CAPITULO XLV

El crudo cielo, el ocre de las dunas, el verde vivo de las palmeras, los negros peñascos y la luz dorada componían junto al agua mansa el paraíso de la edad de oro que ninguna presencia humana mancillaba. Más allá del caos, los desiertos del sur profundo y los solitarios paisajes africanos velaban la catarata con la misma insistencia que el general Narses. Desde la aurora hasta el ocaso, saboreaba cada instante. Cada hora que pasaba era más dulce que la anterior. No techaría su cabaña para poder contemplar la noche.

Ahora lo sabía. El movimiento era su enemigo. Una simple piedra con su inercia realizaba el más alto ideal de sabiduría. Insensible a la esperanza y a la desesperanza de los seres animados, ignoraba las insípidas variaciones del deseo. En el corazón de la roca yacía la verdad.

Después de su primera batalla, el general no creía que el camino tuviera un fin y la existencia una meta; sin embargo, cada paso lo llevaba hacia aquella soledad de agua y granito. De campo de batalla a multitud de despojos esparcidos por la tierra; de ataque a proeza; de conquista a matanza; nada quedaba al azar.

¡Qué agradable era no desear nada y renunciar! Ningún mentiroso, llámese placer o sufrimiento, se aventuraría tan lejos. Alejado del pasado, privado del futuro, Narses se convertía en mineral.

La agresión le pilló desprevenido. Los dos hombres llegaron buceando. Armados con cuchillos se lanzaron sobre Narses, que con el brazo derecho agarró a uno de los negros por el cuello. Si no hubiera sido manco, el general habría salido vencedor del combate incluso desarmado. La hoja del cuchillo voló hacia su flanco izquierdo, desprotegido, se hundió entre dos costillas y le atravesó el corazón. Narses murió de pie, con los ojos puestos en la catarata. Allí lanzaron los blemios el cadáver de su primera víctima.

Los guerreros negros habían esperado el comienzo del descenso de las aguas, generador de remolinos y corrientes, para deslizarse a través de los canales naturales cuyos trazados conocían a la perfección; utilizaron canoas de papiro manejadas por dos hombres cada una. Uno remaba mientras el otro achicaba el agua que entraba con el rápido descenso. Esquivaban los remolinos, los flujos y reflujos y se deslizaban entre la masa rocosa contra la que se habían estrellado numerosos barcos. Lanzados a toda velocidad llegaron al primer fortín al mediodía. El sol deslumbraba al único centinela, de espaldas a la corriente. Los blemios le atravesaron con flechas antes de que pudiera dar la alarma y aniquilaron al pequeño destacamento adormecido bajo un colgadizo.

La incursión prosiguió. Las canoas navegaban por el río con tal violencia que parecía que iban a zozobrar. Pero las proas resurgían y se lanzaban de nuevo hacia su meta: el fuerte de Elefantina. Centenares de embarcaciones finalizaron su carrera junto a los troncos. Haciendo estribo con las manos, los asaltantes salvaron sin apenas esfuerzo las murallas que se habían vuelto accesibles con la crecida. Los gritos sobrecogedores de los asaltantes despertaron por fin a la guarnición. Los soldados se precipitaron sin orden ni concierto sobre sus arcos y espadas e intentaron protegerse detrás de sus escudos de las piedras y flechas que los blemios lanzaban. Los guerreros negros dieron rienda suelta a un frenesí que logró aterrorizar a los más curtidos. Las paredes ardían. Saltando desde lo alto de las murallas al patio del cuartel, los blemios manejaban con increíble destreza hachas y garrotes tachonados. Cabezas y miembros arrancados ensangrentaban el suelo. Un militar bizantino trató de organizar la defensa; pero pronto fue abatido.

Los supervivientes abandonaron el fuerte y se replegaron en dirección a las cuadras, donde se batieron cuerpo a cuerpo hasta que intervino la expedición bizantina, que consiguió detener el ataque de los blemios. La furia desatada con la que arremetieron los soldados blandiendo sus lanzas obligó a retroceder a los africanos que, atravesando las llamas que consumían el cuartel, se batieron en retirada hacia las canoas.

