Los blemios atacaron Elefantina al mediodía lanzando miles de hombres a un asalto que pretendían fuera decisivo. Emborrachados con vino de palma, los guerreros nubios se precipitaron contra las fortificaciones de Elefantina. Con el pecho al aire y los riñones ceñidos por un trozo de piel, los negros creyeron que podrían escalar fácilmente las empalizadas y esquivar las estacas apuntadas hacia ellos. Rápidamente reconocieron su fracaso y se batieron en retirada de manera desordenada. El obispo mandó a la caballería atacar el flanco derecho del agresor, pero sólo encontró el vacío: los blemios se arrojaron al suelo, se colgaron de los arreos de los caballos, los destriparon y desmontaron a los cristianos. Ni siquiera los más hábiles consiguieron pisotear a los escurridizos adversarios, acostumbrados a luchar con las manos desnudas contra las bestias; impedidos por las pesadas corazas, los jinetes apenas ofrecieron resistencia a los blemios.
A pesar de aquella derrota, el obispo no perdió la confianza: sus defensas resistirían bien. El enemigo se detuvo y el silencio sucedió a los gritos. Después sus filas se abrieron y dejaron paso a un ejército insólito, una manada de elefantes guiada por arqueros encaramados a sus espaldas. Los paquidermos, cuyos barritos espantaron a la población, pusieron en fuga a los últimos soldados de caballería antes de aplastar estacas y empalizadas a su paso. Los que trataron de oponerse a su inexorable avance fueron víctimas de las flechas o perecieron aplastados bajo las enormes patas.
Los supervivientes retrocedieron en desorden hasta la protección de la última línea de fortificaciones, mezcla de las ruinas de la fortaleza y de los bloques extraídos de templos desmantelados.
El obispo, a la cabeza de los despojos de su ejército, peleó con valentía.
Entre los elefantes surgieron centenares de blemios provistos de corazas formadas por placas de bronce y de hierro atadas entre sí. Las junturas dejaban libres las articulaciones y daban libertad de movimiento. Otros se protegían con túnicas de laminillas metálicas que les envolvían desde el cuello hasta las rodillas. Sus rostros se parecían a los de los demonios surgidos de las entrañas de la tierra cuando expiraba el año.
Los minutos se deslizaron, interminables.
Los cristianos temblaban; sin la presencia del obispo aquello habría sido la desbandada. El ejército blemio no dejaba de aumentar. Los guerreros negros llegaban por todas partes, aglutinándose antes del asalto final. Un joven soldado, víctima de una crisis de nervios, asió el puño del prelado.
—No quiero morir.
—Confía en Dios.
—¡Tengo mucho miedo!
—Yo también. Nuestro cuerpo teme al sacrificio, no así nuestra alma.
Las tropas nubias, al completo, se encontraban a un centenar de metros de sus futuras víctimas. Los elefantes ya no barritaban. El gran sacerdote blemio avanzó vestido con una piel de pantera. Con el cráneo rasurado y la frente ungida por los siete aceites sagrados, aferraba con la mano derecha un largo bastón de madera dorada.
—Que el obispo Teodoro venga a mi encuentro.
—¡No vayáis! —gritó el soldado, agarrándose al prelado—. ¡Os matará!
Teodoro se desasió y saltó sobre un montón de cascotes, parapeto de los últimos defensores de Elefantina. Su túnica roja con hilos de oro resplandeció; avanzó hacia el gran sacerdote blemio y se detuvo a un metro de él.
—Tú, cristiano, has destruido el santuario de Bigeh, violado el secreto de Osiris y roto la estatua de nuestro dios. Has despreciado el misterio de la resurrección y has mancillado nuestra fe. Por estos motivos, aniquilaremos al pueblo cobarde e impío que gobiernas. Los secuaces de Cristo no merecen vivir, puesto que sólo engendran el odio.
—Sométete al emperador y a la ley de Dios. Si no, tú también serás aniquilado.
—Te llaman valiente, Teodoro. Pero sólo eres ciego.
—Si tu decisión está tomada, ¿a qué viene tanto discurso?
—No soy un mercenario ávido de sangre, sino un gran sacerdote cuyo dios tiene su trono en File. Sólo la gran sacerdotisa de la isla santa puede consagrar mi victoria sobre el mal.
Isis recibió a la delegación. Mientras los blemios, emocionados, admiraban la isla santa, Teodoro tomó la palabra.
—En vuestras manos está la suerte de miles de personas. Una orden vuestra bastará para que mis enemigos destruyan Elefantina. La provincia se convertirá en cenizas y la felicidad se alejará para siempre.
—Pero File se salvará.
—File se salvará… —repitió el obispo.
Por fin veía el infierno al que le conducían la debilidad y la amistad. La magia de Isis no era una amenaza vana; su comunidad atraía fuerzas peligrosas y se mantenía apartada de la verdadera fe. Aquella mujer, y nadie más, mantenía el más encarnizado de los combates contra la verdad; al hacer surgir a aquellos guerreros de negro rostro, triunfaba.
