Crestos leía con avidez los papiros de la biblioteca. Medicina, astrología, geometría, mitología… ningún tema escapaba a su curiosidad. Leía los jeroglíficos con una facilidad increíble, como si la lengua sagrada le fuese familiar desde su nacimiento. Tanto bajo la dirección de Sabni como bajo la de Isis disciplinaba su pensamiento, diferenciando el conocimiento del saber. «El peligro —indicaba Sabni— es acumular muchas nociones sin vivirlas. Olvida, experimenta, formula según los dictados de tu corazón y no según tu fantasía.» El joven adepto dormía poco y se negaba a descansar. Ni el calor le molestaba ni las tareas materiales le fatigaban. ¿No tenía que estudiar siglos de sabiduría? ¿No tenía que recorrer milenios de iniciación? Cuanto más aprendía, más ganas tenía de aprender. Por la noche, sobre el tejado del templo, formulaba miles de preguntas a Sabni y a Isis que eran mucho más que un padre y una madre para él; formaban una verdadera familia con la particularidad de que los miembros habían sido elegidos libremente.
A mediados de junio, Crestos entró en la sala de columnas. Todos los adeptos habían reconocido su capacidad para aprender nuevos misterios. Ante los maravillados ojos del muchacho se abría un camino fabuloso. Según el momento del año y la hora del día, los rayos de luz filtrados por los tragaluces iluminaban un detalle u otro de una columna, revelaban tal o cual figura de la divinidad o resaltaban esta o aquella parte de texto. Crestos miraba y asimilaba; reuniendo los elementos dispares y preguntándose por qué algunos quedaban en la sombra, se familiarizaría con las leyes del mundo de los dioses y quizá captaría su funcionamiento. De momento todo le era dado; sólo tenía que vagar por aquel laberinto de símbolos con la esperanza de encontrar su centro. Crestos se entregó a esta tarea con fervor.
Después de su fracaso, Teodoro parecía inactivo. La realidad era que, estando cerca la crecida, se sentía agobiado por el peso del trabajo administrativo. Todos los informes referentes a la reparación de los canales debían ser estudiados con cuidado. En varios sitios, los campesinos reclutados a la fuerza realizaban el trabajo con negligencia. Si la crecida no era abundante, el regadío no estaría asegurado; o las reservas de alimentos empezarían a escasear. Incluso los graneros del ejército pronto estarían vacíos. El obispo inspeccionaba las tierras, examinaba los diques, verificaba el emplazamiento de los mojones y exhortaba a los capataces para que controlasen a los campesinos. Por todas partes se relajaba la disciplina. File, Crestos, el capitán Mersis… El prelado no los olvidaba en ningún momento, pero los había relegado a segundo término, obsesionado por el bienestar de la provincia.
Entre las múltiples ofrendas del culto mayor figuraba la del vino. En Elefantina, como en otro tiempo en Egipto, la viña poseía un carácter sagrado; los cristianos reconocían el valor simbólico del jugo atrapado en las uvas y no destruían las viñas de los templos. Durante la misa el sacerdote lo identificaba con la sangre de Cristo como el adepto hacía con la de Osiris.
Sabni se quedó estupefacto al comprobar que los bárbaros habían destruido el pequeño viñedo de File: cepas arrancadas de raíz, tierra removida y salada, el péndulo de la máquina de regar hecho trizas… Cuando los tres últimos cántaros estuvieran vacíos, el sumo sacerdote no podría rellenar los vasos de vino que elevaba, en la naos, hacia el rostro de la estatua.
Plantada en medio del viñedo, había una cruz con el nombre de Jesús. Tenía una forma parecida a la cruz ansada, que en la lengua sagrada significaba «vida». De uno de los brazos colgaba un trozo de piel de chacal, rubricando la fechoría de los monjes que ocupaban las tumbas de los nobles y artesanos. Ellos habían destruido los rostros de las mujeres, encarnación del diablo; habían decapitado las estatuas y quemado o cubierto de yeso las paredes. Llevaban mucho tiempo soñando con destruir File. El obispo les contenía a duras penas. Atemorizados, no se atrevían a entrar en la ciudad donde los soldados les interrogarían.
El color del agua cambió, se volvió más oscuro y opaco. Isis alcanzó la orilla. Cuando Sabni se reunió con ella, ofrecía al sol su cuerpo de miel perfumado con jazmín.
—Nuestro último baño antes de la crecida.
El sumo sacerdote amasaba con la punta de los dedos un poco de tierra mojada.