La segunda ola de ataque se abatió sobre el mercado y los barrios pobres. Los guerreros negros mataron a los mercaderes, arrebataron gran cantidad de alimentos e incendiaron los edificios públicos que ningún soldado defendía.

En menos de una hora la incursión se había acabado; únicamente se salvó File.

Las mujeres y los niños se escondieron en las cuevas. Los hombres ilesos apagaron las llamas y recogieron a los heridos. La seguridad de que los blemios atacarían de nuevo estaba presente en todos los corazones.

Tras la desaparición de Narses, Teodoro tuvo que ponerse al frente del ejército, del que sólo quedaba un centenar de soldados, un número demasiado reducido de hombres para resistir un segundo ataque. Del fuerte sólo quedaban restos calcinados. Reconstruirlo llevaría demasiado tiempo; el obispo ordenó que se plantaran estacas en las orillas con las puntas aceradas vueltas hacia el Nilo. Hileras de arqueros emboscados detrás de los refugios retrasarían el desembarco. Los soldados se apresuraron a enseñar a los voluntarios el manejo de las armas.

¿Presenciaría impotente el obispo el fin de Elefantina y la destrucción de su obra? Por primera vez se sublevó contra Dios y anheló poder consultar el oráculo prohibido del alfarero Jnum, atento a las súplicas de los humanos. Se perdió en el laberinto de las ruinas y se sintió rodeado de demonios que le impelían a que abandonara el servicio de Cristo y abrazara de nuevo la religión de sus antepasados. Detrás de una gigantesca naos de granito rosado yacían los fragmentos de una estatua de madera que los sacerdotes llevaban al gran patio donde se reunían los consultantes. A la pregunta formulada, el dios respondía «sí» o «no» con un movimiento de cabeza. ¿Sería necesario recomponer la estatua fragmentada del alfarero, enderezar al hierático personaje e interrogarle? El obispo se detestó a sí mismo y rompió a patadas las manos del alfarero modeladas en madera de sicómoro.

Él era el único responsable de aquella matanza. Con su mansedumbre había sembrado el desastre.

File atraía a los blemios como a insectos destructores; File había matado al prefecto Maximino y al general Narses. El obispo se enfrentaba solo a Isis y Sabni; ningún obstáculo se interponía entre ellos. La guerra sería cada vez más cruenta y Sabni no se salvaría en medio de la contienda. Teodoro ya le había prevenido al sugerirle que huyera de aquella comunidad maldita.

En la misa del domingo, el obispo dirigió un sermón a la población concentrada en el pórtico. Pidió fuerzas a Dios Todopoderoso para luchar contra el invasor y exigió a los cristianos coraje y disciplina. En Elefantina no faltaban ni armas ni combatientes. Si desearan con todas sus fuerzas sobrevivir a la desgracia, sabrían defenderse.

No esperaba ningún resultado del mensaje enviado a Alejandría en el que explicaba lo acontecido y solicitaba ayuda. Llevaría mucho tiempo, quizá demasiado, trasladar las tropas y enviarlas a la frontera sur. Más le valía contar sólo con sus propias fuerzas. Si el segundo ataque de los blemios fracasaba, no volverían durante algún tiempo.

Teodoro blandió la espada del general Narses y sobre ella juró salvar a la provincia en nombre de Cristo. Unos cuantos monjes hirsutos se abrieron paso entre la multitud. A la cabeza iba un personaje tan demacrado que sus huesos amenazaban con atravesar la piel. Con los ojos febriles y a gritos apostrofó al obispo.

—¿Por qué no dices la verdad?

—¿Me acusas de mentiroso?

—Llevo el nombre del apóstol Pablo y en una tumba pagana vi que tengo poderes para purificar mediante el fuego. Los ermitaños me han elegido su portavoz. Sabemos combatir; hemos cazado bestias en el desierto y esos guerreros negros no nos asustan. ¡Dadnos armas y exterminaremos a todos los paganos!

El pueblo prorrumpió en gritos de aprobación. En las actuales circunstancias, Teodoro no podía permitirse prescindir de ningún aliado, de modo que aceptó. Los ermitaños reunidos formaban una temible cohorte.

