Dátiles, olivas y racimos de uvas se acumulaban en los mercados. El Nilo se retiraba. Atrás quedaban los paseos en barca y las largas jornadas de descanso y conversación. Los campesinos se ocupaban de nuevo de sus tierras, fecundadas por el limo que el cauce divino había depositado en abundancia.
Isis estaba inquieta; el templo pronto carecería de víveres frescos. Aunque Sabni había sido declarado inocente, su reputación no había salido indemne del proceso. Los rumores pretendían que el sumo sacerdote se daba a los placeres de la carne y traicionaba su sagrada vocación. File ya no respetaba la Regla; ¿no habían abandonado la comunidad varios adeptos por culpa de aquel conflicto? Se murmuraba que, a pesar de su avanzada edad, algunas hermanas se daban a la lujuria. La religión de Isis concedía a la mujer demasiada libertad; según las recomendaciones de Agustín, ¿no deberían llevar velo en lugar de provocar a los hombres exhibiendo sus encantos? A fin de contener las tentaciones que las criaturas del diablo infligían a los más virtuosos, sería necesario restringir sus apariciones en público.
El sermón de los ermitaños, repetido una y mil veces, azotaba al pueblo. La imagen de una Isis bella y resplandeciente se desmoronó como un bajorrelieve desgastado por el tiempo. Aquéllos que, a escondidas, les llevaban frutas y legumbres se alejaron del templo; temían a Pablo, al obispo, a la cárcel y al castigo de Dios.
A pesar de los esfuerzos de Crestos, la comunidad se iba aletargando. Al final del tórrido verano la mayoría de los adeptos se sentían agotados; la vejez soportaba mal el ardor del sol de Elefantina y, sobre todo, la angustia del mañana. No es que los enfermos se preocupasen de sí mismos, sino que les inquietaba el futuro de File. Allí, donde veneraban a los dioses y recogían el conocimiento, ¿podrían vivir sus sucesores?
También el joven llegaba a veces al límite de sus fuerzas, aunque ignoraba el desaliento, ya que Isis y Sabni le proveían de energía continuamente. La voracidad de Crestos no disminuía; aprendía nuevos jeroglíficos, estudiaba un papiro olvidado en los archivos, hablaba con el sumo sacerdote sobre la naturaleza del dios Thot, escriba de la luz y ostentador del poder inscrito en cada palabra de la lengua sagrada. Por la mañana, cuando asistía a la purificación de las ofrendas, el joven adepto daba gracias a los dioses por concederle una felicidad tan intensa. Pronunciaba junto con Isis los versículos del himno al sol naciente y ejecutaba con Sabni los gestos de consagración que abrían la boca y los ojos del templo.
—Ayudarás a la gran sacerdotisa —ordenó Sabni—, llevarás el cetro y marcharás tras ella cuando se dirija hacia la naos.
—¿Yo? ¿Ocupar tu lugar?
—Eso es decir demasiado —rectificó el sumo sacerdote divertido—. Me sustituirás durante algún tiempo, nada más.
—¿Un viaje?
—Al norte. Cuando el vientre está hambriento, el espíritu se envilece.
—¿No es peligroso?
—No hay peor peligro que la renuncia.
—Desearía…
—Tú te quedas aquí, Crestos. Después de mí, eres el hombre más robusto de la comunidad.
En el peldaño más alto del embarcadero, a la sombra del obelisco, Isis y Sabni se abrazaron. Ambos temían esta expedición hacia otras tierras de las que el sumo sacerdote, quizá, no volvería jamás.
En la puerta del norte, el viajero se identificó, pagó el peaje y recibió un trozo de papiro de la peor calidad, que exhibiría ante los jefes de las patrullas que jalonaban los caminos en busca de ladrones y campesinos huidos. A pesar de sus temores, Sabni no fue sometido a ningún interrogatorio. Al atravesar el primer pueblo alquiló un camello; si conseguía llegar a las afueras de Tebas, a la que rodeaban ricas explotaciones agrícolas, podría adquirir provisiones en grandes cantidades. Lejos de Elefantina nadie le identificaría.
El sumo sacerdote salió de la provincia con sorprendente facilidad. No le siguió ningún escriba del obispo; en los puestos de peaje, pagaba y pasaba sin problemas. Alquiló una barca por un módico precio; el barquero le aconsejó que desembarcara en un pequeño pueblo, al sur de Tebas, cuyo alcalde era conocido suyo. Este último fue amable y eficiente. En menos de un día, sacos de trigo, frutas y legumbres fueron cargados sobre el lomo de una veintena de asnos alquilados a un precio razonable. La apacible caravana, ya por caminos de tierra, ya en barcos de transporte que cubrían la distancia entre las grandes urbes, tardó cuatro días en salvar la distancia que había entre la provincia de Amón y Elefantina.
