Escuálido, andrajoso, vestido con una piel de cordero pestilente, el ermitaño salió de la tumba pagana que había elegido como morada. Desde lo alto de la orilla de occidente, contempló la isla de Elefantina, el curso del Nilo y, a lo lejos, el lugar maldito de File. Hacía treinta años que Pablo se infligía penitencias y mortificaciones para luchar contra el diablo presto a deslizarse en sus sueños o en un cuerpo de mujer; dormía poco y se encarnizaba con las figuras de diosas impúdicas que abundaban en los muros de las sepulturas impías.
Pablo no cesaba de protestar contra la existencia del último templo demoníaco, pero se estrellaba contra la negativa a recibirle de Teodoro, obispo tolerante hasta la complacencia. Tras haber velado toda la noche, su omnipotencia se debilitaba; el ermitaño, nombrado mensajero por sus correligionarios y los monjes de la provincia, se convertía en un personaje oficial de quien ensalzaban la fe ardiente y la voluntad de arrancar las raíces del mal.
Con los ojos febriles, Pablo se apoyó sobre el bastón nudoso que le servía para aplastar la cabeza de las serpientes. El grandioso paisaje, tan propicio al recogimiento, no tardaría en volver al seno del Señor. Teodoro dirigía la lucha en la retaguardia; los verdaderos creyentes sabrían poner en su sitio a los enemigos del Altísimo.
La tierra estaba seca y resquebrajada, pero la cosecha aportaría un poco de alimento al templo. ¿Cómo esperar más de un campo de cebada mal situado y de modestas dimensiones? Sabni trabajaba con tesón, ayudado por dos campesinos que habían escapado a la leva. Un magnífico espectáculo le compensaba de sus esfuerzos. Vista desde la colina, la isla santa parecía un navío cuya proa estaba formada por un enorme bloque que camuflaba el Trono venerable, en el que el poder divino permanecería por siempre inaccesible al entendimiento humano. A la izquierda, la columnata de acceso precedida por un obelisco; a la derecha, el pabellón de Trajano oculto tras un grupo de palmeras.
A mediodía, vio a Isis sobre el primer pilono; su silueta blanca coronaba las cimas verdes. Saludaba a Ra, luz oculta y revelada en el disco solar en el cenit de su curso. Toda la comunidad recogía las palabras de la gran sacerdotisa, dirigidas al cosmos desde hacía cuatro milenios. A lo lejos, las montañas ocres cerraban el horizonte.
El sumo sacerdote redobló sus esfuerzos; la cebada era tan escasa que nadie la reclamaría, pero sería suficiente para los adeptos.
No quedaban más que tres o cuatro días de penalidades; una vez segadas las espigas, Sabni las juntaría en haces y las transportaría hasta File.
Bajo un tibio sol, Sabni subió la pendiente a paso rápido. La noche anterior, los campesinos le habían expresado su negativa a seguir colaborando con él. Amenazados con ser denunciados, temían un arresto. El sumo sacerdote no se inmutó por aquella renuncia; al final de la mañana el trabajo estaría terminado.
Se detuvo a poca distancia del campo. Cabras y corderos habían roto el cercado y pisoteado la cosecha. Aún quedaban algunos que se regalaban con los últimos granos de cebada.
Sabni lloró de rabia. Esta vez, tendrían que concederle una indemnización.
—Tu causa es justa —reconoció Teodoro—. Puedes denunciar a los vecinos; si lo haces bien, los propietarios de los animales te pagarán el doble de lo que esperabas sacar de la cosecha.
—¿El prefecto presidirá el tribunal?
—No en un asunto de tan poca importancia. Depende de la jurisdicción eclesiástica.
Los habitantes de Elefantina la conocían demasiado bien. El obispo concedía audiencia cuando le parecía. En un solo día, podía examinar más de un centenar de litigios. Mucho antes de la salida del sol ya se organizaba la larga fila de querellantes; la mayoría no podría presentar sus quejas. Al igual que el resto de los obispos, Teodoro se dedicaba en primer lugar a los casos más importantes de proceso civil: nominación de magistrados locales o de jefes de ciudad, promoción de funcionarios, liberación de prisioneros, ajuste de contribuciones; en el tiempo que le sobraba, arreglaba los problemas menores.
