CAPITULO XXXVII

Isis llegó al islote de Bigeh, territorio sagrado de Osiris y en el que la única persona que podía aventurarse era la sacerdotisa de File. Allí, bajo una acacia inmortal se ocultaba la tumba del dios; Osiris esperaría la llegada de su esposa, poseedora de las fórmulas de la resurrección, hasta el día en que la humanidad se extinguiese. Isis subió una escalinata de piedra, cruzó una puerta con el jambaje decorado con textos de bienvenida y pasó delante de las estatuas de gloriosos faraones del Imperio Nuevo, cuyos ka habitaban cerca del gran dios; más allá comenzaba el reino prohibido en donde ningún hombre, sabio o ignorante, rico o pobre, tenía permitido el acceso.

Isis apartó los matorrales, descubrió un sendero y se adentró en el bosque de tamarindos.

Allí estaba enterrada la efigie del dios de los blemios; con la mano izquierda sujetaba una gacela y en la derecha tenía un ramillete. Considerado, junto con Osiris, Señor del territorio secreto, llevaba el apodo de «buen viajero», compañero de la hija de Ra, soberana del circuito solar abierto a las almas regeneradas.

Isis avanzó a paso lento teniendo cuidado de no hacer ningún ruido. Osiris exigía silencio. No soportaba ningún canto, ningún sonido de flauta, de arpa o de tambor. Alrededor de la tumba, se erigían trescientos sesenta y cinco altares; la gran sacerdotisa vertió un poco de agua sobre cada uno. Gracias a esta libación, cada día del año se convertía en santuario de Osiris y en portador de un renacimiento que proclamaba el sol al surgir de las tinieblas. Después se aproximó al sarcófago de piedra semienterrado en una colina en forma de cúpula.

A solas, dialogó con el espíritu que se movía bajo el sepulcro que, en las fiestas de luna nueva, se transformaba en milano hembra con cabeza humana y que, con su aleteo, provocaba el despertar de Osiris. Isis no pidió ayuda ni se entretuvo en suplicar; la lástima, la desesperanza y la plegaria personal habrían desnaturalizado el culto. Pronunció palabras de fuerza y poder, alimento del alma de Osiris que revelaban la naturaleza secreta del dios, sol de la noche y principio de metamorfosis incesantes. A través de la voz de la gran sacerdotisa se infiltraba la de generaciones de adeptos unidos en el acto de la ofrenda.

A popa, en la barca que les llevaba a Elefantina, Isis y Sabni releyeron la extraña citación que les conminaba a comparecer ante el obispo. Teodoro abría su Tribunal mucho antes de lo previsto, siguiendo un procedimiento irregular. Normalmente, el prelado no tenía costumbre de convocar así a los demandantes sino que un heraldo anunciaba el evento.

Para mayor sorpresa, no había nadie esperando ante el gran edificio de muros blanqueados con cal, en cuya entrada dos soldados montaban guardia. Al fondo de la sala vacía se encontraban el obispo y el prefecto. A la izquierda de este último, inclinado sobre el escritorio, un escribano se apresuraba a levantar las actas de la sesión. Las puertas se volvieron a cerrar detrás de la pareja.

—¿Se nos va a conceder la indemnización? —preguntó Sabni en tono irónico.

—Un asunto más grave nos preocupa —respondió el obispo—. Por esa razón he pedido al prefecto Maximino que estuviera presente.

—¿Acaso existe un problema más acuciante que el de hacer justicia?

—Tal es mi intención. Pagáis impuestos como propietarios del lugar llamado File; ¿lo sois en verdad?

Sabni temió comprender.

—Toda propiedad de terreno se fundamenta en un acto jurídico; mis secretarios han examinado los documentos del catastro y ninguno hace referencia a File. Por lo tanto, no pertenece a nadie. Al no constituir un bien heredado, este terreno se convierte en propiedad de la Iglesia.

El ataque, cuidadosamente preparado, cogió por sorpresa al sumo sacerdote. Estaba dirigido por un hombre seguro de apoderarse de la isla santa sin esfuerzo alguno. El jurista aplicaba la ley. Nadie podría reprocharle ser inhumano o cruel.

—Os equivocáis —rectificó Isis con su dulce voz.

—¿Tenéis alguna prueba?

