CAPITULO XXXI

Extenuado, decepcionado, el sumo sacerdote avanzó penosamente por las aguas plateadas. Oculta en el disco de la luna llena, la liebre de Osiris favorecía el nacimiento y la renovación de las energías; Sabni le pidió fuerzas para remar hasta la isla santa.

Más poderoso y determinado que nunca, Teodoro no soltaría su presa; despojando al templo de sus bienes, lo condenaba al hambre. El prefecto no era más que un títere en las manos de un prelado consciente de que la religión de Isis, a pesar de tener un reducido número de adeptos, estaba ganando terreno. Poco a poco, seducía los espíritus más recalcitrantes y volvía peligroso a File.

El embarcadero, por fin.

Con el cuerpo roto y el espíritu débil, el sumo sacerdote amarró la barca y se derrumbó sobre el borde de piedra. Isis le ayudó a levantarse.

—Ven rápido; nuestra hermana va a dar a luz.

Franquearon la puerta del primer pilono y se dirigieron al templo del nacimiento. Siete hermanas, simbolizando las siete Hathor inclinadas sobre la cuna del recién nacido para concederle sus favores, formaban un círculo alrededor de la parturienta. Golpeaban rítmicamente un tambor y salmodiaban un himno al rey recién nacido, hijo de Isis y de Osiris, con el que se identificaba el nuevo adepto.

—El sumo sacerdote ha de traer el torno de alfarero.

Sabni sacó el precioso objeto de la sala del tesoro. Con él, Jnum moldeaba el mundo cada día y creaba los seres. Olvidando la fatiga, siguió a Isis, que, manejando un bloque montado sobre un rodamiento dentado, permitió el acceso a una pequeña estancia a la que las hermanas condujeron a la bibliotecaria. Con una presión lateral, la gran sacerdotisa hizo entrar la piedra en un hueco del muro y camufló la entrada. Dos hermanas acostaron a la futura madre sobre un lecho de piedras calientes del que se elevaba un humo perfumado. Isis vertió agua aromatizada con sustancias calmantes. Una suave luz reinaba en este lugar cerrado donde, en el origen de los tiempos, había aparecido la gran diosa bajo la forma de una mujer negra y rosa.

El parto fue lento y doloroso. Cuando Isis se vio obligada a admitir que el niño estaba muerto, perdió el conocimiento.

La bibliotecaria murió de pena una semana después. El padre perdió la razón. Sabni permaneció a la cabecera del esposo, que durante mucho tiempo se negó a admitir la realidad.

El destino se revelaba muy cruel; el anuncio de este nacimiento ¿no habría entusiasmado a Elefantina, a la provincia, a todo Egipto?

La ternura de Sabni alivió a la gran sacerdotisa de su desesperación. Negándose a ceder bajo el peso de la desdicha, le transmitía su fuerza. Si ella se apagaba, la comunidad se dispersaría. Isis venció su tristeza; cuando reunió a sus hermanas, consiguió transmitirles nuevas esperanzas. File había perdido un niño, pero tenía a Crestos. La juventud no abandonaba el templo.

Aunque el sol desapareció en el reino de las sombras, su calor perduraba. La suavidad de los atardeceres que los adeptos pasaban en los jardines que rodeaban el templo se llenaba con las lecturas de cuentos y poemas. Isis y Sabni eran los últimos en acostarse, después de haber contemplado la luna y las estrellas.

—Pronto se acabará el trigo. ¿Por qué nuestro almacén está vacío si hemos tenido una cosecha excelente?

—El obispo y el prefecto han requisado nuestros bienes. No nos queda ni una espiga. Deberíamos ser indemnizados, pero nuestra queja se perderá en el laberinto de la administración.

—¿Nos privarán de alimentos?

—Mañana volveré a nuestras tierras. El regadío nos ofrecerá una segunda cosecha antes de la crecida; ningún funcionario podrá impedirlo.

Los soldados vigilaban el acceso al campo. Ningún campesino trabajaba allí; sin embargo, habría que haber labrado y drenado la tierra.

—¿Requisadas? —preguntó a un centinela.

—El acceso a vuestras tierras es libre.

—¿Dónde están los agricultores?

—No lo sé.

—¿Por qué este despliegue de fuerzas?

—Tampoco lo sé. Hemos recibido la orden de montar la guardia. El resto no nos concierne.

—¿Vuestro oficial?

—Ha vuelto al cuartel.

En Elefantina, en el cuartel del obispo, fue donde Sabni obtuvo la respuesta. De cara a la próxima crecida, Teodoro se ocupaba de desatascar los canales principales y reparar los diques a fin de encauzar las aguas hacia los embalses. Había destinado numeroso personal a una tarea que duraría al menos diez meses; tapar brechas, sanearlos, exigiría un trabajo intensivo.

Entre los obreros agrícolas obligados a abandonar su trabajo habitual figuraban aquellos que dependían de File.

