CAPITULO XLI

Sólo sobresalía la cima de la roca. Siguiendo el curso de la corriente con habilidad, Narses consiguió abordarla sin dañarse. Pese a los constantes avisos de peligro, prefería navegar solo; cada día manejaba mejor los remos y se familiarizaba con los peligros del río por los que sentía una fuerte atracción.

La catarata desaparecía bajo las aguas; inundada, la frontera de Egipto regresaba al mundo invisible.

El general no lamentaba nada de lo ocurrido, ni los encarnizados combates, ni las muertes, ni su espada bañada en sangre. La derrota tan temida se palpaba en los peñascos quemados, en la tierra ocre, en la efervescencia del océano del profundo sur. Ahora que su deseo de vencer se había desvanecido, aprendía a observar. Hasta el final de los tiempos se complacería en llenar sus ojos de luz, de agua y de rocas. Triunfaba en la derrota.

Por qué morimos en el polvo, se preguntaban los jóvenes reclutas separados de sus familias y de su pueblo. Narses no era ni su confesor ni su director espiritual. Sin embargo, a él le tocaba recoger la última mirada de reproche, el mudo rugir de la multitud contra el emperador, contra él mismo, contra una humanidad fascinada por el crimen y la violencia.

Narses ya no distribuía consignas entre el ejército ocioso. Sus subalternos mantenían una vaga disciplina. Ya nadie se preocupaba por mantener las armas amontonadas en un arsenal improvisado. El capitán Mersis se enfurecía al ver que la epidemia se extendía por toda la guarnición. Si los soldados de élite se divertían, ¿cómo no iban a seguir su ejemplo los mercenarios, peor pagados? En poco tiempo el general habría podido restablecer el orden y el espíritu de solidaridad; colaborar al mantenimiento de un mundo malvado, equivaldría a cometer alta traición. A la catarata le correspondería decidir su suerte.

Narses no sentía el menor interés por el obispo, aunque estuviese al borde del fracaso. Hacía una semana que el pueblo pronunciaba su nombre entre silbidos y abucheos. En vez de ponerse al frente del movimiento, el sumo sacerdote se había retirado a la isla con el fin de celebrar allí los ritos que aseguraban una crecida fertilizante. Los partidarios más fervientes, decepcionados, criticaban la frialdad de Sabni y abandonaban la idea de asaltar la residencia del obispo.

A la misa del domingo no faltó ni un solo fiel. Todos observaron la serenidad impresa en el rostro del prelado. ¿No era una prueba del control que ejercía sobre la situación y de que el ejército a sus órdenes aplastaría toda tentativa de rebelión? Teodoro, Narses y Mersis eran los únicos que sabían que una parte de sus hombres se negaría a obedecer: por un lado, los bizantinos, que no deseaban verse implicados en una guerra civil; por otro, los egipcios, que no querían matarse entre sí.

Durante la celebración del sacrificio, el obispo respiró con dificultad, pero consiguió disimular su nerviosismo. Como todos sus fieles, esperaba la llegada de Sabni. Abriría las puertas de la iglesia, proclamaría su título y exigiría el reconocimiento de los cultos de la tradición y el gobierno de la provincia. Los cristianos lo aclamarían, los ciudadanos de Elefantina vivirían entusiasmados este acontecimiento y los soldados le jurarían fidelidad. Un ejército entusiasta se lanzaría al norte y, a marchas forzadas, ganaría Menfis. La propia Alejandría no resistiría mucho más.

Sabni no apareció.

Al elevar el cuerpo y la sangre de Jesucristo hacia el cielo, Teodoro comprendió que Dios lo salvaba de la caída y le recordaba su deber más sagrado: exterminar el paganismo.

Sabni limpió el bajorrelieve con un paño húmedo. Faraón, situado bajo la protección de una hilera de cobras, recibía la unción de Thot y Horus, que sujetaban por encima de su cabeza dos vasijas de las que surgían cruces ansadas, símbolo de una vida inalterable. Con el acto del bautismo le conferían la única legitimidad que poseían las potencias creadoras. Así lo exigía el espíritu de Egipto, indiferente a las disputas humanas y a la Historia. Cuando Faraón regresara en un futuro, le bastaría con leer los textos y con dar vida a las escenas reveladas en los muros de los templos para revivir el fuego de los primeros tiempos, transmitido de monarca en monarca.

—Te veo preocupado —observó Isis.

—Temo no saber actuar de forma más directa.

—¿Piensas en cómo derrocar a Teodoro?

—Me parece indispensable hacernos con el poder. Si no lo conseguimos, viviremos desterrados en nuestra propia tierra.

—Tienes razón, pero es demasiado pronto. Tus partidarios se verían arrastrados a una guerra civil perdida de antemano y muchos inocentes morirían por ti. Perderías nuestra alma en la aventura. Nuestro único ejército son los adeptos, nuestra única fuerza, el pensamiento; ahora bien, no estamos preparados porque nos falta un arma decisiva, la cohesión.

—¿Temes una nueva traición?

—Hagamos que la comunidad se convierta en el oro más puro para que con su brillo transforme la naturaleza humana en piedra del templo. Tan pronto como lo logremos, tú serás quien guíe la barca del Estado.

—¿No será entonces demasiado tarde?

—Hagamos el tiempo a nuestra medida, Sabni, y ocupémonos de transmitir la Regla; en ella están todas las respuestas.

El elegante navío blanco se deslizaba suavemente por las turbulentas aguas de la crecida. El barquero que manejaba la vela cuadrada era el mejor marino de Elefantina. En estos últimos días de agosto, amenizados por el viento del norte cuya suave brisa no atenuaba la canícula, tenía el honor de transportar al prefecto y al obispo, sentados al abrigo del palio.

