CAPITULO XLVII

Crestos, con el agua hasta la cintura, consiguió atrapar por fin una perca en el Nilo. En el momento en que la blandía victorioso, un milano se precipitó sobre él y se la arrancó de las manos. Con la presa en el pico, el ave rapaz, indiferente a las protestas del pescador, desapareció en el cielo azul.

Furioso, el adolescente golpeó el agua con el puño, provocando una ola plateada.

—¿Es esa la forma de comportarse de un adepto?

El muchacho enrojeció y miró a Isis.

—Hace dos horas que no pesco nada.

—Eso no es una excusa.

Avergonzado, Crestos fue a la orilla. La seriedad de la gran sacerdotisa le intrigó.

—Las distracciones no son convenientes para mí; prefiero estudiar.

—¿Has descifrado los textos de las columnas?

—Son difíciles, pero no desespero. Si Sabni me ayuda progresaré mucho más deprisa.

—Quizá haya algún otro medio.

Crestos siguió a Isis, que, a mediodía, emprendía un camino poco habitual. Subió los empinados peldaños de la escalera que llevaba al tejado del templo; normalmente, el joven subía durante la noche para estudiar el movimiento de los planetas y la disposición de las estrellas. La gran sacerdotisa le arrastró hacia la esquina en que se levantaba una pequeña capilla con las puertas cerradas. Crestos había notado la existencia del extraño santuario al que nadie, excepto Sabni, se aproximaba nunca; formular preguntas sobre el tema le parecía incongruente. Confusamente, sentía que aquellos muros contenían uno de los mayores secretos del templo.

Isis descorrió el cerrojo de bronce. El joven adepto tembló, convencido de que su destino se sellaría en aquel lugar.

—Entra, mira y medita.

Acostumbrándose a la penumbra, distinguió los bajorrelieves que adornaban los muros; el conjunto ilustraba las fases de la resurrección de Osiris, salido de su sarcófago y destinado a vivir para siempre por el amor de Isis, a la que daba un hijo, Horus, llamado a vencer el mal y a reunir las dos Tierras.

La gran sacerdotisa cerró la puerta de la capilla. Crestos se sentó en medio del enlosado y se esmeró por escuchar la voz de los jeroglíficos, la palabra de Dios; de los signos grabados en la piedra emanaba una luz dulce y tranquilizadora. Con los ojos cerrados, el adepto veía.

La pequeña estancia no dejaba de crecer; tomó la forma de una enorme barca que navegaba sobre los lagos de fuego en los que los trigos crecían en el azul, bañados por un Nilo inmaterial. De repente, el viajero vio el trono del paraíso del que hablaban los libros sagrados; de su pedestal nacían las letras madres que utilizaban los rayos del sol e iban a inmovilizarse, en apariencia, sobre los muros del templo. En la fuente de los signos, el espíritu de Crestos aprendió a leer el universo.

Cuando la gran sacerdotisa, sonriente, lo sacó de la estancia, el adolescente había cambiado realmente de vida; la suya ya no le pertenecería, sino que se parecería a la de Osiris. En lo sucesivo, por su sangre circularía el conocimiento de la edad de oro.

—Isis, tú…

—Tal es el primer paso por el camino de los grandes misterios. Éste contiene todos los demás. Haz crecer esta visión en el silencio y obra sin cesar: lo que has percibido, transcríbelo.

Teodoro disponía de un arma decisiva para derribar las murallas de File: la presencia de Crestos. Constituía un delito de tal gravedad que arrastraría a toda la comunidad a su perdición. El templo violaba la ley admitiendo un nuevo adepto, un desertor culpable de escapar a los impuestos. Sin ni siquiera evocar los motivos religiosos, el obispo podía expulsar a los adeptos y poner fin al culto de Isis.

La amenaza blemia le impedía actuar; a las reacciones que provocaría el cierre del santuario se uniría el ataque de las tribus negras. Pero este temor no justificaba, por sí solo, la espera de Teodoro; él creía que Elefantina sería capaz de resistir.

Una fuerza misteriosa le prohibía dar el golpe fatal que arruinaría para siempre las esperanzas de los paganos, como si los últimos representantes de una época pasada atestiguaran la mansedumbre divina. Sus lazos con Sabni no eran de origen humano. Desde su juventud habían desarrollado idéntico gusto por lo sagrado. Al separarlos hasta el punto de enfrentarlos, ¿no mostraba la Providencia al prelado que una parcela de error en medio del corazón de la verdad hacía resplandecer mejor la luz de Cristo?

Teodoro se encontraba cansado. Demasiados conflictos, demasiados muertos, demasiada barbarie… ¡Qué delicioso sería reflexionar en compañía de Sabni y consagrarse a discusiones teológicas tan sabrosas como los higos frescos!

