CAPITULO XXIX

La primavera estaba en pleno apogeo. Desde que el sol empezaba a brillar, el frescor de la mañana daba paso a una suavidad que penetraba en la piel como un bálsamo. Cada mañana, Isis daba un paseo en compañía de la bibliotecaria, cuyo embarazo pronto llegaría a su término. File vivía unos inesperados días de felicidad. Sabni se ocupaba de las tierras del templo que los campesinos trabajaban con creciente entusiasmo; el espectro del hambre y la pobreza se alejaba. El sumo sacerdote dedicaba estoicamente demasiado tiempo y esfuerzos a estas tareas materiales poco propicias a la meditación, pero se alegraba de la serenidad que de nuevo llenaba el corazón de los adeptos. Después de tantos años de incertidumbre y ansiedad, el templo, inscrito de nuevo en un marco legal, jugaba su papel de castillo del alma que nadie pensaba asediar.

El prefecto pasaba por fases de euforia y abatimiento. Se odiaba, decidía dejarlo todo y dirigirse a la isla, dudaba, volvía a deprimirse. Había dejado al obispo la gestión de todos sus deberes públicos. Sin Isis, la vida cotidiana se vaciaba de sabores. Saberla tan próxima, ser incapaz de atraerla… ¿Existía algún suplicio peor?

El emperador callaba. Ni un solo mensaje había llegado de Bizancio desde la llegada del ejército conquistador a Elefantina. O bien las intrigas de la corte ocupaban todo su tiempo o bien había decidido la desgracia de Maximino, que se traduciría en la llegada de un administrador dotado de plenos poderes. El oro de Nubia… el prefecto lo había olvidado. El amor de una mujer inaccesible le llevaba a echar a perder una brillante carrera. ¿No estaba comportándose como un adolescente estúpido, presa de la ilusión?

Maximino mandó llamar a Narses.

—Preparad un cuerpo de expedicionarios.

—¿Cuántos hombres?

—Unos treinta, más un explorador. El obispo les proveerá de todo lo necesario.

—¿Misión?

—Cruzar la primera catarata y proseguir hacia el sur por la ruta de las caravanas. Interrogatorio de los indígenas y localización de las minas de oro. En cuanto vuelvan con la información nos pondremos a la cabeza del ejército.

—¿Marcharéis?

—¿Lo dudáis? Estaré a vuestro lado y traeremos montañas de oro.

Tres días después de la partida del cuerpo expedicionario, volvió el explorador. Gravemente herido en un hombro por una lanza todavía clavada, falleció una hora después de haber contado al general Narses que la vanguardia había sido exterminada.

Gracias a los experimentados barqueros, los soldados franquearon la catarata sin sufrir pérdidas. Durante la primera mañana de marcha, no encontraron un alma viviente. Después de haber hecho un primer alto en el camino, al pie de unas dunas, se encontraron con dos docenas de guerreros negros armados con lanzas y garrotes. A pesar de su bravura, los soldados no resistieron mucho tiempo. Aunque cada uno mató a varios enemigos, la horda de asaltantes aumentaba sin cesar. Cumpliendo órdenes de su superior, el explorador había huido a fin de prevenir al cuartel general. Cuando vio la fortificación se creyó salvado; las flechas lanzadas desde las murallas dispersaron a sus perseguidores, pero uno de ellos, tan fuerte como preciso, no falló el blanco.

—Blemios —dijo el explorador, agonizando—. Cientos de blemios…

Maximino estaba aterrorizado. El oro de Nubia también se convertía en inaccesible. Su ejército no podría exterminar un enemigo numeroso, móvil y feroz.

—Reforcemos nuestras defensas —propuso el obispo—. Que vuestros hombres, unidos a los míos, conviertan la frontera en una barrera infranqueable. Estoy convencido de que los blemios atacarán tarde o temprano.