—Gran diosa, madre de Dios, manantial de vida, soberana del territorio del alma que nadie puede recorrer, maga bienhechora cuyas palabras alejan a los demonios, escucha mi súplica —imploró el gran sacerdote—. Tu sola voluntad concede un lugar a cada estrella, alimenta los corazones, corona a los reyes y vuelve sagradas las conquistas; bendice mi brazo y las espadas de mis guerreros.
—La existencia de aquel que recorre el camino de los sabios transcurre en paz, colmado de alegrías —respondió la gran sacerdotisa—. Envejece en su ciudad y es venerado en su provincia; sus sucesores reciben sus enseñanzas de generación en generación.
—Todo está grabado en el sello de Isis; nada se ejecuta sin ella, ni en el cielo ni en la tierra.
—Ven al templo.
Abandonando a Teodoro bajo la vigilancia de sus guerreros, el blemio siguió a la gran sacerdotisa.
Los adeptos, vestidos con túnicas blancas, saludaron a su huésped. El gran sacerdote abrazó a todos y entró en la capilla de su dios, en la que Isis le invitó al recogimiento. La deferencia con que fue obsequiado le sumió en un estado de exaltación; asociado al misterio sobre el suelo puro de File, reanudó la tradición más venerada de su pueblo. ¡Qué razón había tenido al creer en Isis y al esperar de ella la salvación de su raza!
El gran sacerdote se olvidó del tiempo. Meditó hasta el ocaso y absorbió la energía contenida entre los muros de la capilla en la que sobrevivía la memoria de su religión. Cuando salió del santuario le ofrecieron pan y vino.
—File permanecerá intacta —afirmó—. Mañana no quedará un solo cristiano en toda la provincia. Nunca una matanza será tan alegre.
—No lo será.
Los adeptos, asombrados, contuvieron sus protestas. ¿Por qué Isis rechazaba la ayuda de las fuerzas aliadas y la exterminación de sus enemigos?
—El emperador no aceptaría una derrota de esa magnitud —indicó Sabni—. Elefantina es una de sus fronteras; enviaría un ejército para lavar la afrenta, vengar la desaparición de un obispo y proclamar la superioridad de Cristo. Perseguiría a los blemios por muy lejos que éstos se refugiasen y arrasaría File.
El rostro del gran sacerdote se ensombreció.
—¿Qué deseas tú, a quien debo obediencia?
—Cerrar un pacto con el obispo —respondió Isis.
—No lo respetará y volverá a amenazar a File.
—Alejaremos ese peligro confiándote las estatuas que veneramos. En tu país estarán al abrigo de cualquier profanación. Los cristianos considerarán que las divinidades han abandonado la isla y la comunidad; de esta manera ya no apareceremos como provocadores. El templo, una vez secularizado, no ofenderá a las conciencias cristianas. También nosotros conoceremos la paz y la indiferencia nos protegerá mejor que un ejército numeroso. ¿Quién vivirá en File, sino algunos ancianos nostálgicos del pasado?
Aquella posibilidad entusiasmó a Sabni. Renunciar a las estatuas de culto sería un sacrifico doloroso, pero al cabo de un siglo o de un milenio, volverían, como la diosa, de la lejana Nubia. File la silenciosa, apartada de los caminos y los celos, acogería en secreto nuevos adeptos y crecería protegida por Teodoro, coronado por el triunfo.
La gran sacerdotisa se aproximó al obispo, que se hallaba de pie, a la sombra de un tamarindo, estrechamente vigilado por los guerreros negros. Teodoro volvió los ojos hacia ella y no trató de ocultar su preocupación.
—¿Qué habéis decidido?
—¿Acaso ignoráis que la gran diosa dispensa vida y no muerte? File será el corazón de Elefantina y no se convertirá en su verdugo. Ambos se salvarán.
—¿Qué magia utilizaréis?
—La generosidad.
Dos pesados barcos, cargados de blemios, navegaron hacia la isla santa mientras el ejército nubio acampaba frente a los sitiados. Las estatuas de culto fueron transportadas hasta el campo de batalla y cargadas a lomos de los elefantes a la vista de los cristianos paralizados.
—File ha entregado su alma —juzgó un oficial.
—Sin las estatuas —añadió uno de los secretarios del obispo—, el templo no es más que una construcción inerte. Isis ha muerto.
Teodoro permanecía mudo. Veía alejarse a los paquidermos, seguidos por los guerreros nubios, que rompieron filas y formaron una inmensa columna en dirección sur.
Escoltado por un centenar de soldados, el gran sacerdote se aproximó al obispo.
—Mañana, al amanecer, te espero en la catarata. Negociaremos un tratado de paz.
Los habitantes de Elefantina aclamaron a Teodoro, que, indiferente a los cantos de liberación y a las fiestas organizadas por las calles, se dirigió hacia su despacho. Isis y Sabni habían renunciado al aspecto material del culto para preservar el bien más preciado: el espíritu del templo.