.
—Por amor a Isis…
Se abrazaron. La barca, abandonada a la corriente, se dirigió hacia la tierra de los muertos, adormilada bajo el sol del invierno. Ambos pensaron en su unión en la tumba de Osiris, en la felicidad absoluta que las noches y los días regeneraban.
—File es el último templo de un mundo que nuestros enemigos creen desaparecido; las religiones se sucederán, se desgarrarán y se derrumbarán al pie del santuario incluso si la comunidad parece estar extinguida.
—¿De verdad deseas desaparecer, Isis?
—Ni por un momento. Quiero vivir ciento diez años, envejecer a tu lado y ver crecer a los hermanos y hermanas.
La corriente cambió y llevó la embarcación hacia File.