Maximino, nervioso, echaba largos tragos de vino fresco. Si hubiera sabido nadar, se habría hundido gustoso en este mar confundido con el horizonte. El obispo, insensible al calor, saboreaba las uvas.

—¿Me explicaréis por fin el motivo de este interminable paseo?

—No os impacientéis, Maximino. ¿No disfrutáis con la magnificencia de estos lugares? Si deseáis comunicaros con el alma de mi país, aquí es donde podéis percibirla.

—No sois poeta, reverencia. Cada uno de nuestros actos tiene un fin. Exijo que me informéis.

—La situación es tan delicada… No la ensombrezcáis más.

—¿Teméis la insurrección?

—La hemos evitado por muy poco.

—¿Sabni?

—Acaba de demostrar que no es un jefe militar, un error imperdonable a los ojos del pueblo.

—¿Adonde me lleváis?

—Cerca de la catarata. Es el único sitio donde podemos conversar con Narses.

El general, que había amarrado su barca a una punta rocosa, se levantó y se acercó al navío. ¿Qué energúmeno se atrevía a perturbar sus momentos de meditación?

Cuando el obispo le gritó, no hizo ningún gesto, por mucho que la presencia del prefecto le intrigara; un grave incidente debía de ser el origen de tal expedición.

Teodoro y Maximino subieron a la estrecha plataforma; los tres hombres, extraños bípedos que parecían caminar sobre las aguas, se perdían en medio de la crecida.

—El lugar es fascinante —reconoció Teodoro.

—Obliga al que lo visita a la soledad y al silencio.

—Lamento haberlos quebrantado, pero ayer llegó un documento oficial de Bizancio.

El prefecto se sobresaltó.

—Debíais haberme advertido inmediatamente.

—No hay nada grave en lo que a vos concierne; el emperador acepta vuestras explicaciones con relación al oro de Nubia.

—¿Ningún reproche?

—Ninguno.

—¿Y… File?

—El emperador supone que el problema está resuelto y espera vuestro regreso.

—¡El documento iba dirigido a mí y vos habéis tenido la osadía de leerlo!

—El emperador se ha dirigido a mí y no a vos, y me invita a que tome las decisiones que estime oportunas; consultaréis el decreto en mi despacho.

—¡Un decreto! Significa…

—Que mis decisiones tienen fuerza de ley y que vos obedeceréis mis órdenes sin posibilidad de discutirlas.

De modo que Maximino ya no era más que un alto funcionario sin potestad alguna. El emperador no lo destituía, pero confiaba la autoridad al obispo. Cuando regresara a Bizancio, el antiguo prefecto ocuparía un puesto honorífico y anodino lejos de Isis, lejos de esa felicidad imposible que se había convertido en su razón de vivir.

—El emperador ha tomado otra decisión: acepta la petición del general Narses relativa a ser nombrado jefe de la guarnición permanente de Elefantina y lo pone a mis órdenes. Cuando terminen sus años de servicio recibirá una casa y unas tierras.

El general abrazó al obispo; loco de alegría, creyó sentir aún su brazo arrancado y se comportó como un niño. ¡El veterano, el soldado invencible, el valiente entre los valientes, rebajado por el Estado Mayor! Le habían considerado un viejo chocho o un impotente. Al aceptar su petición insensata, al relegarle a un puesto miserable en los confines del imperio, sus rivales se libraban de él con la satisfacción de condenarle a un destierro definitivo. Nadie sabría que el desprecio con que le pagaban suponía para él un tesoro de incalculable valor.

El agua fangosa atraía a Maximino. ¿No había una leyenda que decía que los ahogados entraban en el reino de Osiris sin ser juzgados? Morir sería privarse de la mirada de Isis. Quizá sintiera lástima de un hombre caído, de un prefecto que no ostentaba más poder que un título vacío de contenido. En Elefantina, el extremo del mundo, destruían a los conquistadores, les embotaban las armas y les cortaban las uñas. Ni él ni Narses escapaban a la ley. ¡Volver a Bizancio! ¡La última humillación! Las sonrisas socarronas de los cortesanos, las amargas palabras de consuelo de sus colegas, las risas burlonas de sus antiguos subordinados; sólo podría soportar este sufrimiento si llevaba consigo a Isis.

—¿Me concederíais un favor…?

El obispo le interrumpió.

—Es hora de pensar en vuestra partida. Reunid vuestros enseres y concretad el número de asnos y de camellos que precisaréis. Una escolta os acompañará hasta Alejandría.

Narses no escuchaba. La catarata lo había cautivado. Ya no volvería al cuartel: se construiría una cabaña a orillas del río, cerca de los peñascos salpicados por los remolinos; ya no hablaría con nadie, sólo dialogaría con el viento y la corriente, y a ésta abandonaría su espíritu. Lo tratarían de demente y olvidarían que había existido una vez.

—Nuestra colaboración comienza hoy mismo, general.

Narses necesitó algunos segundos para darse cuenta de que el obispo se dirigía a él.

—Ya no soy general.

—Os queda un año de servicio. Debéis someteros, de otro modo os mandaré detener y os enviaré al destierro. Un oficial superior de vuestro rango conoce el precio de la insubordinación.

Narses miró la catarata.

Un año… Todavía un año antes de disfrutar de cada segundo lejos de esta humanidad indigna. Obedecer sin cuestionarse las órdenes recibidas, actuar como una marioneta.

—Estoy a vuestras órdenes.

Teodoro cogió al general por los hombros.

—Acabaremos nuestra maravillosa tarea. Preparad un centenar de hombres y algunas barcas.

—¿Nubia otra vez?

—No. La operación debe mantenerse en secreto y se realizará sólo bajo nuestra responsabilidad. No aviséis al capitán Mersis.