El panadero amontonó el grano en una criba y lo tamizó mientras imploraba a los dioses que velasen por File. Cuando descubrió a Isis, inmóvil al lado del horno, dejó caer el molde cónico destinado a recibir la pasta del primer pan del día.
Los gruesos labios del artesano se contrajeron. Incapaz de disimular su confusión, se echó atrás.
—¿Por qué tienes miedo de la gran sacerdotisa?
—La sorpresa… nunca venís por aquí.
—Inventa una excusa más creíble, hermano mío. ¿Por qué no le has seguido?
El artesano bajó la cabeza.
—¿Ha sido por miedo a un mundo hostil o es que te has negado a traicionarnos? Me gustaría conocer la naturaleza de tu alma. ¿Se comunica con el templo o se esconde en los lagos del rencor?
El panadero recogió el molde y lo limpió.
—He odiado a Sabni porque nos exigía demasiado. Él, un hombre joven, trata a sus hermanos mayores como a niños; ni siquiera solicita sus consejos.
—¿Cuáles serían?
—Renunciar y entrar en el ejército. En Elefantina, simularíamos convertirnos y nos reuniríamos en secreto para venerar a Isis. La gran diosa quedaría satisfecha con esta devoción. ¿Acaso somos capaces de mantener un templo tan vasto cuya mera existencia atrae sobre nosotros la furia del obispo?
—Te he conocido más combativo. El carpintero y tú rechazabais toda concesión a la Iglesia y os declarabais listos para pelear.
—Eramos jóvenes.
—Entonces, ¿no tiene nada que ver con no haberos permitido el acceso a los grandes misterios?
La expresión del panadero cambió.
—Nuestra vejez nos daba derecho a conocerlos.
—Es falso y lo sabes. Sólo la perfección de tu trabajo y el conocimiento de la lengua sagrada abren la última puerta.
—Es cierto… Pero ¿cómo admitirlo y parar a mitad de camino?
—Tú eres el único dueño de tu destino. Por tus actos, te sitúas en la jerarquía del templo y eliges tus alimentos.
El hermano volvió a tamizar la harina para obtener la finura deseada.
—He aceptado mis límites; mi rabia se ha extinguido. Concédeme la alegría de permanecer en la comunidad hasta mi último aliento y participar en la obra según mis capacidades.
—Si eso va a darte la felicidad, moldéalo como un pan caliente y crujiente.
El rostro del artesano cambió. Bajo su aparente indolencia se adivinaba renacer la convicción.
—Debo informarte, gran sacerdotisa.
Isis temió una nueva traición.
—Ni tú ni Sabni sois conscientes de que la comunidad os ama y os venera con todo su corazón. Las pruebas la han hecho más madura y la han reafirmado; creed en ella como ella cree en vosotros.
El obispo consultó la lista de personas desaparecidas; una docena de agricultores huidos, incapaces de pagar sus impuestos, y tres hijos de pastores golpeados por un padre borracho. Estos últimos habían sido hallados y encarcelados; el prefecto los juzgaría cuando le pareciera bien. Indiferente a los asuntos públicos, se encerraba en su morada, soñaba, meditaba y componía poemas sobre la belleza de Isis. Por la tarde bebía hasta emborracharse.
El prelado ya no tenía dudas de que Maximino era presa de la locura. ¿Cómo podía el amor de una mujer degradar a un hombre hasta ese punto? El pueblo, con una imaginación tan fértil como infantil, hablaba de un hechizo. Teodoro daba gracias a Dios; por intermedio de Isis, el Altísimo favorecía sus designios. Siendo el amo absoluto de la provincia, el prelado arruinaría File, desterraría a la gran sacerdotisa y salvaría a Sabni.
El obispo tenía la costumbre de leer todos los documentos que le dirigían: listas interminables de contribuyentes, cuentas de las deliberaciones de los representantes de las asociaciones comerciales, informes de gestión de los bancos, cortos mensajes redactados por sus espías; no descuidaba nada, memorizaba cada detalle; día tras día redescubría los secretos de su gente. ¿No le dictaba esta conducta el Señor, El que conocía el corazón de todas las criaturas?