—No es cierto —objetó Narses—. Ellos son los amos en su tierra, como hemos sabido de la manera más bárbara posible. El emperador no movilizará regimientos con el único objetivo de pacificar esa región olvidada. Los blemios han alcanzado su meta.

—Que Dios os oiga.

Teodoro esperó a estar solo con el prefecto para señalar un hecho más inquietante que la victoria blemia. El diablo asomaba en el alma de Elefantina.

—La intervención de Isis ha sido un desastre.

—Ha salvado muchas vidas.

—Y ha turbado muchos espíritus débiles. Varios notables sugieren que el sistema de donativos al templo debería volver a ponerse en vigor. A cambio, la gran sacerdotisa dirigiría la corporación de médicos y enseñaría la vieja terapia. Una docena de jóvenes ha solicitado entrar en la comunidad. Les he hecho detener y deportar al norte, pero siguen naciendo vocaciones.

El rostro del prefecto se iluminó. Si Isis aceptaba esta nueva función tendría que vivir en Elefantina. La vería cada día; se inventaría cien enfermedades, se quejaría de mil males incurables e insoportables, exigiría constantes cuidados. La suerte le sonreía de nuevo; apoyó con entusiasmo el proyecto de los notables de la ciudad.

—No analizáis bien la situación —dijo el obispo—. La verdadera fe, en numerosas conciencias, es una chispa temblorosa que el viento del paganismo podría extinguir. Los poderes de las tinieblas utilizan a esta mujer para destruir el mensaje de Cristo.

—Isis es amor; en ella no hay nada oscuro.

—Sirve a la causa del diablo y vos también.

Maximino sintió escalofríos ante la seriedad de Teodoro.

—Eso significa…

—Significa que os amenazo con la excomunión. El emperador os había confiado dos misiones: llevarle el oro de Nubia y cerrar el último de los templos paganos. No solamente habéis fracasado, sino que además os dirigís contra la Iglesia y contra Cristo.

El prefecto no tomó la advertencia a la ligera; semejante medida le condenaría a la pérdida de sus títulos y al exilio. Sin embargo, resistió.

—Isis es mi razón de ser.

—En ese caso, dejadme actuar a mí.

Escoltado por soldados y diáconos, el obispo se dirigió al extremo sur de Elefantina, donde se encontraban los cuarteles de los mercenarios judíos y arameos. Celebraban el culto a Yahwé, a pesar de que su santuario había sido arrasado en la época lejana de las persecuciones; el triunfo del cristianismo les había concedido un discreto derecho de ciudadanía, aunque el obispo mantenía la prohibición de unas costumbres que escandalizaban a los habitantes de la provincia.

La visita sorprendió a los mercenarios. De ordinario, Teodoro les trataba con desprecio; se les consideraba ciudadanos de segunda y se encargaban de las tareas más humildes; temían cometer alguna falta, lo que era pretexto para tareas suplementarias. El obispo se contentó con ordenar a sus jefes que le siguieran hasta los cercados donde dormían los carneros.

Sabni volvió a tomar el camino del templo cuando un campesino le advirtió de que se habían producido horribles sucesos. Los judíos habían roto las empalizadas de los cercados de carneros, propiedad de File desde la fundación del templo, y se habían apoderado de estos animales, sagrados en la memoria del pueblo. En Elefantina no se mataba un solo cordero por respeto a Jnum, guardián del secreto de las fuentes del Nilo.

El sumo sacerdote se aseguró del robo y se dirigió sin tardanza a casa del obispo, pero tuvo que esperar más de una hora en la antecámara.

Teodoro lo recibió con amabilidad.

—No protestes, Sabni. Ya me han informado.

—¡Entonces has sido tú el que ha favorecido este sacrilegio!

—Matar un carnero no ofende a Dios.

—Al autorizar esta carnicería, maldices el alma de todos los egipcios.

—Los egipcios son cristianos. La colonia judía se nutrirá de la carne de esos animales durante la Pascua. Serán sacrificados a la gloria de Yahwo.