—¿Cuándo abrirás las puertas de tu tribunal?
—Cuando un número suficiente de expedientes requiera mi intervención.
—Tengo prisa, Teodoro.
—Haz un donativo a la Iglesia. Eso apresurará mi decisión.
—La ley no es igual para todos. Si un rico comete una infracción, escapa a tu venganza; si es un pobre, le infliges una severa pena a menos que muera antes del juicio. Es monstruoso tener que pagar para que se haga justicia.
—En Bizancio dicen que un proceso sobrepasa fácilmente el término de una vida humana y que es casi eterno. La justicia de Dios no prevalece en esta tierra, lo admito; si deseas mejorar nuestra suerte, conviértete y trabaja a mi lado. Serás un juez excelente.
—¿Cuándo abrirás tu tribunal, Teodoro?
—Quizá en otoño, después de la crecida.
Meditando sobre su roca, el general Narses se sentía cada vez más extraño al ejército y a sus exigencias, aunque nadie podía reprocharle que faltara a sus deberes. Soñaba con File con creciente frecuencia. En otra época, en otra vida, quizá habría solicitado su admisión en la comunidad que el emperador le había encargado expulsar. Un emperador tan silencioso y lejano que había perdido toda realidad.
Egipto no era fácil de conquistar. Los sucesivos invasores, asiáticos, asirios, persas, griegos, romanos, tuvieron que someterse a sus leyes; quien quería gobernarla recibía la iniciación en los misterios de la realeza antes de ponerse la doble corona de Faraón. Aunque moribunda, la tradición sobrevivía en sus ritos y símbolos. Bizancio y el cristianismo imponían otras reglas, pero tropezarían y pagarían caro su error.
Narses no tendría que ejecutar las órdenes; File estaba arruinada. Piezas de plata vertidas en el tesoro del obispo tras el arresto del especialista en ungüentos, personal reclutado a la fuerza, el trigo requisado en provecho del ejército, tierras agostadas… el hambre se cernía sobre el templo. Con todas las reservas agotadas ¿cómo se alimentarían?
Esta muerte lenta servía a su propósito. No tenía el menor deseo de intervenir contra esta isla santa, en la que había rozado la serenidad; se contentaría con mirarla desde lejos, soñando con una sabiduría desaparecida y confiando sus pensamientos al viento del sur; un soplo los transportaría hacia comarcas inexploradas.
Maximino no cabía en sí de gozo. Desde que había renunciado a suplantar al obispo, había recuperado la esperanza. Teodoro estaba demostrando su valía sometiendo el templo a su voluntad; dividida, File agonizaba. Isis escaparía pronto a la influencia de Sabni. Maximino se presentó ante las autoridades de Elefantina para proclamar en voz alta y fuerte que la gran sacerdotisa renunciaría al paganismo para convertirse en su esposa.
Teodoro no intervino. Al ridiculizarse, el prefecto perdía el último gramo de respetabilidad que le quedaba. Sin proferir una sola crítica a su comportamiento, el obispo asistía a su caída en un abismo del que no saldría jamás. El enviado del emperador había cometido el error de considerar la provincia de Elefantina como tierra conquistada y había menospreciado su magia; quien no dejaba vagar su espíritu por la corriente del río, no dominaba los acantilados y los bloques de la catarata le condenaban a perder la razón.
El capitán Mersis estaba nervioso. Desde lo alto de una torre de adobe, miraba hacia el sur profundo. Ya no creía posible un ataque de los blemios; su demostración de fuerza había sido para mantener a distancia las tropas bizantinas cuya impotencia habían podido constatar; amenazados por la exterminación durante largo tiempo, el pueblo blemio se había asegurado la supervivencia en su territorio durante varios años. ¿Por qué iban a lanzarse a una conquista en la que perecerían miles de personas?
Durante la comida, un oficial cuyo primo trabajaba en la oficina de impuestos indirectos había comentado un rumor persistente: Teodoro preparaba una contribución sobre los barcos y exigiría a los propietarios privados y a las instituciones un inventario detallado. Inmediatamente, Mersis pensó en File. Este nuevo impuesto sería insostenible; Sabni debía desembarazarse cuanto antes de las embarcaciones más pesadas.
