El aguador depositó su carga, atónito. La escena que acababa de presenciar le había revuelto las entrañas. ¿Qué crimen habría cometido aquel hombre para sufrir tal tormento? Emocionado hasta el punto de perder el habla, golpeó los postigos del puesto más próximo al cuartel. El propietario, que descubrió en aquel momento el cuerpo martirizado que colgaba boca abajo de lo alto de la muralla, despertó a la mujer y a los niños. Poco después del amanecer, centenares de ciudadanos de Elefantina se apresuraban hacia la entrada principal del cuartel, fascinados por el sufrimiento que ofrecía aquel macabro espectáculo. Las murmuraciones se desataron; todos daban alguna explicación: violación, asesinato, blasfemia, conspiración… Pero ¿por qué exponer de ese modo a aquel desgraciado? Una mujer lo reconoció; avisó a su marido, guardián del cementerio, el cual transmitió la noticia a su primo, un pescador que, a su vez, advirtió a uno de los adeptos que pescaba cerca del embarcadero.
Una hora más tarde, Sabni se abrió paso entre la multitud hasta llegar a la primera fila.
—¡Mersis… no, tú no!
El capitán, a pesar de tener el cuerpo lacerado por los latigazos, aún se movía.
—¡Mersis! —gritó Sabni—. ¡Estoy aquí!
El ajusticiado, con un esfuerzo considerable, entreabrió los ojos. De su boca salía un hilo de sangre.
—Este comportamiento es indigno de ti, Teodoro.
—Mersis ha sido declarado culpable de alta traición. Ha sido juzgado y castigado por sus iguales.
—No lucharé en ese terreno.
—Prudencia elemental, Sabni. Cuando le notifiqué la acusación, Mersis no la negó; conocía los riesgos. Si Mersis hubiera detenido a un bandido como Mersis, también se habría mostrado implacable.
—¿Desde cuándo sabías que el capitán pertenecía a nuestra hermandad?
—¿A ti qué te importa? Ahora expía su crimen. Ya no te queda ningún aliado.
—Mersis no se merecía un final tan infame; sirvió a su país con devoción.
—A su país no; a File.
—Por amor a tu dios, Teodoro, desátale y déjale morir en paz. Eras tú quien hablaba de piedad y compasión; Egipto no quiere la crueldad.
—¿Clemencia? ¡Sea! Dirígete al templo de Jnum antes del anochecer.
En presencia de Narses, el obispo se dirigió a los soldados reunidos en el patio del cuartel; les recordó que su principal deber consistía en defender el cristianismo contra sus enemigos y que los traidores serían castigados como Mersis, con la muerte, y expuestos ante la multitud.
El cuerpo fue descolgado, colocado en un féretro y trasladado al santuario del dios carnero. Cuando Sabni se inclinó sobre él, Mersis consiguió reunir fuerzas para respirar; el menor soplo hacía latir su corazón. En marcha hacia el reino de las sombras, había perdido el habla. Sabni le sostuvo la cabeza durante toda su agonía, de la que el obispo fue testigo.
—Un pagano no puede ser enterrado en cementerio cristiano; enterradlo en este territorio de nadie.
Con sus propias manos, el sumo sacerdote cavó una tumba donde depositó el cadáver de su hermano, que recubrió con fragmentos de bloques de granito. Mersis dormiría bajo el material que sirvió para construir el templo de Jnum.
El obispo pronunció una de las fórmulas de extremaunción ante el asombro de Sabni.
—Este pagano ha purgado sus faltas aquí abajo. Ahora le corresponde a Dios perdonar. Su misericordia es infinita.
Teodoro, como había dicho, no era responsable de las torturas infligidas a Mersis. Informados de su traición, los militares bizantinos habían votado un castigo ejemplar al que el obispo no podía oponerse. Pero ¿quién les había puesto sobre aviso sino el prelado, jugando con la denuncia y los rumores?
Sabni se sentía culpable de la muerte de su amigo. Debía de haberle ordenado que abandonara el cuartel y huyera hacia el norte.
—Mersis no te habría obedecido —objetó Isis—. Era tan obstinado como valiente. No te sientas culpable.
—Ahora estamos solos.
—Somos una comunidad.
Sabni grabó el nombre egipcio de Mersis, «el hijo de la azada», sobre una estela erigida entre los pilonos. Viviría allí en compañía de los hermanos y hermanas, habitantes de la luz de la que habían salido. Todas las mañanas el sol iluminaría los jeroglíficos, elementos inmortales de su ser. Crestos limpió las herramientas y los restos de cal.
—¿Tendremos que luchar contra el ejército de Narses?
—No, Crestos, contra el fanatismo y la injusticia, adversarios mucho más temibles.
—No los temo.
—No seas presuntuoso; son los que poseen el genio más enérgico.
—Resistiré con tu ayuda.
—Con la ayuda de toda la comunidad; no menosprecies a los más débiles ni a los menos inteligentes pues tienen virtudes de las que tú careces. En todos y cada uno de nosotros se reconoce la cualidad justa y precisa para la construcción del templo invisible.
—¿No fuiste tú quien me inculcó la idea de lo inaccesible?
—Para enseñarte el camino del santuario.
—¿Y el de los grandes misterios?
—Su llave es la fraternidad, no el simple afecto que une a los adeptos, sino la unión de toda la hermandad con los poderes celestiales. No descuides las tareas insignificantes; cuando haces bien el más humilde de los trabajos, vives con rectitud y te conviertes en receptáculo del amor divino.