—Hace años, la población arrasó su santuario para hacerles expiar un pecado semejante.

—Eran otros tiempos, amigo mío. Hoy, File ya no gobierna la provincia y el poder de Jnum se ha extinguido. Ya no habita en el cuerpo del animal sagrado; es sólo carne para la olla y nada más.

—Ha habido robo y rotura de cercas: delitos graves.

—Si hubieran sido cometidos, podrías elevar una queja. Pero dispongo de un informe de la policía militar. Dos labradores dignos de confianza han visto a los carneros derribar el cercado.

—El azar les ha llevado hasta el campamento de los mercenarios judíos…

—La mano de Dios, Sabni. Él es quien dirige nuestros destinos.

—¿Cuál será la próxima medida que emprendas contra el templo?

—File tiene derecho a salir de la sombra. Conviértete y ven a mi lado. Yo te espero. Te espero con impaciencia.

El obispo creyó que el sumo sacerdote dudaba. Su mirada pareció vacilar. Salió del despacho apretando los labios.

—La noria ya no funciona —dijo el campesino—. Las piezas de hierro están deterioradas. Habrá que reemplazarlas; si no, será imposible regar.

El hombre no exageraba. Los bueyes, acostumbrados a girar para accionar la gran rueda de madera a la que estaban atados, se asombraban ante el reposo. El engranaje de la noria, que regía la interminable cadena de cangilones que se rellenaban sumergiéndose en el agua y se vaciaban cuando llegaban arriba, había dejado de funcionar.

—Utilicemos los cigoñales —recomendó Sabni.

El campesino negó con la cabeza. Condujo al sumo sacerdote a un canal de riego donde estaban plantados dos postes fijados sobre unas horcas que les permitían bascular. En uno de los extremos había un recipiente de barro cocido para empujar el agua y en el otro el contrapeso necesario para enderezar el poste cuando el recipiente estaba lleno.

Horcas astilladas, postes rotos, recipientes quebrados… los vándalos no habían respetado nada.

—¿Se sabe quién es el culpable?

—Ocurrió durante la noche. Nadie ha visto nada.

El cigoñal era responsabilidad de cada campesino, pero la noria pertenecía al Estado. Así que Sabni se encontró de nuevo en el despacho de Teodoro. En su ausencia, lo recibió un secretario que anotó la queja y remitió a Sabni al colega encargado del catastro. Este último verificó que el campamento existía y exigió una descripción precisa de la parte del propietario. La reparación de la noria no era de su incumbencia y presentó a Sabni al funcionario responsable de los riegos. Este último le formuló varias preguntas técnicas y anotó las respuestas. La noria tenía una existencia legal que él reconoció en el acto. El arreglo de las piezas de recambio pertenecía a otro servicio cuyos despachos estaban instalados al norte de la ciudad. Allí, el sumo sacerdote fue recibido por un viejo griego particularmente puntilloso; tras una larga entrevista precisó que sólo se ocupaba de las piezas de madera. Si se trataba de piezas de hierro, como Sabni había indicado, tenía que dirigirse al arsenal y preguntarle a un oficial. El sumo sacerdote no renunció hasta que acabó con la paciencia de los soldados que se negaban a escucharle; cuando por fin fue introducido en el despacho del intendente militar, no le fue permitido exponer el caso. Estaba prohibido utilizar piezas de metal en asuntos de tipo civil hasta nueva orden, ya que se encontraban en estado de alerta. Inadmisible, la petición ni siquiera fue registrada.

Sabni montó en cólera mientras izaba la vela del barco que le llevaría al templo. Así que el obispo quería destruir File poco a poco, privándole de los medios de vida que habían acordado con el prefecto. Sin ira, sin violencia, la más implacable de las guerras comenzaba. Unos meses antes se habría dejado llevar por la desesperación; el amor de Isis le había transformado. Había paladeado la felicidad y no quería perderla.