Sabni se detuvo ante las enigmáticas figuras de la capilla próxima a la puerta de Adriano, enfrente de Bigeh. Crestos identificó el sol y la luna entre los cuales circulaban las estrellas, así como el pilar provisto de un pájaro que representaba a Osiris resucitado; preguntó el significado del personaje acurrucado en el interior de una caverna rodeada por una serpiente.
—Es el espíritu del Nilo —indicó el sumo sacerdote—. Su poder está atrapado en las entrañas de la tierra que, a su vez, está sumergida en un océano de energía. El personaje sostiene dos vasos que contienen los fluidos terrestre y celeste. Sólo su unión genera una buena crecida; en las estrellas leemos el destino que nos reserva: la luna la desencadenará y el sol la estabilizará.
—¿Cómo podría describirte mi alegría, Sabni? En esta jungla de símbolos me siento como en mi casa. Esto es el paraíso: el lenguaje de los dioses, los misterios del templo y el calor de las columnas. A veces tengo miedo de perder este tesoro si soy incapaz de franquear otras puertas.
—Sigue tu deseo durante toda tu vida; ninguna riqueza es aprovechable si se descuida. Aquél que guía no puede extraviarse.
—Quiero hacer hablar a esas imágenes de piedra. ¿Cómo probaré que mis palabras son la verdad?
—Si el oído es bueno, la palabra es buena; escuchar es la mejor virtud: el resultado será el amor perfecto. Si el discípulo acepta las palabras del maestro buscará su cumplimiento. Dios ama al que escucha y odia al que permanece sordo. Poseerás tu corazón si lo escuchas pues de él nacerán las palabras justas.
Crestos no perdió palabra. La enseñanza recibida era su carne y su sangre.
La calma de Teodoro sólo era aparente. Escondía a los ojos de sus subordinados los nervios que aumentaban día tras día ya que la crecida se anunciaba más débil que la del año anterior; la provincia caminaba hacia el desastre.
El prelado se opondría a implorar la ayuda del emperador y a reclamar víveres a Bizancio; olvidando los caprichos del Nilo, la orgullosa capital condenaría la imprevisión del gobernador.
No sólo se retrasaría la crecida, sino que sería débil e incapaz de depositar el limo sobre las tierras sedientas. A pesar de los consejos del obispo, la mala noticia se había extendido por las calles de Elefantina y los campos vecinos. La angustia crecía; Teodoro se extrañaba de la expresión regocijada del prefecto.
—El pueblo está de acuerdo en que Isis debe intervenir. Ella es la única que sabrá provocar el aumento de las aguas celebrando el gran ritual de la crecida.
Para Maximino significaba estar a su lado durante varios días seguidos.
—Me niego.
—¡No seáis tan obstinado, obispo! Os ofrezco la mejor solución. Si celebráis la misa en vano, ¿cuántos cristianos perderán la fe? Imposible correr ese riesgo. Si la gran sacerdotisa fracasa, la multitud se precipitará sobre el templo. A ella la retendré aquí.
—¿Y si tiene éxito?
—El pueblo la aclamará durante un tiempo y después la olvidará. Atravesaréis una tempestad pero pronto encontraréis el medio de atribuir el milagro a Cristo; las divinidades egipcias no cuentan después de un largo periodo de tiempo.
El obispo se resignó; a él le tocaba convencer a Isis. Ella se negaría a recibir al prefecto y no escucharía a ningún otro enviado. Volver a File le resultaba humillante pero en las calles de Elefantina no cesaban de hablar de Isis. ¿No era la curandera también una maga, dueña de poderes sin límites? Los adivinos predecían una crecida tan débil que ni una espiga de trigo crecería; los hambrientos atacarían a los más débiles, los pobres desvalijarían a los ricos, la sangre enrojecería el Nilo.
La barca del obispo se acercó al embarcadero donde, alertada por el vigilante, Isis le esperaba. Su larga túnica blanca resplandecía.