—¿Desearíais examinarla?

—Es imprescindible.

—Tendréis que esperar unos días.

Maximino no apartaba los ojos de ella; esperaba un largo discurso o declaraciones inflamadas de indignación. Isis mantuvo la calma, lo que realzaba aún más su atractivo.

—Aceptamos —concluyó el obispo.

El escribano anotó el aplazamiento de la sesión.

Tres días más tarde una numerosa comitiva se presentó ante el Tribunal. Crestos y las hermanas se habían quedado en el templo; los hermanos ayudaban a Sabni a transportar el documento prometido al obispo, una pesada estela de piedra caliza extraída de las profundidades de una cripta. En ella se veía a la diosa Ma’at, encarnación de la Ley de la vida, frente al dios Thot, el de cabeza de ibis. Al dictado de la mujer celeste, el dios redactaba un texto en idioma jeroglífico.

—Os he traído la prueba de que File pertenece a los dioses y no a los hombres —señaló Isis.

El escribano dejó el cálamo. Le pagaban a tanto la línea y había malgastado su juventud en aprender el griego y el arameo con el fin de redactar arrendamientos, contratos y testamentos. Leer jeroglíficos no formaba parte de sus obligaciones.

El prefecto se levantó para examinar de cerca la sorprendente escritura de propiedad. Así pudo aspirar el perfume de Isis.

—Nadie conoce este idioma. ¿Cómo vamos a juzgar la validez de esta prueba testimonial?

Sabni observaba a Teodoro. ¿Se atrevería a confesar que conocía la escritura sagrada de los antiguos egipcios?

—Traducid —ordenó el obispo—. Escribano, registra la declaración.

El sumo sacerdote leyó, recalcando cada frase.

—Este templo es como el cielo en todos sus rincones. Fue construido por Faraón bajo el Principio creador renovado constantemente para resplandecer como el horizonte. Al finalizar la obra el constructor devolvió la morada a su dueño y señor; en estos lugares habita la gran diosa, Isis.

El escribano consultó sus tablillas. El obispo lo había hecho llamar porque, como tabelión, aplicaba la ley de forma rigurosa; así nadie podría dudar de que el juicio había sido justo.

—Ocupación implica posesión. ¿Alguien que lleve el nombre de Isis habita estos lugares?

Sonriente, la gran sacerdotisa dio un paso al frente.

—¿Sois vos la heredera y dais fe de esta escritura?

Isis asintió. El prefecto se sentía dividido entre el deseo de apoderarse de Isis y el de estrangular a Sabni; odiaba al egipcio que se interponía entre él y su felicidad.

—Perfecto —estimó el tabelión—. Esta estela será depositada en los archivos del catastro; la próxima vez traed una copia más manejable.

Sabni e Isis saludaron al obispo, que permaneció impasible.

La temporada de la siega finalizaba; los encargados de la trilla trabajaban sin descanso, presurosos por acabar antes del comienzo de la crecida. El ardiente sol de junio abrasaba las colinas de Elefantina.

En el templo, Sabni impuso un racionamiento. Este hecho no contrarió mucho a los adeptos, salvo a Crestos, que tenía un apetito voraz. Al menos durante dos meses, no faltarían alimentos.

Antes del rito del mediodía, Isis y Sabni se bañaron desnudos al pie del templo pequeño de Hathor, situado frente a los acantilados del este. Nadar les hacía olvidar las fatigas y mantenía la juventud del cuerpo. No se alejaban mucho de la orilla, desaparecían bajo el agua, rozaban a los peces y, bajo la mirada protectora de la diosa del amor, se entregaban a juegos dulces o apasionados. Isis, con la piel rutilante de perlas de agua, se parecía a la estrella brillante del año nuevo. Sabni besaba los capullos en flor de sus senos, acariciaba el musgo de su pubis y bebía de sus labios embriagadores. ¡Era tan agradable estrechar a la mujer amada, nutrirse con su mirada, verla bañada de luz y unirse a ella bajo las ramas protectoras de la acacia! El amor, ¿no sembraba en el cielo la esmeralda y la turquesa para crear las constelaciones?

Tendidos en el suelo, el uno junto a la otra y con los ojos entornados, saboreaban aquellos momentos de placer que se transformaban en la dicha de existir.