La descripción de una fiesta celebrada en casa de Apolo le intrigó. El diácono, autor del informe, anotaba la ausencia de uno de los hijos del mercader de higos, quien, orgulloso de su creciente fortuna, había invitado a numerosos amigos con sus hijos. Varios camaradas de Crestos se habían extrañado. Apolo había respondido que su hijo había partido a Licópolis, donde vivía su abuelo. Teodoro verificó este último punto. Le faltaba asegurarse de que el denominado Crestos se había realmente presentado en las concesiones que jalonaban la ruta entre Elefantina y Licópolis.
Durante la primera semana de marzo, la veintena de adeptos que quedaban en la isla santa prepararon mágicamente la cosecha. Después de haber celebrado el rito de sublimación del cosmos, gracias al cual el soplo de vida circulaba entre el cielo y la tierra, imploraron los poderes del sol atrapados en los cuerpos de las serpientes. Éstas, deslizándose sobre los campos y filtrándose entre los cultivos buscando agujeros oscuros donde abrigarse, fecundaban las espigas. La diosa cobra, la-que-ama-el-silencio, escuchó las oraciones secretas de los agricultores. Gracias a la multiplicación de los cigoñales, reparados con los medios de que disponían, el agua no faltó.
Los cantos se elevaron por toda la isla. Las viejas melodías y los estribillos contenían veladas alusiones a las divinidades desaparecidas y a los espíritus bienhechores ocultos en el trigo maduro. Estos tiempos de esperanza también eran horas de temor: miedo a una mala cosecha y a rapiñas cometidas por los numerosos jornaleros procedentes del norte. Por la noche, los campesinos armados de horcas guardaban sus bienes. Sabni velaba a su lado. Tras el sabotaje de la gran noria, temía más agresiones.
File se abandonaba a la euforia. Al cabo de unos días nacería el hijo de la bibliotecaria; Crestos progresaba a pasos agigantados en el estudio de la lengua sagrada; Isis percibía un maravilloso fervor en la conducta espiritual de los adeptos, que, al formar una comunidad más coherente, liberada de la pereza, marchaba por el camino de un dios único glorificado desde los orígenes de Egipto.
¡Cómo le habría gustado a Sabni encontrarse entre ellos, bajo la sombra de las columnas del templo! Pero los deberes de su cargo estaban antes que sus deseos. Asegurando la protección del campo, preservaba la existencia del santuario. Soñaba con el día en que Crestos estuviera listo para reemplazarle; ese día se convertiría en un hermano preocupado únicamente por la ofrenda y la pureza del ritual.
Numerosos haces dorados fueron cargados sobre los asnos que los transportaban hasta el pueblo. El Estado tomaría su parte y calcularía el impuesto sobre las cantidades de File. Antes de ponerse en cabeza del cortejo, Sabni dio la orden de amontonar la paja con cuidado; durante el invierno, este excelente combustible permitiría calentar las canalizaciones y obtener una temperatura agradable en los baños.
Una multitud ruidosa de propietarios y campesinos se concentró en una explanada; el recaudador Filamón ordenó levantar pequeños toldos de madera bajo los cuales, resguardados del sol, los funcionarios procedieron al registro de los haces y calcularon las contribuciones. Nueve idas y venidas fueron necesarias para acarrear toda la cosecha. File no sólo estaría bien nutrida, sino que además podría vender una partida de su trigo. Mientras muchos agricultores, víctimas de la insuficiencia de la crecida, tenían un aspecto decaído, Sabni se regodeaba de la generosidad de sus tierras.
Como cada año, los inspectores del fisco fueron de una lentitud exasperante; ni un grano escapaba a su vigilancia. Los haces, soltados uno tras otro, fueron cargados a lomos de los asnos que inmediatamente se dirigieron a los graneros públicos y a las granjas privadas. Royendo tortas y cebollas, Sabni esperaba pacientemente en compañía de otros propietarios. Los escribas deberían apresurarse si querían terminar antes de que se hiciera de noche. Pronto, al lado de los despachos provisionales desiertos no quedaron más que Sabni y un granjero poseedor de un terrenito. Inquieto, el sumo sacerdote se dirigió al recaudador que comenzaba a recoger sus cosas.
