El correo bizantino funcionaba de mal en peor. La pérdida de cartas, los retrasos en el reparto y los errores en los destinatarios se multiplicaban. A menudo, los funcionarios encargados de repartir el correo se negaban a trabajar; algunos pagaban una mísera cantidad a los mendigos que viajaban hacia su lugar de origen para que llevaran consigo las misivas, que acababan perdiéndose por el camino.
El hermano lavandera, que se había ofrecido voluntario para llevar a Menfis el mensaje de Sabni, pensaba sacar provecho de la situación. En cuanto el sumo sacerdote proclamara la soberanía espiritual de File, volvería a encenderse la llama de la antigua fe; con su proclamación, Sabni uniría Menfis y las ciudades del Delta, reanimando así la voluntad de independencia escondida en todos los corazones egipcios. Reunida la comunidad, Sabni leyó el texto dirigido a los rebeldes del Bajo Egipto:
«No estáis solos; la gran diosa os inspira. En la isla santa subsiste una comunidad consagrada al cumplimiento de la Regla ancestral y alimentada por la tradición imperecedera».
Sabni propuso reunirse con el jefe de los insurrectos en un pueblecito de la provincia de Fayún.
El lavandera estrechó contra su pecho el preciado papiro lacrado con el sello del templo, en el que se distinguía el rostro de Isis entre el sol y la luna. La inquietud hizo presa en él cuando, en la salida septentrional de Elefantina, vio un número extraordinario de soldados rodeando la cabaña y el fielato. Habían registrado a todos los viajeros, a los que ahora asaeteaban con preguntas. El hermano preguntó a un arriero de asnos.
—¿Qué ocurre?
—El obispo ha prohibido toda correspondencia entre la provincia y el exterior. El ejército intercepta las cartas y detiene a los autores que considera subversivos.
El lavandera salió de la cola de espera y deshizo lo andado. Nervioso como estaba, arrolló a un funcionario encargado de los graneros, que le increpó con violencia. El incidente atrajo la atención de un soldado.
—¡Eh, tú! ¡Acércate!
El hermano puso pies en polvorosa, despavorido. Satisfechos por haber identificado a un sospechoso, dos soldados se lanzaron en su persecución. Pronto le pisaron los talones. Ya sin resuello, rasgó el papiro y pisoteó el sello, logrando destruir el mensaje en el momento justo en que un golpe en la cabeza le hacía perder el conocimiento.
Con la paciencia propia de un hombre acostumbrado a manejar innumerables documentos, Teodoro logró recomponer el mensaje con los trozos de papiro encontrados. No le supuso ningún esfuerzo identificar el sello del templo y la hermosa escritura de Sabni, que se asemejaba a la de los mejores escribas del Imperio Antiguo. Su letra cursiva, fruto de una práctica rigurosa, respetaba la forma primitiva de los jeroglíficos. El obispo se alegró de volver a leer este lenguaje abstracto y carnal al mismo tiempo, en el que los símbolos se tornaban palabras. ¿No lo llamaban la «palabra de los dioses»?
«Ilusiones», protestó el prelado, furioso consigo mismo. El hermano lavandera había muerto desnucado. Nadie podía reprochar a los soldados que obedecieran órdenes y menos ahora que habían cortado de raíz una conspiración contra la seguridad del Estado. El sumo sacerdote de File, según los fragmentos de la carta, lanzaba un llamamiento real a la rebelión. Teodoro poseía una prueba contra él de excepcional importancia, susceptible de condenarle a un fin infame. Su continua vigilancia le evitaba problemas mayores, como por ejemplo una guerra civil que le proporcionaría recompensas y promoción: el emperador confiaría al prelado el gobierno del Alto Egipto antes de reclamarlo para cargos más elevados. Bizancio, que podía llevar al grado de refinamiento más sutil el arte de la conspiración, apreciaba a los estrategas capaces de hacerla fracasar.
Teodoro pasó toda una noche en lucha consigo mismo; unas veces vencía el hombre de Dios, otras, el amigo. Al preconizar la rebelión, Sabni pisoteaba su confianza; al proclamar su legitimidad espiritual, actuaba con la firmeza de un mártir. Comprender, rebelarse, perdonar, firmar la orden de arresto… Teodoro, en cuestión de segundos, pasaba de la duda a la determinación, para finalmente retractarse de su decisión última. La inspiración celestial que guiara su conducta no aparecía por ningún lado.
A la mañana siguiente convocó a sus secretarios.
—He examinado estos fragmentos y no he encontrado nada interesante. En su conjunto resulta incomprensible. Parece que sean cálculos privados. Haréis constar que el fallecimiento de este individuo fue accidental. Sería inútil abrir una investigación.
El obispo quemó los restos del papiro. Sabni ya no tenía nada que temer. Dios le protegía.
El especialista en ungüentos bebía cerveza fresca en la taberna situada cerca de la entrada del mercado. El cansancio le parecía fácil de soportar, pese a que hacía dos noches que no dormía; en todas partes había tenido una buena acogida. Su calidad de sacerdote de Isis no molestaba a sus viejos amigos; por el contrario, despertaba en ellos un interés complaciente. Ya que el adepto pagaba bien, ¿por qué no venderle lo que pedía? Que el templo pagano prosperara quedaba fuera del ámbito meramente comercial. Así que logró reunir mercancías, bestias de carga y embarcaciones ligeras. Un campesino y dos barqueros, después de cobrar copiosas sumas, le ayudaron a pasar a las orillas de la isla.