—No dices la verdad —continuó Pablo—, porque omites el nombre del verdadero culpable, que es File. Los blemios nos han atacado para vengarse de la profanación de Bigeh y para satisfacer a los paganos. El templo se ha aliado con nuestro peor enemigo. Los asesinos son Isis y su camarilla. ¡Hay que destruir File!

Los ermitaños restantes se hicieron eco de las exigencias de su portavoz. Una mujer gritó. Su marido y sus hijos se unieron a sus gritos y pronto fueron coreados por miles de familias: Teodoro soportó como pudo el siniestro concierto.

—Si atacamos File, la reacción de los blemios será terrible —predijo—. En la isla, bajo la protección de la gran sacerdotisa, está construida la capilla de su dios. Tan pronto como ésta sea atacada y el santuario dañado, arrasarán Elefantina a sangre y fuego. Preocupémonos primero de nuestra seguridad. Ya pensaremos en File más tarde.

Pese a la excitación que dominaba a la muchedumbre, ésta recobró el sentido común. Pablo presentía que el pueblo no seguiría sus pasos, por lo que maquinó atraérselo llevándolo por otros derroteros.

—¡Dejemos de conceder favores a esa comunidad de paganos! ¡Qué se mueran de hambre en la isla del diablo! Los blemios no podrán reprocharnos nada.

—Te olvidas de la ley. Son terratenientes que pagan sus impuestos. Tienen derecho a comprar y vender.

El argumento utilizado por Teodoro actuó como un mazazo en el ánimo de muchos. No podía tratarse de paria ni de esclavo al que pagaba sus impuestos.

—File injuria a Dios y a sus seguidores.

—Tienes razón —reconoció el obispo—; tomaré las medidas necesarias. Ahora lo más urgente es reforzar las murallas de la ciudad y prepararla para un posible ataque. En cuanto los negros sean derrotados nos ocuparemos del templo pagano.

El ermitaño sonrió. El prelado acababa de firmar un compromiso delante de la comunidad cristiana allí reunida; llegado el momento no podría sustraerse a lo prometido. Y el momento llegaría pues Dios combatía al lado de los suyos.

Crestos había limpiado el taller.

—Mira nuestras armas —dijo a Sabni enseñándole las herramientas—. Lucharemos.

—Teodoro no atacará File. La capilla del dios africano la protege.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Mientras las fuerzas de los blemios sean superiores a las de los cristianos. El obispo ha enviado un mensajero a Alejandría para pedir refuerzos.

—¿Cuándo llegarán?

—Cuando acabe el descenso del agua, con la entrada del invierno, jamás… el emperador no se interesará por la suerte de una provincia tan lejana. Si se olvida de nosotros, estaremos a salvo. La amenaza de los blemios evitará que Teodoro nos destruya.

—¿Y si volvieras a coger tu bastón? Tengo ganas de esculpir y mi espalda está fuerte.

Mientras el sumo sacerdote y su joven hermano llegaban al sur de la isla donde Crestos aprendía a tallar la piedra a fuerza de llagas y sudores, Isis y sus hermanas mejoraban el estado del pequeño templo de Hathor en el que se celebraría el ritual consagrado al retorno de la diosa lejana. Realzaban los colores de los capiteles y limpiaban las columnas y los relieves del polvo que arrastraban las tormentas de arena. Serena, casi alegre, la gran sacerdotisa leyó el texto que estaba puliendo. De su fuerza dependería el futuro de la comunidad. Si la diosa oía su llamada, regresaría de las tierras abrasadas y trasladaría al templo el oro de las montañas con el que se esculpía el cuerpo de los dioses. Que los adeptos se nutrieran de lo imperecedero era la primera exigencia, sin la cual ninguna obra se llevaría a cabo.

Fuera de allí, la guerra. Nuevamente los hombres se mataban entre sí en nombre de sus creencias. Nadie en la isla santa elevaba la voz. Al amanecer, la figura de Faraón grabada en las paredes se animaba y pronunciaba las palabras que hacían efectiva la presencia divina. Isis alzó las manos en señal de súplica. El templo vibró.