Los quisquillosos aduaneros inspeccionaron el contenido de los sacos. Sabni temió que embargasen una parte del cargamento, pero se contentaron con inventariar los géneros. El sumo sacerdote entregó al jefe de aduanas el salvoconducto destinado a los archivos de la administración.
Aproximándose a la caravana, un hombrecillo calvo examinó uno de los asnos. Sabni reconoció al recaudador principal.
—Esta bestia no es de la provincia. Enseñadme el recibo del alquiler.
—No lo tengo.
—¿Nombre del propietario?
—Un alcalde de Tebas.
—Esto es muy grave —estimó Filamón—. Según el reglamento del gremio de arrieros de asnos, como residente en Elefantina no tenéis derecho a alquilar animales a la competencia. Estáis obligado a pagar una multa, a entregarles un año de cotización y a pagar los gastos de su banquete de otoño.
—¿Puedo pasar?
—No. Los asnos de la provincia, en esta estación, no transportan más que herramientas, estiércol y tinajas. Las actuales normas reservan los convoyes de provisiones a los camelleros; por lo tanto estáis en situación ilegal y me veo en la obligación de hacerme cargo de este género fraudulento.
—Me gustaría recuperarlo cuanto antes.
—La administración decidirá.
—¿Quién, concretamente?
—Este asunto es complejo. No está dentro del ámbito de mis competencias y concierne sin ningún género de duda a otro servicio; tendré que consultar a los especialistas y estudiar las minutas del tribunal. Que seréis condenado es seguro; la cuestión es de qué jurisdicción dependéis.
Sabni miró hacia otro lado. Los esbirros de Teodoro se habían contentado con esperar su vuelta para atraparle con una trampa legal; creyendo todavía en lo imposible, el sumo sacerdote fue a visitar a cuatro de los principales miembros del gremio de asneros. El primero se negó a recibirle, el segundo y el tercero no disponían de ninguna bestia en regla y el cuarto le ofreció dos animales enfermos, incapaces de soportar una carga pesada.
Sabni renunció. El gremio obedecía al obispo. Con el corazón encogido y el cuerpo presa de una fatiga próxima a la desesperación, se dirigió a File. El lugar donde solía embarcar no estaba desierto.
En la orilla, dentro de una cabaña improvisada, se encontraba un funcionario encargado de cobrar un derecho de peaje exorbitante, correspondiente al trayecto hasta la isla santa. El encargado entregó un recibo a cambio del pago. Obedecía escrupulosamente las órdenes dadas por el obispo.
En el exterior del templo, tapices de lino y esteras de paja y de fibra de palmera estaban expuestos al sol purificador; túnicas, mantos y delantales se beneficiaban de los mismos cuidados. Crestos reparó los odres que mantenían el agua fresca; el resto de los adeptos limpiaba vestimentas cotidianas y rituales cantando dulces melodías cuyo texto ensalzaba el encanto de la brisa y la suavidad de los días.
Cuando Sabni apareció, una sola mirada le bastó a Isis para comprender que había fracasado. El silencio del sumo sacerdote intrigó a los adeptos, que interrumpieron su labor.
Auré se adelantó. El panadero le bloqueó el camino.
—Pidámosle las cuentas —propuso.
—Sus primeras palabras están reservadas a la gran sacerdotisa. ¿Acaso has olvidado la obediencia?
La ritualista se batió en retirada mientras Isis y Sabni se sentaban a la sombra de un tamarindo.
—Te he seguido con el pensamiento. No corrías mucho peligro, pero el destino no te ha sonreído.
—Teodoro nos aisla. Ya sólo nos quedan las dos barcas; con la más pesada y buen viento, podría remontar el Nilo. No me será difícil encontrar un pueblo y comprar trigo.
—Los marineros del obispo te lo impedirán.
—Hay que intentarlo.
—¿Manejarás la barca tú solo?
—Podré hacerlo.
—La comunidad resiste bien.
—Gracias a ti, Isis.
—Tu valentía y tu voluntad les tranquiliza. Mientras luches, no perderán su confianza.
—¿La traición?
—Camina.
—¿Cuándo nos golpeará de nuevo?
—Ahí está. Viene hacia nosotros.
Apartando a Crestos y al panadero, Auré interrogó a la pareja.
—Exigimos una explicación. ¿Ha encontrado comida el sumo sacerdote?