—Me gustaría saber cuánto debo para llevarme lo que es mío.
—¿Nombre del propietario?
—Lo sabéis bien: File.
—Voy a verificarlo.
Filamón se entrevistó unos instantes con el escriba, deseoso de irse de allí.
—Vuestras contribuciones están anuladas. No tendréis que pagar más que el alquiler de los asnos.
—Es increíble… ¡Mi cosecha es abundante!
—En efecto; pero está reservada al ejército.
—Os equivocáis.
—En veinte años de carrera nunca he cometido un error.
—File es propiedad privada. Preguntad al prefecto.
—Si queréis formular una queja, presentadla mañana en mi despacho.
Cuando, al amanecer, abrieron los locales de la administración fiscal, ya se había formado una larga cola; numerosas protestas serían formuladas, pocas contestadas. Cuando le llegó el turno a Sabni, el inspector consintió en consultar con su colega, el que había dado la orden de mandar al cuartel la cosecha del templo. Poco amable, releyó el texto y pareció incomodarse. Sin dar explicaciones, desapareció para volver algunos minutos más tarde en compañía de Filamón.
—Mi subordinado ha cometido un error —reconoció el recaudador.
Sabni respiró aliviado.
—¿Deseáis presentar una queja contra la administración?
—¿Cuándo tendré el grano?
El hombrecillo se mordisqueaba el dedo índice.
—Es un detalle problemático… Va a ser muy difícil.
—¿Por qué?
—Vuestra cosecha ya se ha depositado en los graneros militares. De hecho, ahora pertenece al ejército. Sería necesario un decreto episcopal, refrendado por el obispo, para poderla trasladar.
—Firmarás ese decreto, Teodoro. Tú, un hombre de Dios, no puedes aceptar una injusticia.
—No te sulfures, Sabni. Se supone que un seguidor de Isis conserva la calma en cualquier circunstancia.
—Quieres matar de hambre al templo y obligarnos a abandonarlo, incluso al precio de la ilegalidad que tanto has combatido.
El obispo sostuvo la mirada de su amigo.
—Dios está por encima de las leyes humanas.
—En tiempo de los faraones, él era la base. Tu dios justifica con mucha facilidad la malversación de sus servidores.
—Tu vista es muy corta; los muros del templo la limitan. El tiempo acabará de abatirlos por tu propio bien, pero yo he firmado el decreto que restituye tus bienes. Si ya no confías en mí, puedes llevarlo tú mismo a Maximino.
—Que me atrapará como un perro rabioso.
—Eres un ciudadano respetable que paga sus impuestos. Sin duda haces bien al no fiarte de Maximino; es un hombre imprevisible. Ven esta tarde.
Al mediodía, Sabni vagaba por las calles de Elefantina, entró en una taberna para apagar su sed y se fue a pasear por los muelles. Se mezcló en las conversaciones en las que aparecía a menudo el nombre de Isis la curandera, cuya sabiduría sería capaz de hacer subir las aguas de la próxima crecida. También se hablaba del exterminio de una escuadra, enviada al sur para localizar los yacimientos de oro y destruida por miles de blemios; de ahí la proclamación del estado de emergencia y el refuerzo de las fortificaciones.
El día tocaba a su fin cuando Teodoro hizo entrar a Sabni en su despacho. Sobre el escritorio estaba el decreto con la firma del obispo.
—Maximino se niega a firmar. El trigo de File será para el ejército. Tú serás indemnizado.
—¿Cuándo?
—Cuando el presupuesto de la provincia sea firmado.
—¿Qué fecha?
—Quizá a principios del año próximo, quizá más tarde. El trabajo de los contables se anuncia lento y delicado; no deben cometer ningún error, bajo pena de sanción. Además, sólo el prefecto acuerda los daños y perjuicios. Proceso delicado, Sabni, desde el momento en que la financiación del ejército es prioritaria.