El dogma por un lado y la amistad por otro; desgarrado entre dos caminos, incapaz de unir las dos orillas, tomaba conciencia de su fracaso. En otro tiempo, se habría confiado a Sabni y le habría pedido ayuda; hoy decidía su suerte, cuando él mismo se perdía en la maraña de su incertidumbre. Renunciar a Dios… La tentación afloraba como una hoja de acacia, suave e irritante.

Los ermitaños se equivocaban imponiendo al mundo la conversión o la nada. La voz del Maestro proclamaba el calor del amor y no el frío del odio. Teodoro no quería las creencias de aquellos exaltados; se sentía más próximo a la sabiduría del templo y a la belleza deslumbrante de Isis.

El obispo no deseaba la llegada de un ejército de socorro, pues rompería el frágil equilibrio que se había establecido. Si Teodoro hubiese tenido el poder de detener el tiempo, habría congelado su curso por encima de File.

Pablo empujaba ante él a una hermosa joven que, con la cabeza velada, avanzaba a regañadientes. Algunos ciudadanos la habían identificado, extrañándose del increíble espectáculo que les ofrecía el ermitaño. ¿Cómo era que él, el propagador más austero de la fe, aceptaba el contacto de aquella criatura? Pablo exigió ver al obispo. A pocos pasos de su morada, los curiosos se amontonaban y señalaban con el dedo a la inverosímil pareja. El ermitaño armó tanto alboroto que el prelado salió de su despacho.

—¿Qué deseas, Pablo?

—¿La conocéis?

—Que muestre su rostro.

La cautiva se quitó el velo.

—¿Quién es?

—Una prostituta. Esta diablesa vende su cuerpo al mejor postor.

—No es la única en su especie y su comercio es legal. ¿Por tan poca cosa me importunas?

—Esta pecadora presta sus servicios a clientes ilustres y muy generosos. ¿Os gustaría conocer sus nombres?

—No cometen ningún delito.

—Sin embargo, uno de ellos viola la Regla de su templo y traiciona a su esposa.

—Insinúas que…

Pablo zarandeó a la prostituta.

—¡Confiesa, ramera! ¡Es el único medio de salvar tu alma! Confiesa que Sabni comparte tu cama y te maltrata.

La mujer se limitó a inclinar la cabeza.

—El sumo sacerdote de File es un ser vil que se revuelca en el barro… he aquí la verdad. Mañana, toda la provincia la conocerá y tú, nuestro obispo, le condenarás.

La gran sacerdotisa vio que su marido se dirigía por la linde del desierto hacia un pueblo abandonado; una mujer de provocativa belleza salió de una choza. Llamó a Sabni que, tras un momento de duda, se reunió con ella. En el momento en que la mujer lo cogía en sus brazos, aparecieron dos escorpiones que picaron al infiel en el cuello.

Isis despertó bruscamente con la frente ardiendo; esta horrible pesadilla la había atormentado hasta el punto de romper su sueño. Contempló a Sabni, tumbado en la estrecha cama, reposando la nuca sobre una cabecera provista de un cojín.

Preocupada, la gran sacerdotisa se dirigió a la biblioteca donde consultó una clave de sueños enriquecida pacientemente a lo largo de los siglos. La escena que la obsesionaba se encontraba descrita hasta en sus menores detalles. No se trataba de una simple pesadilla, sino de una premonición; según el tratado, preveía un funesto destino al protagonista del sueño. Cortó un mechón de cabellos de Sabni mientras dormía y lo colocó sobre una placa de oro cubierta de jeroglíficos que componían una oración dirigida al Salvador, un espíritu bienhechor encargado de modificar los destinos funestos.

Isis la deslizó bajo la almohada del durmiente con la esperanza de que la magia de las palabras ancestrales alejaría al demonio.

Mientras el ermitaño esparcía veneno por las calles de Elefantina, Teodoro conversaba con la prostituta; ésta se negó a decirle su nombre, pero lo consiguió sin problemas gracias a uno de los secretarios. La consulta de sus notas le aportó toda la información que necesitaba. La joven se llamaba Myrta; hija de Leónidas, comerciante arameo arruinado por varias inversiones mal hechas, se vendía desde hacía un año para contribuir a los gastos de su familia y recibía a sus amantes ya en su propia habitación, ya en la puerta septentrional de Elefantina, donde un burdel acogía a los viajeros afortunados que, al término de un largo camino, tenían necesidad de detenerse. De acuerdo con la ley, ella pagaba sus impuestos declarando escrupulosamente el número de clientes; su padre le llevaba la contabilidad.

Un sumo sacerdote del templo, según el derecho consuetudinario, debía fidelidad a su mujer. Si, además, ella ocupaba el rango de gran sacerdotisa, formaban una pareja simbólica, la imagen terrenal de Osiris e Isis. El ermitaño, al desacreditar a Sabni, socavaba los cimientos espirituales de la comunidad. Probar la villanía de un jefe arrojaba el oprobio sobre sus fieles y corrompía el alma del templo.