—No —contestó Sabni— y mi tarea se presenta difícil.
—¿Estamos condenados a morir de hambre?
—Todavía no.
La ritualista rio burlona.
—Dicho de otro modo, estamos aislados del mundo. El obispo deja salir al sumo sacerdote para demostrarle que lo manipula como quiere. Debemos cambiar de actitud.
Hermanos y hermanas se aproximaron; Auré no carecía de soberbia ni de poder de convicción.
—¿Qué aconsejas? —preguntó Isis.
—Negociemos con Teodoro. Cedamos la isla a cambio de que nos permita abandonar la provincia.
—¿Cada uno por su lado?
—Es evidente.
—Propones la disolución de la comunidad.
—Se reconstituirá en otra parte. En una gran ciudad en la que pasemos desapercibidos.
—Si nos separamos —dijo Sabni—, desapareceremos. File no nos pertenece; preservaremos los dominios de Isis a cualquier precio.
—Bravatas. Yo, Auré, ritualista del templo, acuso al sumo sacerdote y a su esposa de traicionar la Regla. En consecuencia, que la cabeza de la comunidad sea reemplazada y se adopte otra orientación.
Ni Isis ni Sabni se indignaron. Un adepto podía formular una queja en cualquier momento.
—¿Quién será nuestro nuevo jefe? —preguntó la gran sacerdotisa.
—Esa responsabilidad no me concierne —dijo Auré—. No me impulsa la ambición, sino el deseo de servir a los intereses de la comunidad.
—¿Alguno tiene dudas?
—Yo —declaró Crestos—. Auré quiere corrompernos. Lo que trata de imponer es su propia ley y no la del templo.
La ritualista le miró con expresión asesina.
—Mi intervención puede parecer chocante —admitió—, pero pienso en la supervivencia de mis hermanas y hermanos. Empeñarnos en continuar por el camino elegido hasta ahora es un desafío inútil. Ser expulsados de manera vergonzosa, golpeados, ver morir a los más débiles… ¿lo deseáis de verdad? Teodoro multiplica las advertencias y nosotros nos hacemos los sordos porque creemos ser los más fuertes. ¡Vanidad! Admitamos la fatalidad, sometámonos a la ley del obispo y salvemos lo que podamos.
—Son palabras sensatas —juzgó Sabni—, pero nuestra búsqueda está más allá de lo razonable. Por amor a File, cuidaremos el templo. Si alguno no está de acuerdo que se vaya. Si la comunidad aprueba lo que dice la ritualista, que ella elija. Isis y yo no nos iremos nunca y continuaremos sirviendo a la diosa.
Auré miró a su alrededor. Ninguna voz se elevó a su favor.
—Vete —reclamó Crestos—. Tu alma está tan sucia como los hábitos de los ermitaños.
Sabni ordenó al joven que se callara.
—Tú que eres nuestra hermana —dijo Isis—, ¿todavía amas la Regla?
—Reniego de ella. Permanecer entre vosotros me resulta imposible; ¡cómo vais a echarme de menos!
El panadero la transportó hasta la linde del mundo profano. Durante el corto viaje, la ritualista no dejó de mirar el templo. La anciana dudaba a la hora de poner el pie en tierra, se mojó la ropa y corrió hacia la cabaña del aduanero.
Fuera de la ley a causa de las vestimentas rituales y por carecer de salvoconducto, Auré pronto fue detenida.
Dos días después, la brisa del sur permitió al sumo sacerdote poner su proyecto en ejecución. La gran vela blanca desplegada rodeó Elefantina y se deslizó por una corriente favorable. En la frontera de la provincia, dos barcos cargados de soldados le cortaron el paso. Sabni no llevaba el documento requerido, una orden de viaje que sólo expedía el despacho del obispo. Como fue incapaz de pagar la multa, que se elevaba a tres veces el precio del barco, se lo cedió a los funcionarios y volvió a File en una canoa de papiro.
La única posibilidad de sobrevivir residía en el retorno de la diosa lejana. La celebración del ritual exigía las palabras justas y no admitía ninguna inexactitud; tampoco la gran sacerdotisa lo sacrificaría a la vergüenza. La comunidad, apta para soportar el peso de la desgracia, no la acosaría; cada adepto era consciente del rigor indispensable que debía presidir el diálogo entre lo humano y lo divino. Isis, en la lucha contra la adversidad, preparaba la más eficaz de las armas, pero también la más difícil de forjar. De vez en cuando, una oleada de tristeza interrumpía sus pensamientos: el recuerdo de Auré, tan lejos de File, bajo el peso de las cadenas y el destierro.