—El obispo acepta recibiros —anunció el ordenanza. Condujo a Sabni a un jardincillo interior donde Teodoro cultivaba plantas medicinales. Arrodillado, rociaba unas matas de salvia.

—Me has quitado a todos mis empleados.

—La necesidad hace la ley.

—¿Los otros propietarios han sufrido la misma suerte?

—¿Eso qué importa?

—¿Mis protestas tienen alguna posibilidad de llegar a buen término?

—No. La leva es legal y el servicio al Estado un deber imperioso.

—Impides que consiga una segunda cosecha.

—Me preocupo por el interés general mejorando el sistema de riego de la provincia. ¿Me lo reprochas?

—Tú sirves a tu dios, Teodoro.

El obispo arrancó una mala hierba.

—Yo quiero la felicidad de Elefantina. Sus habitantes deben colaborar, tanto los adeptos de Isis como el resto.

—¿Qué quieres decir?

—Para alzar los viejos diques a buena altura, necesito muchos hombres. Los inactivos no holgazanearán más, empezando por los habitantes de File.

—¿Cómo tú, un sacerdote, te atreves a hablar así? Ningún religioso saldrá de la isla. ¿Acaso ignoras que trabajamos para hacer circular la energía divina y hacerla perceptible sobre esta tierra?

—No hay sacerdotes en File, sino desocupados. Si quieren comer, que participen en las faenas.

—Eres cruel.

—No tengo elección, Sabni. Interrumpe este calvario renunciando a tus errores y siguiendo a Cristo. Conocerás la felicidad completa.

—Un cobarde y un perjuro… ¿Lo aceptarías tú como amigo?

—La misericordia de Dios es infinita. Tu pasado ya no contaría.

Teodoro se levantó y cogió a Sabni por los hombros.

—No me obligues a adoptar medidas más penosas.

—Yo no, no tengo elección.

Sabni no ocultó nada a la comunidad reunida en el patio situado entre los dos pilonos. File no conservaba más que las viñas y una tierra árida que producía un poco de mijo. Gracias a la venta de objetos antiguos, el templo disponía de algunas piezas de plata que le permitirían comprar trigo, pescado seco y fruta. El sumo sacerdote iría a la ciudad a negociar.

—Tu rostro es muy conocido —intervino el especialista en ungüentos, un viejo cascarrabias a quien nadie había oído pronunciar palabra fuera de las liturgias—. Los chivatos se negarán a venderte víveres. El obispo ha debido de prometerles los peores castigos financieros si comercian con el templo. Iré yo. Hace cuarenta años que no salgo de la isla. Mis antiguos amigos son ricos y respetados, poseen tierras y rebaños; obtendré mejores precios y alquilaré asnos y barcos.

—Los soldados te interrogarán.

—Cuando quieran darse cuenta será demasiado tarde. Embarcaré por el lado del desierto y llegaré a File por el norte. Nadie utiliza aquella ruta.

Isis se interpuso.

—Es muy arriesgado.

—¿Y cuándo no lo será? Tengo la costumbre de obedecer y callar. Esta vez, impondré mi voluntad porque está de acuerdo con la Regla.

—¿Eres tú quien tiene que juzgar?

—El sumo sacerdote debe salvaguardar la comunidad tanto en el interior como en el exterior. Que delegue sus funciones para afrontar el mundo profano. Dentro de tres días volveré con las provisiones.

Isis interrogó a Sabni con la mirada. Sabni agachó la cabeza. El especialista en ungüentos le saludó y, con paso decidido, se dirigió hacia el embarcadero.

Una hermana muy flaca, de rostro afilado, se situó en la primera fila.

—Yo voy con él.

—Es mejor que nuestro hermano vaya solo; tu salud es frágil.

—No comprendes, Isis. Aprovecho el viaje para abandonar la comunidad; entre estos muros, la existencia se está volviendo imposible. El obispo, el prefecto, los cristianos nos acosan. Entre todos nos harán morir de hambre y abandonar la isla.

—Has ofrecido tu vida a la gran diosa, bajo juramento.

—Ella ya no nos protege de la venganza de nuestros enemigos.

—¿Recuerdas la suerte reservada a los que huyeron?

—Yo no huyo. Quiero sobrevivir. Ellos cometieron el error de partir en grupo. Sola, pasaré desapercibida.

Sabni contuvo el puño de Crestos, que había montado en cólera. La hermana se dirigió hacia el pilono donde Faraón, representado como un gigante, mantenía en tierra a su enemigo.

—Todo esto no es más que una leyenda. Pronto una ruina. En menos de un siglo la humanidad habrá olvidado que un templo se levantaba aquí. Nuestro heroísmo es ridículo y vano; deberíais seguirme.

Corrió hasta el barco al que el especialista en ungüentos acababa de subir. Isis cerró los ojos y se abrazó a Sabni.

Cuando volvió a abrirlos un dulce gozo templó su ánimo; nadie había seguido a la hermana de rostro afilado.