—Saludo a la gran sacerdotisa de File.
—Que la gran diosa proteja a sus fieles y les vuelva la tierra fértil. ¿Deseáis entrar en el templo?
—Estoy obligado a requerir vuestra ayuda.
—¿Creeríais en nuestra magia?
—De ninguna manera.
—Sin embargo ha sido eficaz miles de veces.
—No os engañéis con vuestras propias leyendas. El pueblo simplemente necesita prodigios.
—Estáis convencido de que la crecida será insuficiente y deseáis utilizar los métodos que reprobáis. ¿A qué obedece vuestra conducta?
—La fatalidad me la impone. Evitar el hambre es mi único deseo.
—Imponiendo mi presencia, ¿no insultáis a Cristo?
—Mi diálogo con Dios no os concierne. ¿Aceptáis ayudarme?
—Yo también deseo la prosperidad de la provincia.
Descendió a la barca y se instaló en la proa mientras Teodoro se sentaba a popa. Los remeros maniobraron rítmicamente.
—Una simple ofrenda no bastará. Necesito consultar los archivos del templo de Jnum.
—¿Olvidáis que ha sido destruido?
—Es verdad, los fanáticos lo han reducido a un amasijo de piedras; hay un rumor que dice que habéis salvado los papiros de la Casa de la vida contigua al santuario.
—Audaz afirmación.
Vestido con una larga túnica roja con el cuello ribeteado de oro, Teodoro libraba uno de los combates más difíciles de su carrera. Por más que trataba de defenderse, aquella mujer le ponía nervioso. Nunca llegaría a someterla; era como si la voluntad de Dios se estrellara contra una muralla indestructible.
—Vos leéis los jeroglíficos, la sabiduría de Egipto es vuestro alimento y también el mío. Nuestra tradición se funda sobre el conocimiento y no sobre el saber; se expresa a través de los textos que vos respetáis. Vos, reverencia, no sois un destructor.
—¿Necesitáis esos papiros?
—Ambos deseamos una crecida beneficiosa. Sin las fórmulas mi voz será inútil.
Los archivos de la Casa de la vida estaban cuidadosamente ordenados en las cuevas de la morada del obispo en las que nadie podía penetrar. Teodoro había salvado la mayor parte durante el incendio a causa de una frase leída repetidas veces en un texto del Antiguo Imperio: «Ama los libros como amas a tu madre». El obispo soñaba con una inmensa biblioteca que reuniera los escritos nacidos sobre la tierra de Egipto desde los albores de la civilización. Para propagar la nueva religión ¿no era necesario conocer los errores del pasado?
Conmovida, Isis acarició los venerables papiros cubiertos por columnas de jeroglíficos trazados por los sacerdotes de Jnum en la época en que el santuario reinaba sobre la isla de Elefantina. Entre ellos, un texto firmado por Imhotep en persona revelaba las palabras que obligarían a Jnum a levantar su sandalia y liberar el cauce.
—Deberíais restituirnos estos documentos, reverencia.
—No contéis con ello.
—¿Temeríais que los utilizáramos contra vos?
—Os sobreestimáis. No me asusta vuestra pequeña comunidad. ¿Qué podría hacer contra millones de cristianos?
—Testimoniar su fe y probar que el número es secundario.
La fiesta del sacrificio al Nilo reunió a toda la población de Elefantina y a multitud de campesinos llegados desde toda la provincia. Miles de ojos siguieron los movimientos de la gran sacerdotisa, que vertió sobre la corriente dos cántaros de vino dulce, leche, aceite, perfumes, dieciséis guirnaldas, dieciséis pasteles y dieciséis palmas. Luego descendió hasta el río, se metió hasta media pierna y recogió un poco de agua nueva en un vaso de oro consagrado ante Isis. La voz de la gran sacerdotisa se elevó, cantando la gloria de la diosa, rocío celestial y ojo del sol. En el corazón de la ciudad cristiana fueron pronunciadas las palabras paganas dedicadas al nacimiento de la crecida.