El soldado redactó un mensaje y, al anochecer, lo envió mediante una paloma mensajera. El pájaro voló hacia el templo. Mersis se sintió aliviado; Isis y Sabni sabrían prepararse contra los ataques si eran informados a tiempo de las intenciones del enemigo.
Desde la azotea de su casa, el obispo asistió al vuelo de la paloma que sus arqueros derribaron sobre las colinas. El falso rumor propagado por el prelado se había extendido, provocando la rápida reacción del traidor. Mersis era un adepto de Isis. Antes de infligirle el castigo pertinente, Teodoro le utilizaría sin que él se diera cuenta.
En aquel momento, Isis no tenía ni un solo aliado. Tendría que afrontar sola al representante de Cristo; era hacia Él, hacia la verdadera fe hacia donde Teodoro debía dirigir a la comunidad pagana para que se cumpliera la voluntad del Señor. Si la gran sacerdotisa se convertía en esclava del prefecto, tendría que derribar, no importaba cómo, la muralla mágica que ella había levantado entre Dios y Sabni.
Teodoro avanzaba en paz por un camino sin curvas, instrumento entre las manos del arquitecto del mundo. Con la desaparición definitiva de la religión faraónica nacería un nuevo universo cuyo vuelo no debía ser frenado por File. Una sola comunidad, unida, amenazaba más al cristianismo que los miles de paganos dispersos por el mundo. Bastaría un mascarón de proa, como la pareja formada por Isis y Sabni, para devolver el vigor a los cultos antiguos. Desde el origen de los tiempos, Egipto afirmaba su vocación de madre de las civilizaciones. Sometido, dominado, continuaba engendrando ideas que determinaban el futuro. Allí residía el infinito poder de la isla santa. Solo con sus oraciones y la celebración de los ritos, orientaba la mirada del corazón. Teodoro no menospreciaba el peligro; cuanto más se debilitaba la comunidad material más se reforzaba la hermandad espiritual.
El obispo libraba con la gran sacerdotisa un combate invisible; aunque fuera sitiada, dispondría de un arma eficaz: el amor de Sabni. Era a él a quien había que destruir antes de vislumbrar una victoria.
La palmera erguía su tronco liso contra el azul del cielo. Isis, sentada a la sombra, leía un himno a Hathor, obra de la primera gran sacerdotisa de File. La ferocidad de la naturaleza desaparecía en los confines del jardín donde, desde el nacimiento de la primavera, era agradable disfrutar del sol a través de las palmeras. Sabni le llevó agua fresca, higos y pan. Inmóvil, ella parecía casi indiferente.
—Teodoro nos cree vencidos y sin recursos.
—Es demasiado perspicaz para cometer ese error —objetó Sabni—. Te teme. Mientras estemos unidos, nos acosará.
—Egipto ha sufrido numerosos yugos pero su fe ha sobrevivido. Los cristianos quieren extirparlo de nuestro suelo y de la memoria de los hombres. Teodoro no se comporta como un simple servidor de su dios; exige la verdad total y definitiva, la que le ha revelado Cristo y sobre la cual construye un nuevo mundo. Para que tenga éxito, File ha de desaparecer.
Sabni tembló. ¿Le estaba anunciando Isis el fin de la comunidad?
—Tranquilízate, amor mío. Cualquiera que sea el invasor de Egipto, será cazado o se pudrirá en el sitio. Poco importan los siglos. Nuestro mensaje es inmortal porque no ha nacido del cerebro de un hombre sino que expresa el secreto del universo; el obispo no se equivoca en eso.
—Fue un amigo sincero y leal.
—Lo sigue siendo y te espera, Sabni. Tú deseas su alma; si amenaza a la comunidad es por ti.
—Yo nunca compartiré su credo y lo sabe.
—¿No hace milagros su dios?
Sabni se sentó a su lado y le acarició los pies.
—¿Cómo alimentaremos a la comunidad?
—Cuando no tengamos más pan, descenderemos a las criptas. El acceso está tapiado desde hace más de dos siglos; mi padre me enseñó el plano.
—¿Qué hay allí?
—Más tarde; una tarea urgente me reclama ahora: rendir homenaje a Osiris.