—¿He fracasado?
—Te lo habría indicado.
El joven adepto se arrodilló ante la estela. Sabni tenía una mano admirable; el estilo de su grabado era digno de los mejores escultores.
—¿Quién te enseñó a escribir?
—El padre de Isis. Tuve que estropear miles de cascotes de piedra caliza antes de lograr trazar un buen jeroglífico; después, tuve que aprender a excavar la piedra para darle forma. Varias veces creí que el decano me rompería la espalda: no soportaba mi torpeza. Cuándo veía que su bastón comenzaba a dar vueltas, deseaba que me tragara la tierra. ¡Tenía una puntería excelente! Me apliqué cuando comprendí que estaba al servicio de la Regla del templo, ser imperecedero más allá de mi ser, amor de la vida que superaba y abarcaba mi propia vida; sólo entonces mis manos se volvieron ágiles.
Crestos blandió el mazo y el cincel.
—¿Y si empezara a probar? Hay piedras usadas detrás del pabellón de Trajano.
Sabni vaciló.
—¿No tienes confianza en mí?
—Nos falta una herramienta.
—¡La encontraré!
—Tráeme un bastón.
El adolescente retrocedió, se echó a reír y corrió hacia el monumento al que más tarde acudiría el maestro; poco importaban los palos que recibiera si iba a participar en la obra.
El cadáver del prefecto fue descubierto tres días después de su muerte; los guardias interrogaron a los ciudadanos del pueblo nubio, pero no obtuvieron ningún indicio sobre las circunstancias del trágico suceso. Gracias a Dios, una denuncia permitió identificar al culpable: un judío que, poco tiempo atrás, había sido acusado de robo. El criminal no resistió la tortura durante mucho tiempo y, debido a la gravedad de su acción, fue empalado en lugar público.
Teodoro redactó un informe detallado dirigido al emperador, deplorando la desaparición del prefecto; mencionó la celebración de funerales oficiales y lamentó que el fuerte calor impidiera trasladar los restos a Alejandría; Maximino fue enterrado en un lugar de honor en el cementerio de la isla.
Narses construyó su cabaña. Cuando pasó la primera noche con la mirada puesta en las estrellas se prometió a sí mismo pasar las noches en vela para disfrutar sin descanso de la visión que se le ofrecía. Tras la hazaña de Bigeh, el obispo no parecía planear más operaciones militares; el general había delegado la intendencia en cuatro oficiales, dos bizantinos y dos egipcios encargados de sustituir al capitán Mersis. Desde su primer encuentro, una franca discordia se había instalado entre ellos. Los soldados, al recibir órdenes contradictorias, no ejecutaban ninguna.
El sol de agosto era tan agobiante que se suprimieron los turnos de día. Las murallas desiertas parecían dormir bajo la canícula. Dos metros más abajo, las aguas de la crecida lanzaban destellos de luz.
En el peñasco de la catarata, el general canturreaba una canción que había oído en las calles de Elefantina: el viento norteño daba un soplo de vida y frescura devolviendo al río su fertilidad; el viento sureño abría el sendero a la inundación que nacía en la cueva del océano alimentando el país y llenando de víveres los altares; el viento del este elevaba el alma hacia las estrellas; el del oeste creaba el agua en el cielo para que resplandecieran los frutos de la tierra y crecieran sus flores.
En el transcurrir de las horas, de las estaciones y de los años, Narses gozaba en compañía de los vientos.
El panadero mordió con ganas el pan recién salido del horno. Los adeptos estarían contentos; un alimento de tal calidad bastaría para satisfacer los estómagos y generar la energía indispensable para el pensamiento. El ka del pan, su poder intangible, se insertaba en la inmensa cadena de fuerzas que unía la estrella a la piedra. Según la Regla, el papel del panadero no era inferior al de la ritualista.
Una ritualista con los nervios crispados, en otra época tan orgullosa que ni siquiera entraba en el horno del templo para no sufrir las molestias del calor.
—¿Has terminado ya? —preguntó Auré.
—Falta una hogaza de pan.
—La hogaza puede esperar, yo no.
—Un trabajo inacabado es un defecto del alma.
—¿Confías en Sabni?
Normalmente, la ritualista no se mostraba tan directa. Los vivaces ojos del panadero, que desmentían la simpleza del rostro, interrogaron a la hermana.
—Nos está conduciendo al desastre —afirmó Auré—. Si se hubiera hecho con el poder, ahora conoceríamos tiempos mejores; su indecisión nos condena a desaparecer.
El panadero se volvió hacia el horno.
—Ambición, vanidad, necesidad de conspirar… los humanos no cambian. Si los dioses deciden destruir esta especie, el universo no lo lamentará.
—Ayúdame a detener a Sabni y a convertirme en la gran sacerdotisa —le rogó Auré—. Sabré negociar nuestra supervivencia.
El fino olfato del panadero percibió el aroma del pan recién hecho.
—Hermana, he necesitado cuarenta años para descubrir una sola virtud y ponerla en práctica: la obediencia al auténtico maestro. Gracias a esta virtud, el fuego destructor se apaga y disfruto al fin de la paz que buscaba. Isis y Sabni son más grandes que nosotros porque el cielo ha predestinado su labor; acepta esta verdad y deja de preocuparte inútilmente. La satisfacción del deber cumplido es la más dulce de las dichas.