Siete días después de la intervención de Isis, el nivel del río se elevó con rapidez. Las aguas remolinearon, anegaron los rosales y los bancos de arena para luego saltar sobre las orillas. El caudal, alegre y bravío, repartió el limo fertilizante, suavizó el suelo y se instaló sobre los campos. El valle se convirtió en un lago del que sólo emergían los diques y las lomas sobre las que estaban construidas las casas. Espectáculo fascinante y sublime que convertía el país en el océano de los orígenes, en el que el navío era hermano del azadón y el remo del arado; un país en el que el agricultor se convertía en marino y un banco de peces nadaba a los pies de una manada de vacas. La inundación, el oro del pobre, traía la alegría a todos los seres vivos. Por todas partes lo celebraban con danzas y cantos.
Cuando la marea había cubierto Egipto, los pueblos, rodeados de bosquecillos, palmeras y árboles frutales, aparecían como islotes verdes en medio de un inmenso mar. Varias barcas navegaban por esta ruta cómodamente. Todos iban a visitar a algún pariente o a algún amigo. Hasta que se retirara el Nilo, ésta sería la época del descanso y el recreo.
De los labios de los barqueros nacieron canciones a la gloria de Isis, la maga capaz de transformar la miseria en prosperidad. El cauce le obedecía igual que a los faraones. Por más que los diáconos trataban de explicar que el principio de la crecida había sido mal interpretado y que la gran sacerdotisa se estaba aprovechando de un hecho natural, nadie les escuchaba. ¿Por qué privarse durante más tiempo del poder de una sacerdotisa cuyos actos engendraban la felicidad? En las casas de los cristianos más fervientes se murmuraba que el obispo debería mostrarse más intransigente. ¿No veneraba la religión antigua un dios único que se manifestaba bajo varias formas y había aportado al cristianismo el modelo de la Trinidad? Algunos desenterraron las estatuas ocultas en sus bodegas o cerca de los cementerios y volvieron a colocarlas sobre los altares domésticos para dirigirles sus súplicas. Reapareció la efigie de la diosa serpiente, la que ama el silencio, la protectora de las cosechas.
En la orilla occidental, los monjes, que asistían furiosos al prestigio creciente de la gran sacerdotisa, trataron de incendiar las tumbas intactas de los exploradores del profundo sur.
Los pescadores se lo impidieron y les amenazaron con romperles los riñones a golpes de remo.
El giro de los acontecimientos no sorprendió al obispo. Dichoso al saber la provincia al abrigo del hambre, satisfecho por poder volver a llenar los graneros, sacó un par de lecciones de su fracaso. Su amistad con Sabni le desviaba y le distraía de su sagrada misión; su papel de servidor de Dios consistía en imponer la verdadera fe y no en escuchar sus sentimientos. Durante largo tiempo, tanto en Oriente como en Occidente, el culto a Isis y Osiris se había afirmado como un temible rival del cristianismo. En un siglo en que la Iglesia creía haber arrancado las raíces del mal, amenazaba con renacer en el mismo lugar en que la gran diosa ocupaba su trono, el más venerable y el más prestigioso.
File estaba arruinado, exangüe, al límite de sus fuerzas, pero triunfaba a causa de una pareja que se crecía frente a las dificultades. Sabni no se convertiría; el día de mañana encabezaría una corriente religiosa que rápidamente se duplicaría con los integrantes de un movimiento sedicioso contra el emperador. Egipto no renunciaría ni a su espíritu ni a su independencia; siempre creería que el tiempo no es más que ilusión, el cristianismo un entretenimiento pasajero y la eternidad de su tradición el verdadero conocimiento.
El hombre que más quería Teodoro en el mundo se convertía en su enemigo más peligroso. El obispo no tenía derecho a esconder la cabeza: lo que Dios exigía de él tendría que cumplirlo sin desfallecer.