Cuando la escuadra entró en la taberna volcando una mesa a su paso, el adepto sintió un nudo en la garganta. Iban por él. Hasta ese momento no supo lo que era el miedo. Cuando el guardia le increpó mantuvo la mirada alta.
—¿Eres sacerdote de Isis?
—Tú lo has dicho.
—¿En qué consiste tu trabajo? ¿En hacer ungüentos?
—Sí, tengo el honor…
—¿Llevas dos días en Elefantina?
—¿Por qué habría de negarlo?
—Entonces, sígueme.
—¿De qué se me acusa?
El rictus del guardia expresó un placer lujurioso.
—De haber seducido y violado a una cristiana.
—A mi edad. ¡Eso es absurdo!
—El placer no tiene edad. Levántate y no intentes huir.
El hermano obedeció.
—¿A quién se supone que he intentado seducir?
—¿Te burlas de mí?
—¿Cómo se llama?
—Para proteger su honor, no debo mencionarlo.
—¿La habéis visto?
—Te ha denunciado en casa del obispo y te ha descrito con mucho detalle… Ya no tan joven, pero aún atractiva con su curioso rostro afilado.
La isla santa se hallaba aislada del resto de Egipto. Un mensaje de Mersis puso al corriente a Sabni de la muerte del hermano lavandero y de la supresión de la correspondencia. Los insurrectos de Menfis ignorarían la existencia de la comunidad de File y verían cómo su revolución se perdía entre disputas internas. El sueño de una gran revolución que perturbara la paz de Egipto se rompía en pedazos.
Otra noticia funesta entristeció a los adeptos. Detenido por violar a una cristiana, habían condenado al especialista en ungüentos a ser lapidado. Como se trataba de un pagano que se negaba a renegar de su fe, el viejo castigo había vuelto a entrar en vigor.
—Iré a ver al obispo y conseguiré su perdón —afirmó Isis.
—Intentará humillarte —objetó Sabni.
—Besaré sus manos si es preciso. La vida de un hermano está en juego.
Teodoro recibió con deferencia a la gran sacerdotisa, vestida con una túnica de lino verde claro. Poco maquillada y con los pies enfundados en sandalias adornadas con perlas, Isis hacía gala con orgullo de su ilustre linaje; en ella seguían viviendo reinas y grandes sacerdotisas.
—Estaba convencido de que haríais este viaje.
—Entonces sabréis qué me ha traído aquí.
—La denuncia ha sido declarada información reservada por los miembros del despacho del prefecto. Es un tribunal de excepción el que ha condenado a vuestro hermano. En este terreno, no tengo ninguna influencia. La ley es la ley; una falta tan grave ha de ser sancionada sin piedad. Los faraones no se mostraban indulgentes con los violadores, ¿verdad?
—¿Quién va a creer que un viejo sacerdote haya caído tan bajo?
—Demasiados años en la isla le habrán cambiado el espíritu. A menudo, las personas recluidas ceden al deseo exacerbado por una abstinencia mal llevada.
—Vos sois el señor de la provincia. Nuestras antiguas leyes prohibían a una criatura de Dios levantar la mano contra otra criatura de Dios.
—Un pagano es una criatura del diablo. Este acto innoble así lo demuestra.
Isis comprendió que ningún camino la llevaría al corazón del juez, por lo que fingió someterse a sus designios.
—¿Qué deseáis?
—Que abandonéis la isla y os separéis de Sabni.
—Si acepto, ¿respetarán la vida de nuestro hermano?
El obispo no respondió. Dejó que Isis interpretara su silencio.
—¿Puedo verle?
—Su celda no es de las más cómodas. No sé si una mujer de vuestro rango…
—Es preciso que lo vea.
Agazapado en un rincón de la húmeda fosa en que le habían encerrado, el especialista en ungüentos tarareaba el canto del boyero que, cuando atravesaba un vado, obligaba a inmovilizarse a los cocodrilos y a los espíritus malignos escondidos bajo las aguas. En cuanto vio a Isis, se levantó y se arrodilló ante ella.
—No os quedéis; debéis guardar un recuerdo mejor de vuestro hermano.
—Permíteme que te salve.
—¿Cuánto vale mi existencia?
La gran sacerdotisa se lo reveló.
—Demasiado cara. Sólo soy un viejo que aspira al reposo supremo; desde luego, habría preferido morir en la isla; pero ni siquiera el más sabio puede elegir su destino. No me deshonréis cediendo a las exigencias del obispo.
—¿Sabes…?
—¿La lapidación? Temo al sufrimiento, pero será breve: mi cabeza no resistirá mucho tiempo las piedras. Ver cómo triunfa Teodoro sería una herida mucho más cruel que morir. No creo haber exigido nada después de que me admitieran en el seno de la comunidad; por desgracia, he dilapidado su fortuna al fracasar en mi misión. ¿Qué importa el castigo? Sólo os pido que salvéis a File.
—La vida de un hermano…
—… tiene menos valor que la vida de un templo. Así lo dice nuestra Regla. Vuestra misión consiste en proteger el espíritu y transmitirlo. Durante toda mi vida he servido a la Regla con fidelidad; ¿por qué traicionarla ahora con mi muerte? Nos volveremos a ver en el más allá.
Isis besó a su hermano en el rostro cubierto de polvo.