—¿Sabni ha comprado tu cuerpo?

—Sí —respondió ella.

—¿Cuántas veces?

—Una. Pero me golpeó.

—¿Cuándo?

—Hace una semana. Todavía llevo las marcas.

Descubrió su espalda cubierta por heridas violáceas.

—¿Qué arma utilizó?

—Un cinturón de cuero. He presentado una queja. No me ha pagado y me debe una reparación.

Si la prostituta decía la verdad, ganaría el pleito.

—¿Cuáles son el día y la hora exactos de vuestro encuentro?

Myrta los precisó y se extendió sobre los malos tratos que le había infligido el sumo sacerdote. El obispo comprobó que, en efecto, aquel día Sabni se encontraba en Elefantina.

—Ya le he denunciado —repitió la mujer con aire obstinado.

El obispo no dudaba de que aquello era una maquinación. Por tanto, trató de retrasar la apertura de un proceso del que su amigo saldría mal parado y sucio. La encuesta llevada a cabo por los secretarios acumulaba varios indicios contra él. El dueño del burdel le había identificado y dos ermitaños que mendigaban por la puerta septentrional juraban haber visto un hombre arrojar en el Nilo un cinturón ensangrentado. No se presentó ningún testigo a favor.

Ermitaños y prostitutas unieron sus fuerzas para reclamar justicia. Estas últimas amenazaron con hacer huelga si el obispo no accedía a su legítima petición. Teodoro se preguntaba: ¿no habría cedido Sabni a sus deseos y, asqueado por su conducta, se habría vengado golpeando a la muchacha susceptible de revelar su naturaleza demasiado quebradiza? Reflexionando, el proceso sería una excelente maniobra: Sabni iría a la cárcel durante algún tiempo; allí estaría protegido y lejos de las bandas de fanáticos. Obligada a pagar una costosa multa cuyo montante fijaría el obispo, la comunidad vendería sus últimos bienes antes de dispersarse. Isis, afligida por una tristeza de la que no se repondría, ya no tendría fuerza para plantar cara a la adversidad. Si hubiera problemas, Sabni sería mantenido lejos.

Sabni se presentó solo ante el tribunal presidido por el obispo. Escuchó con calma la declaración de la demandante, prolija en detalles que escandalizaron al público asistente. Sin que nadie se lo pidiese, Myrta desnudó su espalda y enseñó la prueba de lo que decía.

Cuando el sumo sacerdote quiso tomar la palabra, los abucheos le impidieron expresarse. Los guardias tuvieron que evacuar a algunas prostitutas presas de la histeria.

—¿Cómo se llaman los padres de esta mujer?

—Su madre está muerta. Su padre se llama Leónidas.

—¿Un arameo que comercia en aceite?

—¿Le conoces?

—Él es quién debería estar aquí. ¿No ha agredido a una hermana que se negaba a ceder a sus pretensiones?

Los murmullos se elevaron.

—¿Le ha denunciado?

—Lo intentó, pero la denuncia no fue admitida.

Apenas expuesto, el sistema de defensa se hundía.

—Mi corazón —dijo el sumo sacerdote— me empuja a cumplir con mi deber; él es mi testigo. Yo no infrinjo sus directrices y temo faltar a sus mandamientos. Si fui elevado a este cargo, fue gracias a sus orientaciones concernientes a mis actos. Al escuchar sus enseñanzas, fui por el camino recto. En nuestros días se impone la mentira. La riqueza que provenga de ella será estéril; quien navega en su compañía no llegará a ningún puerto.

—Hermosos preceptos —admitió Teodoro—, pero estamos en un tribunal y juzgamos hechos. ¿Los reconoces?

—¿Me reconoce ella?

—¡Eras tú! ¡Tú me has violado y lacerado mi espalda!

—En ese caso, describe mi desnudez.

Aturdida, Myrta miró al obispo.

—Obedece —ordenó.

—Él es… es un hombre.

La concurrencia estalló en carcajadas.

—Sé más precisa. Si he sido tu verdugo te fijarías en alguna señal particular que ninguna mujer podría olvidar.

La prostituta se desconcertó. El ermitaño no le había dado ninguna indicación sobre este punto.

—Habla o retráctate —exigió Teodoro.

Myrta retrocedió hasta la pared del tribunal.

—Eres… ¡estás circunciso!

—Cierto —admitió Sabni—. Nuestra Regla lo exige; todo el mundo lo sabe.

La prostituta trató de huir, pero los guardias la detuvieron.

—Esta mujer ha mentido; la primera vez que nos hemos visto ha sido en esta sala. Si hubiéramos hecho el amor, ella sabría que una marca me distingue del resto de los hombres. Fue grabada en mi carne el día de mi entronización.

Sabni se desató el shenti ante el obispo. Sobre el muslo, en la cavidad de la ingle, había grabada una cruz ansada.