—Llegará tarde.
—Es pronto para saberlo. Pero lo cierto es que el cauce debería llevar más barro.
Trataron de tranquilizarse, pero los signos no engañaban. ¿Padecería Egipto un año de hienas durante el cual las fieras hambrientas se atacarían unas a otras? ¿Entraría en un periodo de siete años catastróficos condenando a la mitad de la población a desaparecer? Si los campesinos eran reducidos a la indigencia ni siquiera podrían ofrecer un poco de trigo a la comunidad. El ejército se quedaría con toda la cosecha.
—Teodoro te acusará de practicar la magia negra.
—El pueblo no lo escuchará. No estoy nerviosa por mí sino por nuestros ancianos; un ayuno prolongado los matará.
—Encontraré alimentos en los pueblos del norte.
—Paciencia. Esperemos el comienzo de la crecida.
El ejército de Narses se había acostumbrado a las delicias de Elefantina. En razón de su inactividad forzada y de la imposibilidad de aventurarse por los caminos de Nubia, el general, de acuerdo con el prefecto, había duplicado las raciones de vino, aumentado la soldada y multiplicado los permisos. Olvidando a los blemios, los soldados bizantinos frecuentaban las tabernas y el mercado donde se vendía marfil, perfumes, pieles de pantera y otros géneros exóticos, objeto de rudas negociaciones. El burdel de la villa siempre estaba lleno; a los pobres desgraciados que no alcanzaban a pagar el precio iban a consolarles las prostitutas de ocasión. Narses cerraba los ojos; su único temor era que una crecida abundante cubriera su roca y le impidiera meditar frente a la catarata.
El prefecto no podía apartar de su mente el rostro de Isis; varias veces había pensado suplicar al obispo que le exorcizara, pero prefería sufrir un dolor intolerable para no perder aquellos ojos, labios y mejillas, inaccesibles hasta entonces. Aceptaba el suplicio puesto que mantenía la esperanza de conquistarla.
En la tienda de antigüedades había descubierto una antología de poemas del antiguo Egipto; los versos evocaban el reencuentro de los amantes en un jardín sombreado, al abrigo de miradas curiosas, cerca de un estanque de agua fresca donde se bañaban tras haberse declarado su ardor. ¿Cómo no soñar con Isis desnuda, deslizándose sobre una ola azulada?
En aquellos textos gozosos y sensuales, Maximino admiraba el respeto hacia la mujer amada; aquel raro sentimiento hacía que la pasión se pareciese al oro centelleante. Él, que despreciaba a las hembras, se sometía a la gran sacerdotisa de File; esta obediencia sincera le elevaba el alma; si Isis se negaba, no debería conquistarla a la fuerza, sino abrir poco a poco el camino de su confianza. Maximino tendría la paciencia del granito; que le juzgaran loco le era indiferente.
Isis guió la barca hasta Bigeh, donde ofrecería a Osiris una libación de leche que un pescador había llevado al templo durante la noche. Algunos mercaderes, avisados de la pobreza de la comunidad, no dudaban en sacrificarse por ella. También era cierto que Teodoro no había promulgado ningún edicto prohibiendo a la población comerciar con File, pero todos conocían los riesgos: detención arbitraria y deportación. Por fortuna, las rondas se iban espaciando; numerosos soldados estaban encargados de supervisar la limpieza de los estanques de regadío y de impedir la fuga de los campesinos encargados de estos trabajos.
Cuando la gran sacerdotisa estaba amarrando su embarcación una cabeza negra apareció en el agua. El hombre, un atleta de cabellos crespos, se mantenía a una distancia respetuosa.
—Soy un sacerdote blemio. Recibe el testimonio de mi veneración y la de mi pueblo. Sé que sólo tú puedes pisar el suelo de la isla de Osiris. Por lo tanto me mantendré apartado.
—¿Qué deseas?
—Saber si los cristianos han violado este territorio sagrado.
—Lo han respetado.
—También quiero saber si la capilla y la estatua de nuestro dios están intactas.
—Lo están.
—Saber si vuestra persona está protegida contra cualquier agresión.
—No corro ningún riesgo.
—Llevaré las nuevas a mi rey.
—¿Vais a atacar Elefantina?
—Nosotros veneramos a la gran sacerdotisa de File. Ella vive por encima de las guerras y los problemas humanos.
El blemio desapareció bajo el agua. Isis, pensativa, se dirigió hacia los altares para verter la leche de la ofrenda.